Ceuta,mi niñez perdida...
 


- Dedicatoria - Introduccion - Ofrenda a los niños - Ofrenda a CeutaMi pardalet... -  1. Nos vamos del patio, adios a la infancia - 2.La tienda de Manuela la "Valenciana" -

- 3.EL callejón y la plazoleta del Asilo. La Ramblilla - 4. El Patio - *. Maribel, Dios no quiso..- 7. Pepito - 8.Los Gaonas, primer ensayo -9.Un fantasma - 10.Aquella mañana...  

- 11.La llamada - 12.El Chorrillo - 14. Los Mellizos - 26.El Nacimient
o - 27.La Noche Buena - 34.Juan Antonio-  - 31.El Matiné - 4o. El partido de fútbol - 41.Los Inocentes -

-44. Manolito de Vitoria -
- 45.La Iglesia de Africa.La Cripta --46. .Vicentina -- 46. Sueña la alberca  - 50.Hollywood -  52.El Lobo 53.La Mujer Muerta  - 60.Santapola -

- 66.El silencio de Dios ---74.El Instituto I. Preparatorias - 75.El InstitutoII. Profesores y- Alumnos- 76.InstitutoIII. El método Aróstegui - 79.InstitutoVI.El profesorde canto-

-77.InstitutoIV. Moreno y su varita -78. InstitutoV. El pade Vargas - - 80.El sidecar de Beltrán- 81.El Latero - --81.Virgen del Carmen. La mañana -

-82. Virgen del Carmen. La tarde -- 84. Nos vamos de gira- 85.La Fería - 89. La Cruz de Mayo - 95. La Mochila II - 99. Semana Santa - 108.La otra Marisol   - 112.Ha llegado el otoño -

-113. Platero y don José Solera Barco
--120c.El Papa y el Monaguillo - 120d.La pedrá y el apagón - 120b.Dicen que la distancia - 125.Naranjos amargos  -

 

 

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                Este pequeño libro, esta dedicado a mi Padre, y a todos los niños

               del Patio. Sí,  y también a vosotros…los Ausentes…

 

 

 

En Cádiz, a 09-30h. del  día 5 de enero de 2007


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  INTRODUCCIÓN  

 

     Nosotros, los que en la adolescencia abandonamos el mar azul… y a veces esmeralda de Ceuta, no hemos podido nunca encontrar un lugar bajo el sol. No, es cierto, desde que rompimos nuestra atadura atávica  con nuestra tierra, jamás hemos vuelto a encontrar la paz. Y es probable que no podamos volver a encontrarla mientras que no nos reconciliemos con nuestros recuerdos que habitan en lo más profundo de nuestras almas.
    Todos mis compañeros de viaje están como yo, prisioneros del mismo síndrome de extrañitud, que nos hace sentirnos ausentes, aún cuando vivamos largos años en el nuevo lugar de residencia. Yo no diría que hablamos de nostalgia o de las conocidas saudades al modo gallego, sino de una cierta tristeza  que va calándote como una lluvia fina y sin darte cuenta, un día, al levantarte, se te agolpa toda esa tristeza en el pecho dejándote sin el necesario  aire en los pulmones para poder respirar…
    Y en ese instante, cuando llega ese momento crucial que la ausencia año tras año ha ido inundando el estanque de tus recuerdos, sí, en ese instante explota la emoción durante tantos años guardada y nos abandonamos completamente trastornados a las horas soñadas de nuestra niñez...
    ¡Oh, la niñez!, tesoro mágico donde se alberga todos nuestros sueños inalcanzables…Quizás por mágico sea el único lugar donde los hoy mayores deseamos volver para reivindicar que un día fue posible alcanzar la felicidad  junto a una sonrisa  de luna alegre, allá en cualquier esquina   de una de aquellas calidas noches de verano de entonces…
    Yo, ya dije fuerte y claro, que mi patria, mi verdadera y única patria está de este lado del mar…Yo no reconozco más bandera que el azul y el blanco del cielo que roza las cumbres de la Mujer muerta; o el verde de los pinos del Monte Hacho; o el rojo fuerte, de sangre, luego tinto, más tarde  cárdeno…de los atardeceres del Estrecho.
    Mi patria es Ceuta…Y mi alma es suya…Yo no soy nada…Yo sólo quiero ser una palabra  pronunciada  una sola vez por don Bernabé Perpén en Nª Sª de África, a saber: «Este niño se llamará, Manuel». Manuel, sólo un nombre perdido en el archivo de bautismo de una iglesia; y más tarde, inscrito en el padrón del censo del Ayuntamiento del año 1955; pero un nombre que da fe que nací en la Ceuta vieja, entre Foso y Foso y entre Puente y Puente, donde los ceutíes decían que habitaban los hombres de las caballa; aquellos que en la noche sin luna oteaban el  arda de los bancos de peces, y luego se hacían a la mar con la esperanza de  llenar sus redes…Más tarde, con el paso del tiempo, la palabra caballa, tendría aún un carácter más originario e identificativo que el propio gentilicio.
     Queda claro, pues, que el agua que don Bernabé Perpén derramó sobre mi cabeza, determinó la impronta de mis afectos a un lugar determinado y a un tiempo. Yo, pertenezco a los patios y a las calles del Callejón del Asilo Viejo. Un lugar y un tiempo, que algunos dicen que ya sólo habita en los recuerdos y es cosa del pasado; pero sin embargo yo os digo, que al atardecer, cuando vuestros pasos se dirigen a una plaza, a una alameda, o  la orilla del mar, escuchad  a vuestros corazones, y quizás se obre el milagro de que aquel lugar y aquel tiempo, de nuevo, como una caricia, como un susurro, volváis a sentirlo como si fuese ayer…

     
                     En Cádiz, a las 2053h. del 28 de abril de 2007

                                                                                         Manuel Castillo Sempere


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                                            OFRENDA A LOS NIÑOS


      Este  libro, está escrito desde la ternura. Desde la escasez  y la inocencia del final de los años cincuenta. Está escrito para vosotros, a los que os tocó vivir en aquel «patio mágico» donde las horas no tenían tiempo. Está escrito, también, para todos los curiosos que quieran saber como vivían, y que sentían  los niños de entonces. Pero yo os diré, sin embargo, que no hay nada nuevo  bajo el cielo, que los niños de ahora, reflejáis tan perfectamente la ternura, como los niños de antaño. Que los niños, son solo niños en cualquier época que toque vivir. Los niños se abren a la vida, igual que las rosas al rocío. Da igual que sea el Norte o el Sur, el ayer o el mañana; para que las rosas se eleven y toquen el cielo, únicamente necesitan que les roce el rocío. De igual manera, para que los niños crezcan y toquen a Dios, sólo necesitan que les roce el amor.      
   ¡Adiós, infancia añorada, tus recuerdos van  transidos de nostalgia, de tristeza azul, de paz en el alma,  de jazmines…! ¡Oh, Señor, adiós a mi  niñez,  perdida para siempre…!

 

           En Cádiz, a las 10-20h. del  5 de enero de 2007

 

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             YO VIVÍA  EN UN PUEBLO…
                                                                           
                                  «Que la añoranza te ayude a  vivir
                                    siempre con  esperanza…»



    Yo vivía en un pueblo al pie de una montaña del Atlas…
El mar, siempre azul, se insinuaba como una mujer por el Norte,
Por el Sur, y por el Este…
El viento soplaba siempre fuerte y vigoroso como un trueno;
pero a veces, se adormecía en un susurro,
y se deshacía en un soplo, que casi era un beso.
Mi pueblo tenía una plaza ajardinada, donde mi niñez,
quedó para siempre con sus recuerdos olvidada…
A un lado la Catedral, al otro  la Iglesia de África.
Y en ambos extremos, el Parque de Artillería y el Ayuntamiento.
Al atardecer, la catedral tañía  sus campanas, y sus tin-tan…
rompían el silencio solemne de la plaza, provocando
de pronto,  que un puñado de pájaros revolotearan  asustados,
hasta  que los ecos de las campanas se apagasen lentamente.
Pasado el susto, las golondrinas y los gorriones  volvían a sus nidos;
y la paz, de nuevo, se hacía inmensa, sin límites, con una hondura
que llegaba  hasta los sorprendidos chiquillos  que allí jugábamos.
    Yo vivía en un pueblo al pie de una montaña del Atlas…
Y la nostalgia  se hace una herida dolorosa en el alma,
cuando recuerdo el puerto pesquero, la lonja, la escollera,
las barcas pintadas de colores rojos, azules, blancos…verdes.
Recuerdo las mañanas  del verano construyendo
pequeños barquitos con corcho, alfileres y papel.
Recuerdo como en el muelle Comercio, los pescadores
nos empataban  los pequeños anzuelos con los que después
inocentemente intentábamos pescar alguna chopa despistada.
Hacia julio, por la Virgen del Carmen, bajábamos al muelle
para ver la cucaña, y la piñata que montaban los pescadores:
la regata de botes, el mástil  con sebo, la cuchara y el chocolate,
el palo y las cazoletas de barro, la carrera con sacos,…
En definitiva, la algarabía  de una fiesta marinera,
donde las  mujeres  y los hombres  del mar,
reían a la vida sin temor: libres, puros, casi desnudos…
Por la tarde, nos montábamos en  «Lobito», y navegábamos
con los demás barcos  detrás de la Virgen del Carmen.
¡Dios mío!, anhelo como Marcel Proust, buscar un tiempo perdido,
donde el mar se pintaba   siempre de azul, azul, azul….
Y los ojos se  inundaban a rebozar de  alegría y de esperanza.
Un tiempo donde los niños deseaban ser niños para siempre,
donde no se contaban las horas, y donde vivir significaba jugar…
    Yo vivía en un pueblo al pie de  una montaña del Atlas…

 

      Manuel  Castillo  Sempere
                                                    Ceuta, 10 agosto 2002  
         

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                                                               ¡MI PARDALET...(*)



   Mi Yaya, al asomarse en el limite del patio, al borde de las piedrecitas de la ramblilla, exclamaba: ¡pardalet, pardalet, vine per a ací…! Y yo, su pardalet, a veces, atendía su llamada, una vez anunciada mí despedida a los gorriones del huerto de María  Vera, y a la lagartija que todas las tardes cruzaba su muro blanco. Más tarde, con el mismo animo, giraba la cabeza a las pequeñas hormigas que procesionaban  debajo del rosal, y a los indolentes gatos amarillos y pardos del tejado de los Boguitas; y ya, a saltos, como una centella, corría a sus brazos  prisionero de sus palabras: ¡Pardalet, mi pardalet!...


 Cádiz, a 6 de  diciembre  de 2.006

                                                            Manuel  Castillo  Sempere



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(*)Mi pardaletet: Mi pajarillo

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                                            Capítulo I

                 NOS VAMOS DEL PATIO, ADIÓS A LA INFANCIA…

 

    Hacía tiempo que mi padre  anunció la posibilidad  de llevarnos a vivir  al barrio de la Puntilla,  en las viviendas que la Junta del Puerto tenía para sus trabajadores. Así, que un día vino diciendo que un  compañero suyo se jubilaba y quizás cuando se marchara a su pueblo nos podían conceder su casa.  Y así fue, el Sr. Canuto  se jubiló  y se marchó a su pueblo, y a mi padre le concedieron la casa que hasta ahora habitaba este buen hombre. A mi  madre, y a la mayor parte de nosotros, no  nos   gustaba   la idea de abandonar el patio, estábamos tan identificados con él, que nos parecía imposible  poder vivir fuera de su protección.
   Y llegó el día señalado, mientras mis padres recogían las últimas pertenencias, yo me subí  al muro blanco del huerto de Maria Vera, para sentir  quizás  por última vez, el olor que la primavera había traído a las rosas que como siempre sobresalían  sobre aquel muro. Los gorriones, también, como solían  hacer,  entraban y salían de un árbol a otro en un bullanguero juego sin fin. La paz era inmensa, yo diría sobrenatural, cerré los ojos un momento y al abrirlos, allá en lo más alto,  como cristales de azabache, las golondrinas  giraban y giraban  entremezclándose con alguna nube despistada. Un rato después, escuché el chirrido de la garrucha del pozo y al mirar: alguien, sin saberlo, sacaba en un cubo de zinc un trozo de cielo azul… Mi última mirada fue para los gatos   taciturnos de los tejados amarillos y rojizos del patio de los “Boguitas”.
    Mientras tanto los vecinos, sobre todo las mujeres, se abrazaban y lloraban junto a mi madre, sin que aquello pareciera que pudiera  acabarse nunca. Cuando ya parecía que se había llegado al final  de las despedidas, alguna vecina, ya fuera África e Isabelita primero o Josefina y María «Machanga» después,  el caso es,  que le recordaban  algunos de los innumerables  momentos de felicidad que habían vivido entre ellas; y   al instante, como un torrente,  la emoción    se desbordaba de nuevo sin que nadie pudiera impedirlo.
   Por fin, mi padre, impacientándose pero comprendiendo la situación dijo:
 -¡Fina, vamos, quizás volvamos algún  día!
    Mi madre, entre besos y lágrimas se despidió de sus vecinas, comprendiendo en su interior, que jamás volvería a vivir de nuevo  en nuestro patio;  mi padre la cogió  por el hombro y se la llevo ramblilla abajo. Yo, volviendo la cabeza,   les  grité el último adiós con toda la fuerza de mi corazón…Camino de la Puntilla, camino de la  nueva casa   en donde iba a vivir en   los próximos años, intuí de manera sorprendente, que aquello no era solamente un cambio de lugar, sino que algo muy importante en nuestras vidas iba inevitablemente  a cambiar para siempre. Comprendí que se estaba  acabando el tiempo de soñar donde   las horas no tienen tiempo ¡Dios mío!, adiviné, que quizás vivir y jugar no fueran el mismo verbo. Y así, sin saberse muy bien por qué, mi infancia se fue quedando  olvidada  definitivamente,  entre la fragancia de los eternos jazmines blancos que cubrían mi puerta…

 

    Cádiz, a 10 de  diciembre  de 2.006

                                                            Manuel  Castillo  Sempere

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                                                         Capítulo II

                      
                               

                              LA TIENDA DE MANUELA «LA VALENCIANA»

       A mi  patio se llegaba, dejando el «Puente  Almina», y justo  al empezar la calle de la «Muralla» y la bajada al «Muelle  Comercio», donde los pescadores tenían atracadas las “traiñas” y las “marrajeras” con que cada día se hacían a la mar.  En una pequeña plazoleta que  formaban los vetustos edificios, se hallaban: la tienda  del «Barato» en una esquina de la manzana de la calle Espíritu Santo; y en la otra, Casa Parres y la pequeña tiendecita de «indios»(1) del Tele; enfrente, la antigua construcción del que fuera sucursal del  Hotel Mayestic, en el cual en su fachada principal se dibujaba un viejo cartel del «Auxilio Social» y las banderas y letreros de los Consulados extranjeros. Desde la azotea de este hotel, mi madre me ha contado en  muchas ocasiones, que con sólo seis años y recién llegada de Santa Pola, escuchaba los tañidos de la campana de la pequeña capilla del Asilo; y a la tarde, observaba como los ancianos y las monjas que estaban  dedicadas a su cuido, daban sus paseos en el patio interior al calorcillo de sol del invierno. Años  después, quién le iba a decir a ella, que su vida y la de su familia transcurrirían muy cerca de este Asilo, ya convertido en Escuela Pública.    
    Dejando atrás la plazoleta, a continuación se subía por la empinada calle-antigua de Sagasta- que daba hasta la calle Jáudenes, que sin embargo, nunca supe dónde se hallaba-, ya que para nosotros, siempre fue la calle «Larga»-. A un lado de aquélla, se situaba el Bar el Estrecho, siempre repleto de hombres del mar; y un poco más arriba el ultramarino de Manuela la «Valenciana», donde un anuncio metalizado del “Bebé Holandés” presidía el mostrador de madera. Mi madre siempre me mandaba a esta tienda, a comprar todos los ingredientes de las comidas y demás cosas necesarias para poder vivir decentemente. Este ultramarino presentaba siempre un  ajetreo de mujeres que iban y venían haciendo sus recados, y a la vez una continua charla de ellas, con Manuela y su sobrino Andrebé, mientras estos liaban  los productos a granel en unos perfectos paquetes de papel de estraza. Yo me quedaba  absorto contemplando todo este bullicio, sin acordarme de hacer mi pedido, hasta  que  la voz de Manuela, tronaba por encima de las demás y  me sacaba inmediatamente de mi aturdimiento:
    -«¡Xiquet!, què vol   ta  mare?»(2)
    Todavía, antes de recoger los paquetes, aún  tenía tiempo de mirar  al otro lado de la tienda, donde en otro mostrador más pequeño Andrebé, servía unas «chatos» de vino a las diferentes tertulias de hombres que se iban sucediendo, una tras otra,  a partir del mediodía hasta la hora de almorzar. Cada palabra se acompañaba con un sorbo de vino tinto y con una chupada de tabaco de picadura. Cada vez que hablaban  algunas de aquellas personas, era   para mí, como si sentenciaran la verdad más  absoluta. Aquellos trabajadores  sencillos, eran  en realidad la esencia del pueblo, lo más puro. Lo que quedará para siempre después del paso de los años…. Entre esos hombres curtidos por la vida, siempre se me viene a la memoria a Rafael Gaona, patrón de la lancha de Prácticos y antiguo socialista, que tuvo que  aprender a  vivir en la resignación de aquellos momentos donde la palabra libertad sólo existía en los diccionarios…

       En Cádiz, Septiembre 2.007   
                                                                                                    
                                                  Manuel Castillo Sempere


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(1) ¡Niño!, ¿qué  quiere tu madre?   
(2) En Ceuta a las tiendas de los hindúes, siempre se le ha llamado de indios.


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                                                                Capítulo III

               EL CALLEJÓN Y LA PLAZOLETA DEL ASILO. LA RAMBLILLA.

                    
    Desde  la esquina de la tienda de Manuela “la Valenciana”, girando a la derecha, comenzaba la calle Sánchez Navarro-antigua Misericordia-. Una calle  larga y estrecha, que daba acceso a un laberinto de otras calles  y patios interiores. Dejando  atrás el muro del  patio del colegio, nos encontrábamos con el corazón de aquellas callejuelas: «el Callejón y  la Plazoleta del Asilo». Este edificio había sido un antiguo convento, luego reconvertido en asilo-de ahí su nombre popular-,  y luego en escuela pública. Entrando en el callejón, había un primer patio somnoliento que cubría  una parra de pared a pared, y en  donde nada más atravesar dos desvencijada puertas de madera claveteadas de gruesos clavos, vivían: en un lado, Sebastiana y Adolfo? Arrabal, Chana y el hijo de éstos, Pepe Arrabal (1); al otro lado, María Luz y Ramón“Chico” (2), un sobrino de Luis Pérez,”el Platero”. Más arriba hacia el final, habitaba  una familia de pescadores que eran conocidos por los “Boguitas”. Siempre consideré en mi mitología infantil, a estos pescadores y a otros  que también vivían cerca, como los Aros, en auténticos héroes, cuando por las mañanas los veía   venir por el callejón, con los pantalones remangados, los pies descalzos y al brazo un cubo de pescado para el almuerzo del día. ¡Benditos pescadores! Siempre tan  cerca de lo inalcanzable…    Hacia el final había un pequeño huerto con árboles frutales, donde vivía Catalina (3), una anciana  pequeña y pizpireta, que a veces iba a sentarse en el escalón de la puerta de  la “Mulera”,  para ver pasar al mundo…  
    Un portalón enorme con el numero 12 en lo alto, daba acceso a mi patio. Antes de entrar, se formaba una pequeña placita que daba a la vivienda   de Luis Pérez, el nombrado platero y al hermoso huerto de María Vera, su mujer. Una vez dentro,  la primera parte de éste, la llamábamos la ramblilla: estaba toda empedrada de pequeñas piedras redondeadas, donde una pequeña  yerba verde crecía entre ellas. En el lado izquierdo un muro blanco-con dos ventanitas de las casas del otro patio-, subía hasta la casa de los Vallejos; en el otro lado, otro muro más alto y pintado  también de cal, se alargaba hasta los escalones de la  esquina de Ángela. Y hacia la medianía  de este muro blanco como la espuma, los rosales, con sus rosas extendidas, se asomaban   desde  el huerto de Maria Vera, como queriendo  con la fragancia de sus pétalos embriagar a nuestra humilde existencia. ¡Inocencia y pureza, con sólo cal, y rosas desojadas del rosal del huerto de Maria Vera! ¡Fragancias y sueños adolescentes, sin límites, infinitos…! ¡Bienaventurados los que habitábamos  aquel lugar!, porque  nuestras almas  han quedado prendidas, desde entonces, del sentimiento profundo de la vida  y como consecuencia de ello, del   deseo irrefrenable de sentir su belleza palpitar en nuestros corazones…¡Poesía de cal, de piedra y de rosas, y Dios de azul en el cielo alto, junto a las nubes… que no deseamos ser más de lo que fuimos, compañeros del dolor y de la risa, amigos del día a día, y solidarios de nuestras tristezas y nuestras alegrías, únicamente anhelos abiertos a  la esperanza, como  lagartos tendidos al sol…!  
     En la zona baja de la ramblilla las piedras se habían ido  perdiendo, y poco a poco había quedado la tierra desnuda. Allí, los niños jugábamos a las bolas; bien al «Gua»(4) intentándolas meter en un agujero hecho en la tierra; o bien, colocándolas junto a las «perras chicas y gordas»(6) en un triangulo que denominábamos: «Cribi»(5). El secreto consistía apretar las bolas contra los dedos, y lanzarla fuerte para golpear las bolas de los demás. El que  acertara  a  golpear más veces ganaba la partida, y como si hubiera logrado el mayor de los tesoros,  se llevaba todas las bolas y las «perras» colocadas en el «Cribi». Había niños que parecían que habían nacido para esto. Los más humildes, los que siempre estaban en la calle, eran sin lugar a dudas los mejores, siempre destacaban en todos los juegos. Eran los más temerarios y los más valientes. Yo, les admiraba, y en lo más profundo de mi alma, hubiera querido ser como ellos: ¡Libres para cruzar la niñez soñando….!
     A veces, los mayores-sobre todo Jesús y Cayetano Fortes-cuando  pasaban por allí, gritaban: ¡Zaragata!(7), cogían las «perras» y las bolas del «Cribi», y se marchaban apresurados, ramblilla arriba. Los niños estupefactos, nos mirábamos asombrados. A continuación pasado el asombro, corríamos tras ellos insultándolos hasta desgañitarnos; luego, entre risas nos las tiraban lejos de nosotros, para así, de esta forma, hacernos rabiar más……

    
    En  Cádiz, 14 de Octubre de 2.006

                                                                                 Manuel  Castillo  Sempere

Aclaraciones

(1) Pepe Arrabal,  murió en soledad en Francia. Chana tuvo la valentía de traer sus restos al Campo Santo de “Santa Catalina”.

(2) María Luz y “Chico”, se conocieron entre las esquinas del «Callejón del Asilo»,  y un día a la luz trémula de una luna de mayo se besaron…Y se enamoraron para siempre…

(3) Catalina, era madre de África Viso, vecina de nuestro patio, y protagonista de uno de los capítulos.
 
(4) Gua: Agujero aproximado de cuatro dedos,  hecho en la tierra con el fin de que las bolas-canica-, pudiesen colarse en él.

 (5)  Perra Chica: 5  Céntimos.    Perra Gorda: 10  Céntimos

 (6) Cribi: Triangulo donde se colocaban las bolas y las monedas de “Perra Gorda y Chica”.
 (7) Zaragata: Palabra que se empleaba para  coger las monedas y las bolas y salir    corriendo con ellas; su        intención era hacer rabiar a la chiquillería, normalmente se devolvía después de   de un rato de        incertidumbre.     

                               

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                                                                   Capítulo IV                  

                                                         EL  PATIO

  La  ramblilla hacia una subida hasta llegar a unos escalones amplios   que  corrían a  todo lo ancho de ésta. Una vez arriba, comenzaba verdaderamente lo que era el patio de vecinos. A la izquierda  se situaba la casa de los Vallejos (1), a la derecha  la de Ángela y el chache Sebastián;  enfrente, la casa de María y el chache José; y la   de “el Gorrión” e Isabelita (2); se giraba a la izquierda, y nos encontrábamos  con la casa de los Gaonas (3); junto a ella, a la derecha, mi casa.  A continuación, unas escaleras que daban acceso al patio de “Arriba”, dividían mi casa en dos partes: a un lado, la cocina, el patinillo y el retrete; a otro lado, el comedor  y los dormitorios. El patio de “Arriba”, se había construido años después del nuestro, por eso, al ser más nuevo daba la impresión de ser más señorial. Al principio, en un rellano, estaba  la casa de Dorotea  y de Paco Tenorio y Olimpia (4); después subiendo unos peldaños a mano derecha, la casa de África Viso y Miguel Campaña (5); junto a ella, la casa de Pepa  la “Mana”(6);  en el otro lado, a mano izquierda, la casa de Vitoria y Rafael(7);  y por último la casa de Pepa Blanca y Antonio.
    Todas las familias tenían, como era natural, su vida propia, pero no obstante, existía una convivencia que era común a todas. Se percibía como un sentimiento solidario  que traspasaba  a todos  los vecinos, como algo que hiciera, que de manera instintiva, se ayudaran mutuamente en los quehaceres diarios. Era algo así, como una impronta, como una condición humana, que daba a las personas que habitaban aquel patio, una capacidad y una habilidad especial para poner en practica una  generosidad natural, que en definitiva nos hacia sentir más  cercanos unos de otros.
    Este patio era mi alma. Toda mi vida  ha sido  un continuo viaje para encontrar este lugar, donde un día quedó olvidada mi niñez. Como Ulises, he buscado desesperadamente  una Ítaca, que sólo estaba en mis sueños…El final, como un acertijo, se encontraba ya  escondido en el principio. ¡Dios mío! Cuando un niño abre por primera vez los ojos, queda ya para siempre prisionero de esos primeros recuerdos……
    Puedo contar tantas cosas… Puedo contar, por ejemplo, como las mujeres lavaban la ropa en aquellos lebrillos  enormes, donde a continuación colocaban las tablas de lavar, y luego restregaban  las ropas: ¡azulejo, almidón y jabón!,  hasta dejarlas  listas para colgarlas en los tendederos. Para los niños, cuando tendían las sabanas, era una fiesta, nos pasábamos toda la mañana, perdiéndonos y encontrándonos entre ellas a modo de laberinto sutil e improvisado.
    Puedo recordar, los fuertes colores de los claveles y los geranios, colgados de las  macetas en las paredes blancas de cal. El celindo de Ángela, con sus olorosas flores de nacar, que mi tía Tere, al pasar, las robaba a hurtadillas y se las prendía en su largo pelo negro.  Y sobre todo, al jazmín que cubría de lado a lado  toda mi puerta. Por las mañanas, cuando mi madre nos levantaba para ir al colegio, y al rato nos llamaba para desayunar, al cruzar para ir  a la cocina, el suelo  estaba todo sembrado de los jazmines que se habían ido cayendo  aquella noche.  Aquellos jazmines son los primeros recuerdos que tengo de la belleza. Jazmines blancos  y puros como el alma de los niños. Jazmines llenos de aroma, para que mi hermana los hilvanara  en una guirnalda, y se la ciñera en su pelo negro, soñando ser una princesa  de cuento de hadas…Jazmines de nostalgia preñados de sentimientos…Jazmines inalcanzables para los poderosos, porque ellos, han  olvidado los sueños; pero jazmines nacidos para nosotros, los simples, porque, en verdad,  los sueños siempre serán nuestro consuelo…
    También se me viene a la memoria, el momento mágico del atardecer: cuando después de venir de la carbonería cargado con el cisco y el picón para los braceros, las mujeres se reunían, calentaban café, y una vez contados los acontecimientos y chismorreos del día, se aprestaban completamente absortas, a escuchar en la radio el serial de la tarde…
    Puedo recordar, que aquel patio era la vida misma, desnuda, dura y cálida a la vez. La  pasión se mezclaba a veces con la generosidad, con la caricia; para más tarde copiarse  de rudeza, de desaliento.   Ora se querían, ora se regañaban. Unas veces se criticaban, otras se bendecían. En algunos momentos semejaban gallos de peleas irreconciliables, para  a continuación en otros sin embargo, la ternura brotaba tan fuerte  de sus corazones, que todo volvía a ser como antes… Aquel patio tenía vida propia, y sus personajes como actores de un teatro  imposible, traducían el papel que el azar les entregaba…
    Puedo contar tantas cosas de aquel patio

      Cádiz, a  29 Octubre de 2.006

                                                                   Manuel  Castillo  Sempere                                                                                              
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(1) Juan y África tenían cinco hijos: Conchi, Dori, Juan Antonio, Africoli y Manolito
(2) Sebastián  e Isabelita tuvieron dos hijos; Francisco José y Juan Jesús.
(3) Rafael y Josefina consiguieron sacar adelante  once hijos: Pepillo, Rafael, Manolillo, Emilio, Alfonso, Antonio, Luis, Maruchi, Jesús, Federico y Joaquín.
(4)  PacoTenorio y Olimpia, Tenían tres niños:Miguel, Carmelo y Francisco?
(5) Miguel Campaña, “Gar Gable” y África Viso, tuvieron  a Luisa, una niña preciosa.
(6) Pepa la Mana, era alicantina, de Santa Pola, estaba casada con Mariano, patrón de Cabotaje.  Tenían dos       niños: Vicentina y Marianito.
(7) Vitoria y Rafael, tenían  tres niños: Pacote, Herminichi, y Manolito.
      Pepa Blanca y Antonio, no tuvieron hijos. 

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MARIBEL, DIOS NO QUISO

 

    Dios no quiso que aquella niña naciera con el don de la inteligencia. Dios no lo quiso….Sin embargo, Maribel nunca estuvo falta de otro don, si cabe más preciado que el anterior. El don de la inocencia… Sí, Maribel era un ser adorable, libre para correr la empinada calle Obispo Barragán de abajo a arriba y  otras calles del barrio cada vez que se le antojaba. Yo, aún niño como ella, sabía que Maribel no era como nosotros, que algo de su inteligencia se había extraviado en el lecho insondable donde se otorgan estas capacidades. No obstante, percibía que ella se había adueñado de una libertad que  ni de lejos  estaba al alcance de mi mano. Y yo en mi ignorancia y en mi aún pocas luces, percibía aquellas circunstancias como una balanza en la que en un  platillo se depositará la inocencia  y en el otro, para contrarestar se añadiera la libertad. Y en estos dos platillos de la romana, una vez arriba uno y otra vez otro, se iba tejiendo y destejiendo mis elucubraciones acerca de la naturaleza de esta chichilla.
    Sí, Maribel, como decía antes yo te he visto deambular por nuestro callejones, y te recuerdo  sentada en tu pequeña silla de nea a la puerta de Rosi, esperando aquella sandía roja que tanto te gustaba; y también he oído  el grito tus palabras indescifrables a tus amigos del otro lado del entendimiento; yo nunca entendí ese vocabulario ni tampoco adivine a quien iban dirigidas; pero ahora desde la distancia y el tiempo transcurrido quizás pueda entender que tu mundo se encontraba en la otra orilla, y el camino cárdeno que sube  a la montañas de tus pensamientos se hallaba inaccesible para los poseídos de inteligencia a granel.
    Sólo los sencillos de corazón, los humildes o los poetas, tienen la facultad para entrar en el mundo onírico de tu alma; sólo ellos y no los poderosos están habilitados para disfrutar de un mundo sin odio y sin dolor. Los demás, nosotros, los que pensamos que el mundo es nuestro y no hacemos nada para mitigar el dolor del prójimo,  nunca sentiremos ese mundo lleno de vida donde la corriente  fluye clara cantando de piedra en piedra su enorme estrofa de agua. Nosotros estamos vedados y hemos sido expulsados por segunda vez del paraíso… No tenemos caminos y no llegaremos, por tanto, a ninguna parte; en estos momentos de zozobra, quizás  la única esperanza  es copiar tu indiferencia, tu desapego  a lo mundano y a las riquezas efímeras que a la postre sólo conducen al descontento y al malestar de tu conciencia.
     ¡Oh, Maribel, Dios no quiso poseerte con el don de la inteligencia… Sin embargo, nosotros, aquellos que te retiramos el pan y la sal, te pedimos ahora, que allá donde habite tu alma viajera,  sigas siendo aquella niña libre, indiferente a las tristezas de este mundo. Sigue, Maribel, siendo libre, porque tu libertad también nos hace libre a los demás...!

     En Cádiz,  7-20h.  29 de diciembre de 2008.    

                                                                      Manuel  Castillo Sempere

 

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PEPITO



   Mi primo Pepito, era sin lugar a dudas el niño más travieso del Barrio. Vivía al final de mi calle- Sánchez Navarro- junto al ayuntamiento y la Plaza de Afrecha. Se contaban mil y una historias de él. Yo había crecido oyendo contar todas sus travesuras. Todo el mundo las contaba y siempre le añadían algo  a cada nuevo relato. Mi madre contaba  que una vez en el parque de San Amaro, se peleo con los monos  que estaban en una jaula, y estos le arrancaron los tirabuzones que los niños solían llevar entonces. Su Madre, mi Tía Paquita, casi se muere del disgusto. A mi me quería mucho, porque le hacía gracia, que yo llevara una camiseta del Atletic de Bilbao, y dijera que era Zarra, el ariete  del equipo. Yo siempre lo admiré, y era para mí  como una suerte de  héroe que  estuviera por encima de las reglas que debiéramos todos acatar.
  Pepito, no se ajustaba a las reglas omnipresentes de nuestra  familia, que hacían que   obligatoriamente tuvieras que   estudiar. Todos los primos sabíamos tácitamente que fuera del estudio, solo existía el olvido y la falta de reconocimiento. Pero no obstante, mi primo  era la excepción. Había conseguido escapar a esta regla, y vivía felizmente a sus anchas, sin ningún tipo de perjuicio.
   Unos de aquellos días en que su mente no ideaba nada bueno, se le ocurrió subir al Patio, y tirar un petardo gordo en la casa de Ángela. ¡¡¡BOOM!!! Aquello retumbo en toda la casa  de esta buena mujer, como si hubiera caído una bomba. Al momento, salio Ángela despavorida con los brazos en alto y  echando mil maldiciones al causante de aquel atropello.-Ángela, se las pintaba y era una autentica experta para eso de echar maldiciones-  Todos los vecinos,-como era la  costumbre cuando pasaba algo- salieron de sus casas asustados preguntando que había sido ese tremendo ruido. Mientras, Ángela, maldecía a diestro y siniestro. ¡Malas puñalás te den! ¡Canallas! ¡Sinvergüenzas!  ¡Qué malas entrañas hay que tener….!  Los vecinos le daban  la razón a Ángela y trataban de calmarla. En medio de aquel tremendo jaleo que se había formado, todo el mundo se preguntaba quien había sido el insensato que había cometido tamaña fechoría. Todos los niños, en esos momentos  estábamos bajo sospecha, y empezábamos a sentir las miradas acusadoras de los mayores, cuando uno de nosotros(*), espontáneamente dijo:
    -Pepito ha salido corriendo Ramblilla abajo.
    Milagrosamente aquellas palabras nos salvo, y nos evito probablemente el calvario que nos aguardaba.
   Ángela, ya tenía a quien dirigir sus maldiciones, que continuaron aún  durante un buen rato. Las mujeres pasado el sobresalto, y  después de acompañar y expresar su enfado a Ángela, se fueron  retirando poco a poco  a sus quehaceres diarios,  murmurando entre diente: ¡este Pepito no tiene arreglo, este Pepito no hace nada bueno¡.  
   Aun ahora, pasado los años,   cuando nos encontramos   y empezamos a charlar de aquellos tiempos pretéritos, yo suelo callarme y dejar que mi primo hable de manera imperturbable -como si de un doctor “Honoris Causa”se tratara -  de todos  aquellos pasajes en los que afortunadamente  a él le toco ser, seguramente,  más libre que los demás … 
                            

Cádiz,   21  Octubre  2.006
                                                                                    

Manuel  Castillo  Sempere

                          ________

 (*)El Tete-mi hermano-, años después, escribiendo este libro, me dijo que fue él…                

 

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LOS GAONA, EL PRIMER ENSAYO

 

  Han pasado los días dolorosos de recordar y llevar flores a los seres queridos. La vida ha de continuar su ciclo inexorable a otros momentos, a otros sentimientos… El año que viene volveremos a llevar otras flores, y volveremos a recordar a los ausentes…
    Tres de la tarde del 11 de noviembre de 1.958, Rafael Gaona, da la señal, ha llegado el momento esperado; todos los instrumentos  musicales, tras un año escondidos en los rincones de la casa, van saliendo a la luz: panderos, sonajas, zambombas,  triángulos… y el bombo. ¡Qué emoción! Los instrumentos se amontonan en la mesa del comedor. A las sonajas les arreglan los platillos; a los panderos les untan ajos  para que las pieles se estiren y  se endurezcan; a unos  los limpian, a otros les dan brillo. A cada uno de ellos, con mimo, como si de un tesoro se tratase, van siendo puestos en condiciones para ser tocados.
   De pronto, como un trueno, se escucha la voz de Rafael Gaona:
                              


                         ♫  Caminando va José, una noche
                              de invierno, por una cañada…
                              Tirando va de un borrico, dónde 
                              va la Virgen, por no poder andar.

                              Llegó a una “posá”,  no le contesto,
                             sigue caminando con mucho dolooor.  
                             Mira que bonita, mira que bonita...♫

 

    Josefina y sus once hijos, entran a coro,  acompañando a Rafael:

♫  Mira que bonita es la Virgen María…
dándoles las gracias a todo el que va,
para ver al Mesias, que en un portalito,
una noche de invierno acostado está.

Sí, sí, sí, será del amor.
Qué, qué, qué lo ponga a sus pies.
Quisiera yo, Niño, darte,
entera mi vida y felicidad…
Para poder yo cantarte
la  Noche de Pascua y de Navidad. ♫
 

    


    Las sonajas se levantan y se golpean contra  la otra mano, estallando en mil sonidos; los panderos se redoblan y se vuelven a redoblar sin cesar. Aquí  suena el triángulo, allí suena la botella de anís  el “Mono”, raspada  con el cuchillo. Todo el aire se carga de sentimiento. Los chiquillos a los primeros compases se han ido agolpando a la entrada de la puerta, mirando, ¡extasiados!,  como esta familia va desgranando los villancicos del nacimiento del Señor. El clímax va en aumento. Todos cantan. Unos tocan los instrumentos, otros baten palmas. Ora  se miran,  ora se ríen…Todos se contagian de la excitación, y se animan entre sí sin cesar.  A un villancico, sigue otro, y luego otro, y así hasta el infinito….¡Qué felicidad, Dios mío! ¡Qué felicidad…tanto, que casi podemos tocarla. El patio se llena de una alegría nueva que lo inunda  todo. Nadie puede escapar a esta señal. Todos sabemos  que vamos a entrar en un tiempo de esperanza. En un tiempo donde, en una noche mágica, quizás podamos sentirnos  más cercanos.
    Rafael, cada vez más rojo por el esfuerzo, levanta la mano, la empuja hacia delante, y vuelve a entonar un nuevo villancico:

                              ♫ La Virgen María va caminando,
                                  va caminando  solita,
                                  y no tiene más compaña
                                  que al niño de la manita.♫
                             ♫ Pero mira como beben
                                 los peces en el río,
                                 pero mira como beben
                                 por ver a Dios nacido. ♫
                               ♫  Beben y beben
                                    y vuelven a beber,
                                    los peces en el río,
                                    por ver a Dios nacer. ♫


    ¡Qué locura, Dios mío! ¡Qué locura! Pero que no paren nunca, que no se rindan jamás,  que sigan cantando hasta la extenuación, hasta que les duela el alma…Que nosotros, los niños de patio, estaremos  para siempre  al pie de su puerta, escuchando hasta el último de sus  villancicos…

           En  Cádiz, 3 de Noviembre 2.006  

                                                                                   Manuel Castillo  Sempere

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AQUELLA  MAÑANA…     

 
 Aquella mañana me había levantado en silencio, como si tuviese algo que desentrañar. Así, que sin saber por qué, me encamine al muro blanco  del huerto de Maria Vera, puse un pie en el hueco que los niños habíamos hecho para poder subirnos a  él, y de un salto me encaramé en lo más alto del muro. Pasaba el tiempo, y allí estaba yo, completamente solo, contemplando el mundo.  Veía el sembrado de  hortalizas y los diferentes árboles frutales que María Vera tenía en su pequeño huerto; pero que a nosotros, nos parecía un enorme bosque encantado dónde podía vivir cualquier ser mitológico. Podía contemplar como una legión de gorriones picoteaban aquí y allá con entera libertad; ora se subían a un árbol, ora se bañaban en un pequeño charco de agua que se había formado junto al pozo blanco de riego. Estaban continuamente en movimientos, y a veces se arremolinaban, levantaban el vuelo por encima de los árboles, y volvían a bajar escondiéndose  entre la maleza como si de un juego se tratase; al rato volvían de nuevo a aparecer  entre una algarabía de trinos, giros, batidas de alas, subidas y bajadas,  que hacían que el huerto se alborozase  como en un continuo carrusel de color y alegría infinita…
   ¡Dios mío! ¡Qué bien se está aquí sintiendo la paz de este lugar!-pensé, olvidándome  incluso de jugar-. Al poco, me puse a horcajadas y reposé mi espalda contra la esquina de la casa de Ángela, mire hacia arriba, y allá en lo más alto, unas nubes blancas, redondas, como montañas, se adivinaban entre trozos de cristal azul prusia, dejándose arrastrar por el vendaval.. Siempre mirábamos desde pequeño a las nubes. Los mayores, nos decían que las nubes llevaban y traían los mensajes  de  las personas queridas que habitaban  lejos;  y que a veces, para entretenernos, nos mandaban figuras  que les recordaran las suyas; o también de animales;  o de cualquier objeto que nosotros pudiéramos, como en un acertijo, adivinar. Pero aquellas nubes no llevaban ningún mensaje, sólo pasaban,  pausadas, obedientes, ensimismadas en un continuo viaje sin retorno.      
   También, casi rozando a las nubes y al mismo cielo azul prusia, se presentían las siluetas de las golondrinas yendo y viniendo, y cruzando el firmamento en todas las direcciones posibles.  ¡Las golondrinas!  ¡Tan unidas a la infancia! Todos los niños del mundo hemos deseado  alguna vez  convertirnos en golondrinas, y volar eternamente por todos los mares y países del mundo…
   Desde aquí, puedo divisar los tejados rojizos del patio de los Boguitas, y el deambular de los gatos; y más abajo el trajín de las mujeres tendiendo las sábanas blancas y almidonadas Todo parece diferente desde esta pequeña altura. Cualquier  vecino que advierte mi presencia, enseguida me saluda, y a la vez me aconseja:
    -Ten cuidado, pequeño, puedes caerte. -Yo, le contesto:
    -Descuide, ya me bajo.
    Al cabo,  pasado un rato, alguien ha debido de avisar  a mi madre  lo peligroso de mi escondite, porque sus gritos,  llamándome,  se escuchan en todo el patio. Yo me escondo contra la pared y hacia dentro del huerto para que no me vea, pero es inútil, mi Yaya, irremediablemente ya me ha descubierto; alza los brazos en un dramático aspaviento, como sólo aquellas mujeres eran capaces de teatralizar, y grita:

    -« Diable de chiquet,  baixà d´ahí dalt  i vine per  ací,  que se´l vaig a dir al teu pare. »(*)

    La Yaya, me arrastra de la mano  hacia mi casa entre un sin fin de improperios en valenciano, yo, en un ataque de rebeldía,  vuelvo la cabeza; y todavía, con la mirada, puedo despedirme y pronunciar en silencio el ultimo adiós a los lugares y a los sentimientos, que despierto, he  casi soñado, a saber: al huerto de Maria Vera, a los gorriones, a los árboles, a las nubes,  al cielo azul prusia, a las golondrinas, a los tejados rojizos de los  «Boguitas», a los gatos, y sobre todo a la paz inalcanzable de esos momentos  pasados…
                                                     

(*) Diablo de niño, baja de ahí, y ven para acá, que se lo voy a decir a tu padre.

 

                  
         En Cádiz, 5  Noviembre 2.005      

 

                                                                             Manuel  Castillo Sempere

 

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                                                                 Capítulo XI

                                                    LA LLAMADA

 

  En aquellos días, cuando las madres necesitaban a sus hijos para que fueran a comprar un litro de aceite, una chispa de canela, o un poco de sal para el almuerzo. Acostumbraban a asomarse  al final del patio, junto a los escalones que daban a la   Ramblilla, y desde allí,  llamaban voz en grito a sus hijos, para que estos dejaran sus juegos e inmediatamente   se dispusieran  a realizar los  recados que se le habían mandado.
   Si nuestras madres, adivinaban que nuestras correrías estaban más lejos  de los aledaños del patio, y el recado era para algo más importante que un simple “mandado”,   entonces se bajaban a la plazoleta del Asilo y desde allí, volvían a intentarlo, si no escuchaban nuestra respuesta, entonces se encaminaban por toda la calle Sánchez Navarro-antigua Misericordia-, hasta la esquina de la casa de mi tía Paquita, junto al descampado del Ayuntamiento y la plaza de África; y allí  volvían a llamar. Y allí sí, allí seguro que pronto encontrarían  respuesta.  Algunas veces no te llegaba la voz  directa de tu madre, pero la “llamada” pasaba de boca en boca por todos los niños del barrio hasta que llegaba al interesado de forma  imperativa: 
    -¡Tu madre, te está buscando!
    Esta frase era suficiente para dejar  tus asuntos y acudir solícito junto a tu madre. Era una forma sencilla y  natural de comunicación verbal. No hacia falta, desde luego, ningún invento moderno para que la “llamada” llegara  a su destinatario; simplemente  el nombre se rebotaba, a modo de eco, en todas las bocas, hasta llegar a su destino final: ¡nosotros!  Era un acuerdo tácito entre dos partes y  que de ninguna de las maneras podía ponerse en tela de juicio o romperse. Si alguna vez tenías la tentación de romper el acuerdo y no acudir a la llamada, tendrías necesariamente que verte más adelante en una situación   bastante embarazosa. Tendrías que explicar  porque no habías acudido cuando se te llamo- no había excusa, siempre nos enterábamos cuando nos buscaban- y por tanto, en que lugar diferente del habitual te encontrabas en ese momento. Cómo se ve, más valía dejar para otro momento la rebeldía de no acudir,  porque las consecuencias podían llegar a ser un tanto dramáticas.
    Algunas madres, además de gritar el nombre de sus hijos con todas sus fuerzas y con la mayor naturalidad del mundo; agregaban  siempre alguna frasecilla graciosa, que a modo de sonsonete repetían constantemente después de  vocear el nombre de sus hijos.
     Vitoria, buena mujer y mejor madre donde las haya, era la que tenía más gracia y la que imprimía mayor carácter a la hora de llamar a sus hijos. Ella, a veces, se llegaba hasta la esquina del Ayuntamiento, y desde allí,  con toda la naturalidad del mundo, gritaba: 
- ¡Manolitooo, me vas a quitar de la vida, quieres venirte ”pa” casa!
    A continuación, volvía a llamarlo con alguna que otra original frasecilla hasta que por fin,  corriendo que se las pelaba, Manolito, acudía a su lado.
  Mi Yaya, tampoco le iba a la saga y en repetidas ocasiones y en valenciano, escuchaba- cual delincuente buscado-,  mi nombre seguido de:
      -¡Gos, gos pacho, vine per ací, si el  teu Pare s´entera d´açò, te va a matar, diable…!  ¡Tot el dia sens fer res..! (*)

En ocasiones, algunas, exageraban un poco la situación y las frases que acompañaban al nombre se teñían de la máxima gravedad:
     -¡Antoñitooo!, ¡que malas entrañas tienes, cuando te coja, te voy a dar una!…
La situación era un poco trágico-cómica, y a veces nos costaba más de un coscorrón, pero ahora desde la distancia y el tiempo transcurrido, no puedo evitar  sonreírme, y apreciar de todo corazón la inocencia, la enorme abnegación,  y el profundo amor  que estas «Madres», sencillas y buenas, nos entregaron en aquellos días  perdidos de nuestra infancia…


________

(*) ¡«Gos, gos pacho», ven para acá, si tu padre se entera de esto, te va a matar, diablo…! ¡Todo el día sin hacer nada…!
                                          

        En Cádiz a  6 de Noviembre de 2.006                       
                                                                                               

                                                                           Manuel Castillo Sempere

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                                                   EL CHORRILLO

 

    En aquel sábado de mayo, cuando salimos del Instituto, - los sábados teníamos solo clase por las mañanas- convenimos camino del patio, que ya no podíamos esperar más,  que la temporada de playa debía comenzar para nosotros esta misma tarde. Así, que una vez que terminamos de comer, rebuscamos los viejos bañadores del año anterior, y al poco, salimos corriendo con toda la infinita ilusión que solo unos niños pueden alcanzar a disfrutar.
    Cruzamos, a toda prisa, Sanchez Navarro. Dejamos atrás el Ayuntamiento, la Catedral, y la casa de los Torres, junto a la muralla, hasta llegar al Puente Nuevo(*); desde allí, ya se divisaba hasta el horizonte el azul intenso del mar, que a veces, por momento
s, desaparecía y se tornaba como un milagro, en un   verde esmeralda, que  hacia que el deseo de zambullirnos en aquel mar, se convirtiera ya, en una verdadera locura…Bajamos las escaleras en un soplo, y por fin: la playa de el Chorrillo.
      Nos quitamos la ropa y corrimos hacia la orilla, metimos los pies en el agua y que impresión, el agua estaba helada.    Pero al momento, como si una fuerza superior nos impulsara, ya estábamos dentro del agua, nadando, buceando, salpicándonos agua, disfrutando en definitiva de aquel primer chapuzón. Al rato, saltamos a la orilla, y corrimos uno detrás del otro, sin rumbo, extrañamente felices, hasta quedar  agotados sobre los guijarros y la arena de pizarra del Chorrillo.
    Según caía la tarde, fueron llegando lo botes  luceros de las traíñas; estos,   atravesaban  el «Foso», y  se varaban  en la playa, en espera  que las traíñas -que  al  no poder  navegar por él , por su calado,  no tenían más remedio que dar  la vuelta a Ceuta, remontado Punta Almina- se fondearan a media mar, pasada la piedra del “Caballa” y el espigón de la “Corriente”. Cuando los  luceros  veían llegar a las traíñas, de nuevo se hacían a la mar, tomaban  los remos  y de pie, inclinados sobre estos, remaban hasta que llegaban a la altura del pesquero, tomaban el cabo y lo amarraban junto al bote cabecero. Una vez terminaba  esta maniobra, se   levaba el rezón del fondo, el  patrón daba  avante, y poco a poco, como en un sueño, el barco se perdía difuminado en el horizonte. Antes de que  definitivamente dejara de verse,  aún   nos llegaba, a veces, el sonido apagado del motor: ¡POUM! ¡POUM! ¡POUM!...
     Todavía extasiados, fuimos  lentamente caminando por la orilla, sin apenas hablarnos. De vez en cuando, recogíamos una piedra plana, y la arrojábamos al mar; está, golpeaba la superficie y se rebotaba una, dos, tres…No sé por qué, pero quizás parte de nuestra alegría se fue también con los pescadores…  Nos paramos a la altura de donde dejamos nuestra ropa, y al ir a recogerla, nos dimos cuenta que había desaparecido la de Juan Antonio. Al momento escuchamos un fuerte silbido, miramos para atrás, y nos quedamos de piedra: Juan Vallejo, el padre de Juan Antonio, se encontraba arriba en la carretera “Nueva”, tenía el brazo levantado y lo agitaba insistentemente como queriendo  mostrar algo; nos fijamos, y efectivamente, no cabía la menor duda: en una mano llevaba unos zapatos; en la otra, en la que movía insistentemente como un trofeo, la ropa de Juan Antonio…
     Estábamos tan aturdidos, que no sabíamos que hacer ni como actuar;  así que al rato, decidimos marcharnos y afrontar las consecuencias de nuestra aventura. Subimos las escaleras del Chorrillo y nos encaminamos al patio medio desnudos; al pasar por la plaza de África, la gente nos miraba con sorpresa al vernos de esa guisa. Cuando por fin asomamos por la ramblilla, ya se había corrido la voz, y todos en el  patio estaban ya   prestos para burlarse de nosotros y hacernos pagar nuestro atrevimiento. Subimos la Ramblilla en silencio, como  corderos que van al matadero... ¡Ya están aquí! ¡Ya suben!   ¡Vienen desnudos! Todos reían. Las carcajadas eran cada vez más atronadoras.  África-la madre de Juan Antonio- y mi madre, nos esperaban con los brazos en jaras, las demás mujeres, a coro con las circunstancias,  no paraban de lanzarnos los mejores improperios de sus variopintos  repertorios: ¡Granujas! ¡Golfos! ¡Pillos! …Juan Vallejo, con la cara medio a enjabonar por el  afeitado, se asomó un momento tras su puerta, y sin poderlo evitar por lo divertido de la situación, esbozó la mejor de sus sonrisas… ¡Qué jaleo! ¡Qué feria!... Y todo por un simple baño. Pero a saber: las tardes de mayo estaban  pensadas para que fueran transcurriendo sin sobresaltos, y al resguardo del indescriptible sosiego de nuestro patio. Pero nosotros, irreverentes, quebrantamos sin saberlo lo acordado por el Cielo...  Y así, de tal modo,  entre chanzas y amenazas acabó nuestro  primer chapuzón de la temporada. Pero  mañana, sería otro día, y ya “inventariamos” algo  en que distraer nuestra atención… Las mujeres, sí, efectivamente, las mujeres habían tenido su tarde… Incluso hoy, pasados tantos años, a poco que me lo proponga, cuando llegan las tardes transparentes y azules de mayo; aun, de nuevo, puedo escuchar con una melancolía infinita, ¡las benditas risas de aquellas mujeres…!  

 

    En Cádiz, 8 de noviembre 2.006   

                                                                                               

                                                                                 Manuel  Castillo  Sempere

 

 

(*) Al puente de Ntra. Sra. de África, le llamábamos el  puente “Nuevo”  en contraposición  al puente Cristo, más antiguo; o  el puente del “Chorrillo” por la cercanía a esta playa.

 

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 LA MOCHILA

 

   Pasado el verano, y ya bien adentrado en el otoño, la fiesta de “Todos los Santos”, constituía la última celebración importante antes  de las fechas navideñas. Era una costumbre generalizada, incluso fuera de Ceuta- en muchos pueblos de Andalucía existen celebraciones parecidas-que al acercarse el mes de noviembre se compre frutos  secos para degustar como postre después de las comidas. Para nosotros, los niños del «patio», ya hacia  días que esperábamos el  uno de noviembre como “agua de mayo”; ya nuestras madres,  habían cogido   un trozo de sabana en desuso, la habían pasado por la maquina de coser, y colocándole una cinta fruncida, nos habían confeccionado una “talega” para meter cualquier fruto  que nos pudiéramos llevar a la boca.
    En  los puestos del «Zoco»(1) de la  «Plaza»(2), los fruteros habían colocado unas grandes espuertas de esparto donde apiladas en montones, a granel, se ofrecían a nuestros asombrados ojos diversos frutos secos como: castañas, nueces, almendras…Así, que cuando nos despertamos por la mañana, como unos anticipados Reyes Magos, encima de las mesa de la cocina  o del comedor, encontrábamos nuestras talegas llenas a rebosar, a saber: naranjas mandarinas, chirimoyas, granadas, manzanas, membrillos; y diversos puñados de castañas, almendras, nueces, avellanas; otro puñado de pasas y pan de higos y alguna que otra piña para intentar abrirla y romper sus piñones…y naranjas dulces. Nerviosos y sin poder contener la alegría, corríamos patio arriba y patio abajo, cantando hasta desgañitarnos:

                                «Mi mochila, mi mochila,
                                 no se le come el gallo ni la gallina,
                                 sino, sólo  mi barriga…»

En todas las calles se canta la misma canción, en cada esquina se rebota la misma canción;  ya, en toda la ciudad, se pregona la misma canción…
Los niños, los jóvenes, y también algunos mayores se han echado a la calle, y por todas partes se encuentran grupos que van a degustar  por todas las plazas y jardines de Ceuta. Por la tarde, los jóvenes y algún que otro vecino, se han armado de valor, y han accedido a nuestra suplicas de llevarnos al parque de San Amaro  y a la ermita de San Antonio.
    Si bien es cierto, que en otros lugares de Andalucía, existe la costumbre de comer frutos secos en este día; no alcanza ni de cerca, la característica tan festiva como ocurre aquí. Para nosotros, el día de la “Mochila”, no es un día más, es verdaderamente  un día grande en nuestro calendario de fiestas populares. Es sin lugar a dudas, un día de fiesta por antonomasia; donde los niños, bueno no solo los niños, también no pocos mayores, disfrutan de un día de campo.
 También, hacia poniente: desde  la “Loma Larga”, hasta los prados, cerros y   barranqueras,  que llegan hasta el monte de la “Tortuga” y el “Mirador” de García Aldabe, de desplazan los romeros de esta romería única e indescifrable. Desde estos lugares, como no puede ser de otro modo, se siente como un soplo suave, la leyenda de piedra de la “Mujer Muerta”.
 A medida que fui creciendo, mi atención se fue desplazando a esta zona más próxima a las estribaciones del Atlas. Me intrigaba saber, que había más allá de estas montañas, tan altas y tan  grises,  que a veces, se confundían con las nubes. Me preguntaba: ¿Existirían otros pueblos? ¿Existirían fuentes  y torrenteras que bajaran hasta los campos, hasta el mar…? ¿Llevarían en sus murmullos de agua, alguna canción antigua de amores adolescentes, de enamorados…? ¿Existirían veredas y caminos que dieran cercanía  y proximidad a las casitas blancas que se divisaban en la distancia?; o acaso, el mundo se acababa  tras el ocaso rojo y morado del sol….
Existían indudablemente otros pueblos, y otras maneras de interpretar la vida, pero sin embargo, yo nací, entre las Murallas Reales y el Puente  Almina,  tengo por tanto,  derecho a ser quien soy, a soñar con mi tierra… y hoy  es 1 de noviembre de 1958, tengo siete años, y  sólo he de cuidar, por tanto: «¡Qué ni el gallo ni la gallina, se coma mi mochila, sino sólo mi barriga…!»    
¡Ah!, la «Mochila», recuerdos que van unidos como una costura de hilo y aguja  al aroma de las    naranjas dulces, de «Cañadú», mis preferidas, las que principiaban los sabores de las frutas de invierno…
En los días del otoño, cuando al azar en un mercado recorro los puestos de frutas, siempre pregunto al frutero:
 ¿Tienen naranjas de «Cañadú»?-ellos, con el ceño arrugado, a su vez, me responden:
    -¿Naranjas de «Cañadú»?- Y yo, les digo:
    -Si, naranjas de «Cañadú», naranjas dulces, naranjas de azucar…
    -¡Ah!, bueno, sí, naranjas, tristes, naranjas tontas… ¡No, no las tengo!, nunca las traigo, la gente no las quiere…
    ¡Naranjas tristes…qué sabrán, qué podrán saber los fruteros de hoy, de aquellas naranjas…! Y yo,  me doy media vuelta e intento preguntar en otro puesto. Pero es inútil, ya no las traen, la gente no las quiere… Y yo, sigo andando, ensimismado, sin atender a lo que me dicen, ausente de sus palabras…A mí no me importa que ya no las traigan, ni que la gente no las quieran; ellas están en mi deseo, y cada vez que la «chamba»(3) haga que pueda llevármelas a la boca, en cada bocado, gajo a gajo, iré recordando las estampas de mi infancia…
    ¡Ah!, las    naranjas dulces, de «Cañadú»…

 

En Cádiz, a las 1415h. de 23 de agosto de 2007 

 


                                                                       Manuel  Castillo  Sempere

 

(1) Zoco, palabra del árabe que significa mercado, bazar. En  Ceuta, se refería  a la  parte baja de la “Plaza”, donde se situaba la venta de las frutas, la artesanía y los puestos en cuesta de los puestos del pescado. 

(2) En Ceuta, en aquellos años, como era costumbre también en otros lugares, cuando las mujeres, con un cesto al brazo, exclamaban: “¡Voy  a la Plaza! “;  no significaba que distraídas se dirigían  a pasear por  cualquier plaza de la ciudad, sino que se sobreentendía   que se estaba  hablando de hacer la compra  en el    “Mercado de Abastos”.

(3) De pequeño, a la suerte, le llamábamos «Chamba».

 

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                                                                Capítulo XIV

                                                   LOS  MELLIZOS

 

     Jesús  y  Federico eran los Benjamines de la familia Gaona, bueno en realidad el más pequeño era Joaquín, pero sin embargo de alguna manera, ellos eran los últimos representantes de una forma determinada de sentir  e interpretar la niñez;  eran los niños que habían nacido en plena posguerra, y como consecuencia de ello, se encontraban prisioneros  entre la escasez  del momento y la esperanza de un futuro mejor. Todo el mundo los conocía por los Mellizos, incluso al nombrarlos de forma individual, en vez de sus nombres de pila, le decían: “Mellizo”, porque así, de esta manera tan asombrosamente sencilla, se evitaba el confundirlos a la hora de ser llamados  para cualquier menester.
 Yo siempre los recuerdo en una continua actividad, de arriba  para abajo, como si les hubiesen  dado cuerda y no pudiesen parar nunca. Por las     mañanas, algunas veces, algunos de ellos, desayunaban en mi casa; después  mi madre le entregaba una talega con  el desayuno de mi padre, para que se lo acercara al muelle. A continuación, el Mellizo-nunca se sabía cual de ellos era- en voz baja pronunciaba: ¡Fina!  Y mi madre, comprendiendo el significado de su nombre, sacaba dos reales del delantal, y se los ponía en la mano.  Cuando  ya se marchaba, y antes de que se perdiera por la ramblilla, mi madre siempre le advertía:
    -Mellizo, no te entretengas, que se va a enfriar el café.
Y el Mellizo asintiendo, apretaba la talega al costado, aligeraba el paso, y le contestaba:
     -Descuida Fina, que por mis muertos, que a Luis, esta mañana, le va a llegar el café caliente.
Se podrían contar tantas cosas de los Mellizos, que haría falta  una lista  interminable, que a modo de cadena, cada eslabón, llevara prendido el recuerdo de una pequeña historia  preñada de ternura y de melancolía…
    Como es natural habían sido monaguillos   de la Iglesia de Nuestra Señora de África; y traían al padre don Bernabé Perpén,  de cabeza con sus continuas travesuras. Un día sí y otro también,  entraban  a hurtadillas en la sacristía, abrían el armario donde estaban   depositadas las «formas»,  para ser consagradas, y sin ningún temor, ni atisbo que le  remordiera las conciencias, con total seriedad y con la más absoluta profesionalidad: ellos, se tomaban un  trago largo de vino y un buen puñados de hostias; dejando a veces, al pobre párroco, en condiciones un tanto comprometidas. En una ocasión,  se excedieron en la medida del vino, y en el momento solemne  de la Consagración, empezaron a tocar las campanitas; y como movidos por una extraña maldición, empezaron  desde ambos lados del altar,  a insultarse y a tocar cada vez con mayor agitación  los  tintineos de los bronces. Quizás porque  el efecto etílico  empezó  a pasarles factura, o por alguna  antigua rencilla entre ellos; el caso es, que  nadie atendía  a  la lectura del cura, sino que ya,  toda la iglesia,  estaba pendiente  de la riña de los monaguillos y de aquel continuo ¡Tin! ¡Tan! de  las campanitas. El cura, lleno de desasosiego, y en un ataque de lucidez, les dio a ambos un buen coscorrón, los  cogió fuertemente     de los brazos,  y   los introdujo  diligentes en la sacristía. Al poco, volvió a salir al altar, se arrodilló, se persignó, y continuó la Santa  Misa dominical, con el mismo fervor de antes, como si nada  hubiese  ocurrido.  
    Nunca estaban ociosos, trabajaban en cualquier oficio decente que les saliera. A saber: botones, panadero, fontanero, pescador, camarero, albañil, etc. Yo, les he visto subir con un borrico, patio arriba, hasta la misma puerta de mi casa, y  repartir el pan aún caliente;  luego  les he visto de porteros en el Casino  Militar; más tarde han salido a la mar,  a la pesca de la melva….En fin,  trabajaban  honestamente en  cualquier oficio que pudieran con ello, ayudar a sostener a una familia de once hermanos.
   ¡Benditos Mellizos! Siempre tan alegres en las dificultades de cada día. Nunca los vi tristes, ni apesadumbrados; todo lo contrario, el buen animo parecía instalado permanentemente en ellos. De entre las imágenes que se me vienen a la memoria, cuando pienso en ellos; recuerdo  la felicidad que desprendían  cuando contaban las peripecias que les acontecían en los  diferentes empleos que alternativamente iban ocupando. Todos los niños les hacíamos corro, y quedábamos  maravillados de todas las experiencias que nos iban relatando. Siempre, salían airosos  de todas las dificultades con las que se tenían  que enfrentar; y nunca por muy adversas que fueran las circunstancias a superar, se asustaban  o retrocedían en su empeño de superarlas. Para nosotros eran dos auténticos hombres. Valientes y audaces ante la vida. Humildes y generosos en sus comportamientos con los demás.
   Ahora, pasados los años,  en agosto, por la Patrona, algún que otro día quedo con Federico, para vernos en la feria. La última vez,  ¡Qué suerte!, Jesús, el otro hermano-emigrante en Barcelona- pasaba unos días  de vacaciones en Ceuta, así que al entrar en la caseta, ¡Sorpresa!, le vi sentado junto a Federico, y de tal manera se parecen que daba la impresión que un espejo reflejara la imagen de uno de ellos. Efectivamente, eran como dos gotas de agua; y curiosamente, ni siquiera el tiempo ni la distancia, han tenido el atrevimiento de irlos esculpiendo de manera diferente. Mellizos«in eternis»-pensé yo-;  y era verdad,  tenían el mismo aspecto de siempre, como si el tiempo no hubiera pasado.  Los dos hermanos, tienen una gracia especial para contar chistes, así que estuvieron  gran parte de la velada disputando uno contra otro, a ver quien era más ocurrente, y quien tenía el mayor repertorio. ¡Asombroso! Qué capacidad para la improvisación y para el buen humor. Estuvimos toda la noche hasta la madrugada,  riéndonos, y disfrutando de todos los recuerdos de aquella Ceuta antigua y única.
¡Mellizos! ¡Mellizos! Siempre vendréis conmigo en mi corazón. Me habéis enseñado mucho. Me habéis enseñado, sobre todo, a sentir y amar mi niñez en compañía vuestra. Estoy, por tanto, para siempre, en deuda con vosotros... 

 

                                          En Cádiz, 11 de noviembre  de 2.006

 

                                                                                Manuel  Castillo Sempere.    

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   EL  INSTITUTO I. PREPARATORIAS

 

    El Instituto, era un edificio de planta rectangular, de tres pisos, situado en un punto estratégico donde confluían: los jardines de  las  «Puertas del Campo» y el llano  de las «Damas»;  la carretera que  bajaba  desde el «Morro»; y por otra parte, la cuesta que  ascendía desde  la «Carretera Nueva»
    Gran parte de la enseñanza de  Preparatoria,  Bachiller y Preuniversitario, se cursaban allí.  La mayoría de los niños y adolescentes de Ceuta  se daban cita  todas las mañanas en las escalinatas de subida al centro. Parecía  como un autentico hormiguero de niños-hormigas provinentes de todas las direcciones. Como una nueva Roma, antorcha de la civilización, los niños de Ceuta nos encaminábamos prisioneros de una orden inexorable, en busca del conocimiento que como un tesoro deseado y deseante se hallaba  albergado en las aulas llenas de anhelo  del Instituto.
   Una vez roto el alba, como hechizados por la palabra, una peregrinación de estudiantes y profesores se hacían al camino: desde el Príncipe, Hadú, el Morro y la Almadraba; y desde el Hacho y   la Ceuta antigua, hasta el Sardinero,  Villa Jovita,  Benítez,  y Benzú, al límite de la frontera. De todos los puntos de Ceuta, de norte a sur, y de este a oeste; de barrio a barrio; de todas las culturas y de todos los credos, se conducían  hasta llegar a las puertas de nuestro Instituto. Era una peregrinación nueva, y había estallado la exaltación del Bachiller  para todas las clases sociales.  Acababa la dictadura  de las «cuatro reglas y saber leer y escribir», y comenzaba el alumbramiento de unas generaciones, que a la postre, acabarían  tomando las riendas de un nuevo país llamado España.
    Mi familia, después de venir de Santa Pola, me mandó al colegio Solís, junto al reñidero de mi Abuelo. Más tarde, cuando aquel niño salvaje y de humor siempre descontento, hubo aprendido algunas nociones de aritmética  y de lenguaje, pasó a las “Escuelas Preparatorias de Ingreso del Instituto”. Las horas largas, infinitas, sin ataduras de la primera infancia llegaban a su fin; el Instituto, en aquellos momentos, para mí, se me antojaba como una cárcel donde estaban a punto de morir mis venerados juegos infantiles. Y así, su imagen,  estuvo dibujándose permanentemente,  en mis sueños del último verano que aún pude disfrutar de ser   totalmente libre y sin ataduras.
    Mi primer maestro fue, D. Francisco Bohórquez, una persona afable y de buen  carácter, que atendía a los más pequeños  recién llegados de las escuelas primarias y todavía vírgenes de conocimientos. De su clase recuerdo una mañana, que uno de los gallos que  deambulaba  libre entre  los matorrales del patio central, se fue acercando lleno de curiosidad hacia  nuestra clase, y una vez que hubo llegado,  miró a un lado y a otro del aula,  y sin saberse por qué, emitió un agudo ”¡ki, ki, ri, kiii!”, que nos dejó a todos sumidos en un sobresalto, para después al unísono, toda la clase se sumó  en una sonora carcajada, que llegó allende  todos los pasillos del Instituto…Este pasaje, sencillo y quizás intrascendente a primera vista; sin embargo, calca a la perfección la naturalidad y la unión profunda que entonces existía con la naturaleza. Tanto es así, que el bueno, de D. Francisco, lejos de sentirse incomodo  por el nuevo alumno, más bien al contrario, con una sonrisa picarona y en un arrebato de autocomplacencia, dijo:
    -Ya veis lo divertida que son mis clases, que hasta los gallos quieren  asistir….
    Y a ciencia cierta que decía la verdad, pues, cuando relataba la Historia Sagrada-tal vez su debilidad-, era tal su  poder de convención, que a todos   nos dejaba con la boca abierta y los ojos tan grandes como platos;  y  sin lugar a dudas,  daba  la impresión en cierto modo, que en vez de  estar en un aula  de Preparatorias,   nos hubiesen transportado por arte de magia a  los butacones del  teatro Cervantes; y allí, olvidados del tiempo de los verbos y de la aritmética,  estuviésemos impertérritos,  asistiendo  a la proyección interminablemente bíblica-nunca mejor dicho-de «Los Diez Mandamientos»…
     Cuando pasados los años, cayo en mis manos, «Santiniketan, Morada de Paz»– el Ashrams de Tagore-, en unos de sus pasajes, leí: que en una clase al aire libre, uno de los pequeños, le advirtió al profesor,  que un pajarillo estaba  cantando  en un árbol próximo; a continuación, el profesor  interrumpió la clase y se aprestaron a escuchar lo que la naturaleza  en ese momento les ofrecía...Yo,  mis compañeros y el bueno de D, Francisco, aquel día, donde el gallo puso su timbre; pudimos experimentar algo parecido a lo que sintieron aquellos niños cuando la naturaleza, exultante, les llenó de gozo con el canto inalcanzable de un pájaro…
    Al curso siguiente, mi padre, me recomendó para pasar a los dominios de D. José  Solera, magnifico maestro, que enseñaba con una pedagogía adelantada a su tiempo en al menos una década. Sí, efectivamente  D. José, estaba adelantado a su tiempo en la dinámica y plasticidad de sus clases, a saber: él, intentaba acompañar sus clases con alguna imagen o algún objeto que estuviese relacionado con sus lecciones diarias. De tal modo, que nos proyectaba películas realizadas por el mismo en sus viajes de vacaciones por la Península. Era una gozada, salíamos en fila de dos en dos-como a el le gustaba, por su carácter metódico y ordenado-y nos dirigíamos al  “Aula-Magna”, dónde como en un cine, D. José, actuando de protagonista, nos enseñaba los principales monumentos de las ciudades que visitaba. Realmente aquello me parecía fascinante, extraordinario, no tenía palabras para expresar el orgullo que sentía de ser su alumno;  sencillamente me hubiera dejado matar por   él.  Nunca golpeó a ninguno de mis compañeros, ni entraba en su método el hacerlo. Él, tenía otra manera de actuar diferente. Su estilo era más sutil, y a veces, a pesar de su bondad, nos acarreaba consecuencias inciertas: simplemente nos escribía los viernes una nota en nuestra libreta, en la que comunicaba textualmente: «Su hijo, esta semana, no ha estudiado lo suficiente».  Como comprenderéis, cómo iba yo a entregar a mi padre,  una nota en la que decía que no había aprovechado el tiempo. Era como una provocación, que yo no estaba  de ninguna de las maneras dispuesto a consentir. Así, que me puse mano a la obra, y por supuesto, calqué una firma de mi padre debajo de la nota. El lunes de mañana, libreta, nota y firma estaban delante de la mirada de D. José; un segundo, dos, tres…una eternidad. Por fin, D. José, levantó la mirada, cruzándola con la mía-mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho-, yo, cerrando los ojos, esperaba con resignación que anunciara mi falsificación, pero él, en un gesto de generosidad, me hizo acercar, y al oído, como un susurro, me dijo:
    -¡Castillo, no lo hagas  más!  
    Nunca supe a ciencia cierta, si se estaba refiriendo a que no   dejara de estudiar; o a que por el contrario no volviera a falsificar más la firma de mi padre. Hoy, obviamente sé, que no se estaba refiriendo a que no dejara de estudiar; sino que comprendía mi situación embarazosa,  y me daba una nueva oportunidad para que enderezara mi situación.
    Desde luego, ya no lo hice más, pero mi hermano, el “Tete”, se encargó de sacarme en alguna que otra ocasión  las castañas del fuego; y así, a modo de remedo de mi padre, imitó la firma de él, cuantas veces hicieron faltas…  Los tiempos  han cambiado, hoy, los padres comprenderían a sus hijos,  y seguramente le instarían a que se esforzaran más. Pero en aquella época, el método tan adelantado y tan pulcro de D. José,   olvidaba que los niños de entonces, preferíamos un coscorrón al momento, que una nota a pie de pagina   de nuestro maestro.«La letra con sangre entra», santo y seña de la pedagogía del momento, todavía  tardaría muchos años en ser apartada de la enseñanza, a pesar de   los desvelos que como D. José, otros maestros intentaban   que quedara en el olvido…
   Otros maestros: D. Matías, D. Juan Morejón y D, José Montero, sólo pude conocerlos de oídas, o de algún día, que se repartían los alumnos cuando por alguna circunstancia   D. José, no podía acudir.  
    Estamos en deuda con  aquellos maestros  de Preparatorias que nos enseñaron los primeros conocimientos, y nos  llevaron a conseguir el primer titulo de la instrucción, a saber: el «Certificado de Aprobado de Ingreso en el Bachiller». Sí, indudablemente, estamos en deuda con vosotros… después vinieron  los profesores, quizás con más conocimientos, pero sin embargo, vosotros atesoráis en vuestro haber,  el ser los  primeros que sembrasteis con vuestra palabra  la tierra incólume de nuestra inteligencia primigenia…
     Y así, con una cuenta de multiplicar, otra de dividir, unas preguntas de historia y leguaje, y un dictado con sólo tres faltas,  entrábamos en la historia….

        En Cádiz,  a 11 de junio de 2007

            1.                                                        Manuel  Castillo  Sempere

 

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 HOLLYWOOD

 

     En aquellos años en que el país iba saliendo de la posguerra, el cine americano se antojaba como la panacea a las necesidades  e  incertidumbres   de cada día. ¡Hollywood es la Meca del cine!,  se decía siempre…Y Hollywood, significaba: una caja mágica donde cabían todas las ilusiones que cualquier ser humano, por  humilde que fuese,  pudiera tener. Efectivamente,  Hollywood, era: las películas de vaqueros  y  Gary Cooper, el sheriff de “Solo ante el Peligro”; el Rey Arturo y  los Caballeros  de la Tabla Redonda; Ava Gardner, la criatura más  hermosa  de la creación; las increíbles situaciones de los  Hermanos Marx; Marlon  Brando y el   hampa de los muelles en “La ley del silencio”; las películas de Romanos; el humor de Cantinflas y Charlot; Jhon Wayne y su caminar de lado a lado; “Vidas rebeldes” y  la sensualidad a manos llenas de Marilyn Monroe; el espectáculo sin limites de “Lo que el viento se llevo”; la sencillez y la ternura de “Qué bello es vivir”; el mundo de Disney……y sobre todo la naturaleza indomable de Vivian Leigh y Liz Taylor. ¡Dios mío!,  Hollywood, era  tantas cosas… que en definitiva, era la fábrica donde se tejían uno a uno, todos nuestros sueños…
    Y entre los vecinos del patio, había una pareja, que en cierta manera-a mí siempre me lo pareció-tenían una apariencia «hollywoodiense»; yo diría, que mostraban un cierto sabor   al celuloide americano. Y sin lugar a dudas, esa pareja, era la formada por África Viso y Miguel Campaña. Ella, África, tenía un cierto  aire a Katherine Hepburn; y él, Miguel, era la copia exacta de Clark Gable.
  África y Miguel vivían en el «Patio de Arriba», con su única hija Luisita, una niña de miel, de ensueño; apenas un pequeño  brote;  pero quizás su alma, como un suave soplo  de vida nueva, ya se anunciaba como se anuncian las primeras  flores de los almendros: blancas  y  hermosas, aun, antes que la primavera llegue temprana a sus ramas de nieve. Luisita, siempre se desvivía contando, ¡con los ojos llenos de emoción!, los lugares tan lejanos y exóticos donde  solía arribar el buque  donde estaba embarcado su padre.
    África,    trabajó hasta su jubilación en el  Ayuntamiento. Era una mujer valiente de fuerte carácter que no se arredraba ante nada Y Miguel, era un autentico aventurero del mar, y de en cuando en cuando, se enrolaba en algún mercante atracado a los muelles del puerto de  Ceuta, para seguidamente comenzar su nuevo  periplo navegando por los siete mares. Pasado el tiempo, cansado de lo lejano, regresaba  al patio otra temporada; con los ojos infinitamente llenos de mar, y con la prestancia y la elegancia de un actor de cine.
 Miguel, sabía hacer cualquier trabajo artesanal. Sentado  a la puerta de su casa, realizaba  con cabos de cáñamo laboriosos nudos marineros; así  como  defensas para proteger de los golpes  a los buques cuando éstos atracan en los muelles. En cierta ocasión que retrasó más su embarque, construyó-con la sabiduría de un galafate-un bote de remos para salir a pescar. Cada día,  muchos vecinos, iban a echar un ratito con él y preguntarle cómo iba la obra; Miguel, sin dejar de hacer su trabajo, sin apenas inmutarse, respondía:
    -¡Va marchando, va marchando! 
  Yo, todavía les recuerdo, como algunas tardes bajaban  por los escalones  de delante de mi puerta, con el señorío y el orgullo de quienes van camino de la gloria. África, siempre llevaba,  con la fuerza de una promesa,  los ojos pintados de negro y   los labios  de rojo carmín; Miguel, con la aristocracia  de  un perfecto galán de cine, la llevaba  del brazo con la elegancia y distinción que requería el momento. Sí, «Of. coorse» que dirían los ingleses, África y Miguel, representaban a la perfección su papel de actores en el mejor de los decorados posibles, a saber: en los escenarios de la  vida misma, y en la realidad inabarcable de aquel patio…
        Mi madre me contó muchas veces, que ellos eran verdaderos artistas bailando; y que les gustaba de presentarse  a  los concurso de los bailes que se organizaban en las fiestas populares  de entonces.  Y en una de aquellas ocasiones, llegaron a la final, compitiendo con  Arbona “el fotógrafo” y su mujer, otras de las parejas que también  gustaba de aquellos lances… ¡Qué sueños!, ¡Qué ilusiones!, se os llenarían vuestros corazones girando en la pista ante las miradas de todos. Ahora, podéis  continuar bailando sin limite, sin tiempo; la orquesta tocará para vosotros todo el tiempo que lo deseéis. No os preocupéis, nadie tiene prisa, la orquesta esta tocando expresamente para vosotros, y sólo tenéis que abrazaros, mover los pies con elegancia, y girar y girar hasta alcanzar las nubes; más tarde cuando la noche encienda las constelaciones, la orquesta comenzará un emocionado pasodoble; y al instante, sin poderlo evitar, iréis a su ritmo, marcando su compás, de estrella en estrella, camino de Dios….       

 

     En  Cádiz,  a las 12-25 del 3 de febrero de 2.007

 

                                                           Manuel Castillo Sempere

                                                                                          

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LOS  INOCENTES

 

Torón, ha ido haciendo los recados pertinentes entre el Mercado de Abastos -la «Plaza»-, y el muelle Comercio. Ha estado toda la mañana en un continuo ajetreo llevando encargos   de un lado para otro para ganarse un jornal. Dicen, algunos, que trabajaba  en el  Ayuntamiento, pero  que la bebida le hizo perder el empleo… Otros afirman que sabe de números y de aritmética, y que algunos pescadores al partir, le llaman para que les ayude en las cuentas…
   Tras recado y recado, Torón, ha ido «achicando» un vaso de vino en el Resbaladero, otro en la Fuentecilla, quizás alguno en el Campanero Chico, tal vez  alguien le haya convidado en Macarios… acaso, ya ocurra, lo de todos los días: un pase, dos pases, tres pases… la chaquetilla es la mejor de las muletas, los coches el mejor de los miuras.
    -«¡Y es verdad ahí…! ¡Y hasta el puño no más!» -exclama Torón, con los ojos ensangrentados y la mueca en los labios, como los toreros de raza.
     Y más pases, y más toros… La calle de la Muralla, como en un ruedo improvisado asiste al espectáculo. Los transeúntes aplauden, ríen, gritan, vociferan…Torón, como el mejor de los maestros acaba su faena y se pierde, entre ¡vítores!, por  los bares de pescadores  de la calle Mártires, frente al  Puente Almina…
   Ha habido otros inocentes en Ceuta, que han soñado nuestros mismos sueños y están a la espera que le revindiquemos su memoria. Así, están a la espera: «Carlitos Gardel», que cantaba tangos en cualquier esquina esperando el aplauso generoso del público. «El Pistolas», tan asiduo de la plaza y la iglesia de África, al  que no se le podía nombrar por su apodo, porque ¡Maldita sea!, te perseguía para darte un coscorrón,  aunque estuviera llevando la Santa Cruz de un  procesión de Semana Santa.
   Cierto día,  enterada una buena mujer, de que a su hijo le había golpeado el Pistola, corrió a buscarlo al corrillo de niños que estábamos jugando junto a los naranjos amargos   que adornaban  la entrada del Ayuntamiento:
    -¿Dónde está  el Escopeta?, ¿dónde está  el Escopeta…? –Gritó indignada la mujer.
    La buena señora, en su excitación, equivocó el arma, y el Pistola, por consiguiente, no se dio por aludido, evitándose un  altercado, que parecía, a todas luces, inevitable.
   ¡Inocentes!, como «Pajarraco, y Frasquito Porcelana»: el uno, llegó a vestirse de luces en la hoy desaparecida Plaza de Toros; el otro, enseñaba un cacillo de lata rogando que le echaran alguna moneda.
    Mi madre, siempre mencionaba  a «Catano», y «El quiere dinero». Cuando  hablaba de Catano, siempre una sonrisa entre tierna y compasiva le aparecía en el rostro. Ella, contaba que Catano, que solía andar entre el   Bar  las Delicias, la Botica de Sancho y la Mercería Morón, simulaba estar al volante de un «Haiga», dispuesto a realizar la carrera a cualquier viajero que se prestara a ello. Él arrancaba el motor, ¡Ron, ron, ron…! y a continuación, preguntaba a los viandantes:
    -¿Oye, te quieres venir conmigo?
    Algunos, se sonreían y seguían su paso; otros, los mas bromistas, aceptaban la invitación, y agarrándose a la camisa de Catano,  esperaban que esté, tomara la palanca  de marchas, soltara el freno, y moviendo arriba y abajo las manos a modo de volante, se perdieran   en el Haiga, hasta dar  la vuelta completa a la manzana; después, el servido pasajero, haciendo como que se apeaba, le entregaba alguna que otra perra gorda. Seguidamente, Catano, tomaba la calderilla, se despedía, y al momento, se aprestaba a recoger un nuevo cliente:
    ¡Oye, te quieres venir conmigo…!
   ¡Inocentes, Dios mío! Inocentes como «El quiere dinero», que en la esquina de la Plaza, abordaba  a las sorprendidas mujeres que iban a hacer la compra, y les enseñaba tiras de loterías  pasadas de fecha para que las adquirieran por sólo la voluntad… ¡Inocentes!, inocentes de ayer, inocentes como los relatara Miguel Delibes… Inocentes, para hacer reír y burla… pero  sin embargo, inocentes, también,  para la compasión  y la ternura de nuestros sentimientos…
    Y África«la Macho», con los puños de acero para partirle la mandíbula al que osara nombrarla en vano. Mitad mujer y mitad hombre, como dicen que son los ángeles… Fuerza y sensibilidad. Aquella mujer menesterosa andaba siempre, de arriba para abajo, ocupada en mil quehaceres. Una blusa y unos pantalones desgastados por el uso, una cuerda al cinto, un pitillo,  y un rostro adusto curtido por la fatiga  y la necesidad de ganarse todos los días un puesto al sol.
   África, se había construido un patinete de viejos  rodamientos, los cuales había colocado en dos travesaños y luego clavados a un madero, que a modo de tarima rodante, lo llevaba tirándolo de una cuerda en espera de un porte. El momento estelar, para África, quizás llegaba cuando por algún motivo se cortaba el suministro del agua -en aquellas fechas esta circunstancia ocurría  con bastante frecuencia-; y ahí, su patinete, adquiría todo el protagonismo. La necesidad azuza el ingenio  y África, con mando en plaza, comenzaba a llenar de las fuentes públicas,  garrafa tras garrafa, la mejor de las aguas. Más tarde, las estibaba en su tarima rodante, y se lanzaba Calle Real abajo, gritando:
    -¡Agua va!, ¡agua va…!
    Una vez llegaba, al Puente Almina, tomaba la cuerda de tiro del patinete, y  jalando de ella,   distribuía el agua a donde  se le requería su servicio.
   África, personaje singular y único allá donde los haya…Tu recuerdo vagara siempre por las calles de Ceuta. Tú, como los personajes de «La lucha  por la vida», de Pío Baroja, dabas a la acción, el valor exacto de tu filosofía.
   África «la Macho», nunca sabremos, que pasión ardía en tu corazón, ni que tristeza habitó en tu alma, ni tan siquiera sabremos, si pudiste elegir  otra forma de soñar    tus propios sueños. ¿Acaso, alguien te regaló una docena de rosas…? ¿Acaso, alguien te abrió la ventana de la mañana?, y te dijo: ¡ve, y llena tus garrafas con el azul del cielo  y con el agua de aquella nube blanca…!   ¿Acaso, África, alguien te amó hasta perder la cabeza… Y tú, África, te enamoraste alguna vez…?
    Ya nunca lo sabremos, pero sin embargo tu ausencia, perdurará en nosotros, y en cada una de las esquinas de las plazas y calles de  Ceuta…
  

       En Cádiz, a las 1151h. de 20 de agosto de 2007

 

                                                                                              Manuel  Castillo  Sempere

 

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 JUAN ANTONIO

 

      Juan Antonio, era en el sentido más clásico de la palabra: el amigo de la infancia. Sin lugar a dudas, era mi alma gemela. ¡Mi hermano! El amigo soñado que uno siempre quiere tener. Era  algo mayor que yo, y en esa edad tan corta, una diferencia de edad puede marcar la pauta.  El hecho cierto, es que él, habitualmente, solía  tener más madurez y más sensatez que yo. Por lo general, siempre estábamos juntos; después de acabar el colegio nos encontrábamos en el patio, o íbamos a casa del otro; y al momento, como poseídos por un castigo de los Dioses,  ya estábamos ineludiblemente maquinando que nueva aventura nos iba  a tocar protagonizar hoy.   
   En una de aquellas  mañanas transparentes y azules de junio; cuando el colegio era ya sólo un recuerdo; y el tiempo de las vacaciones, como una ventana al mundo, se nos abría al alma;   Juan Antonio,   cuando nos bañábamos en el «Chorrillo», me había dicho: que por la tarde su padre le iba a comprar una careta de buceo. Así, que después de almorzar, nos encaminamos impacientes a una de  las tiendecitas que en el mercado de abastos se dedicaba a vender toda clase de artículos de pesca. Juan, el padre de Juan Antonio, que andaba pintándole la  tiendecita   al dueño, nada más nos vio llegar, le dijo al tendero:
    -Anda, Antonio, sácame una de esas caretas de buceo que tienes en el escaparate, que se la he prometido a mi chiquillo.
    Efectivamente, Antonio sacó una pequeña caja-en la que se dibujaba  un submarinista practicando la pesca en medio de   un fondo marino lleno de rocas y algas-y se la entrego a Juan; éste, la contuvo unos momentos en sus manos, y al instante se la pasó a Juan Antonio, diciéndole:
    -Aquí tienes la careta que  tanto soñabas… Juan Antonio, con los ojos como platos, miraba la caja sin saber que decir; Juan, riéndose por el azoramiento de su hijo, exclamo:
    -¡Anda, anda, corre  al Chorrillo a probarla y después me lo cuentas…!
    Era evidente que Juan, junto al regalo, a la vez  que le entregaba la careta, también le estaba entregando su corazón. Sí, cualquiera, podía darse cuenta; Juan, le estaba diciendo a su hijo: «que cada zambullida  que  diera en el Chorrillo; él, como un pez invisible, de alguna manera, también la estaría dando…»
    Juan Antonio, le dio un beso a su padre,  y esté aún nos siguió con la mirada junto al tendero, sonriendo, hasta que nos perdimos por las escaleras arriba de la plaza, corriendo que nos «las pelábamos» camino del Chorrillo.  
    Cuando por fin llegamos, Juan Antonio se puso la careta y al instante, sin pensarlo dos veces,  nos arrojamos al agua como intrépidos submarinistas. ¡Qué maravilla ¡ ¡Qué comunión con el mar. Nos sentíamos como prisioneros de algún encantamiento que por momentos nos hubiesen convertido en peces.  Ora cogíamos una concha; ora bajamos hasta el fondo  para rozarnos con las algas; después perseguíamos un cangrejo;   luego nadábamos hasta las rocas para descansar. En fin, que puedo contar, que no sepáis  de lo que son los juegos de los niños en la playa.  No hay nada tan maravilloso como esos juegos. Porque son la vida misma, la alegría, la piedra filosofal tan largamente buscada. ¡La ganas de vivir en estado puro!  Id y observar los juegos de los niños en la playa, comprobareis que no hay nada más simple, pero sin embargo tan extraordinario como verlos jugar. Estar atentos, y observar como corren y se pillan unos a otros, como continuamente brincan, saltan, se tropiezan, se caen,  se levantan…y nunca, como una maldición, se están quietos.  Como hartos de la arena, se arrojan al mar, para allí, comenzar de nuevo,  las carreras, los  brincos, las zambullidas…   Al punto, cansados y agotados de tanto ajetreo se tienden sudorosos sobre la arena. Cuando todo parece por fin que la paz va a reinar durante un buen rato, algunos de ellos se incorporan, y como movida por un misterioso resorte,   la noria incansable  de las carrereas, los  brincos, las zambullidas… vuelve de nuevo a resurgir, si cabe, aun, con más fuerza…
   ¡Cuántas horas hemos pasado juntos, Juan Antonio, cuántos momentos de felicidad originales y auténticos hemos compartido! ¡Cuántos juegos, cuántos sueños…! No he podido  dejar de recordarte, aunque sólo sea unos minutos, en algunos de esos días, en que todos, tocados por los recuerdos de una tarde nostálgica, solemos hacerlo inevitablemente… Sí, Juan Antonio, iras conmigo siempre… mi corazón tú bien sabes que también es tuyo. Te esperaré a la cita, como cada año: las calles de Ceuta, el Monte Hacho, la Mujer Muerta, la Plaza de África y la playa del Chorrillo  nos están esperando. Sí, Juan Antonio, la playa del  Chorrillo, nuestra playa, nos está esperando con su mar de  infinitos tonos azules…    

           En Cádiz, a las 12-10h del día 21 de enero de 2.007

 

                                                                                               Manuel  Castillo  Sempere

 

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                                               LA MUJER  MUERTA

                                                                                       «A Fini, cuando le hice llegar este capítulo, a renglón seguido, ella también  me hizo llegar un pequeño escrito:” lo que escribes tiene  música y llega al corazón… Y es verdad, que los que somos de esta tierra: hemos tenido la suerte de nacer, crecer y morir llegado el caso, con nuestra “Mujer Muerta”. Pues aunque pertenezca a otro país, la consideramos nuestra.  Y cuando nos toque la hora de partir, la llevaremos para siempre  en nuestro equipaje de los recuerdos….»  

     Cuando de niño tenia la oportunidad de llegar a Benzú, aquella montaña agigantada  que se dibujaba  a poniente contra el azul del cielo, siempre me impresionaba sobremanera. Aquella montaña, en nuestra mitología era  la «Mujer Muerta», una de las columnas de Hércules que en la antigüedad,  anunciaban  para los navegantes el final del Mediterráneo,  o lo que es lo mismo, el final del mundo conocido. A partir de ahí, el mundo se difuminaba y se perdía en un Océano tenebroso, donde lo ignoto y lo desconocido  se ocultaba  en la profundidad de sus  aguas…
    Para nosotros, los niños, la montaña del Atlas, siempre significó lo  inexpugnable, lo inabarcable, lo que no tiene fin…Algunas veces, llegaba a rozar las nubes, e incluso las besaba; y más aún, podía, en un momento de atrevimiento, a la tarde, cuando el día agoniza y el silencio se hace voz, oír la respiración eterna de Dios….
    Sí, verdaderamente, la piedra de la montaña, había trascendido a nuestras conciencias. Ya  no era piedra; y en un acto que recordaba  al pan y al vino de la eucaristía, se había transustanciado en una mujer que yacía  dormida a los pies del mar y abierta a los cielos infinitos. La mitología, como un liquen de ensueño, se abrazó a la piedra y a nuestros corazones para siempre…
    Cuantas noches de invierno, al rescoldo de los braceros, escuchábamos contar atentos, en silencio, innumerables leyendas de la Mujer Muerta; que nos dejaban boquiabiertos y con la imaginación completamente desbocada a nuestras propias imaginaciones…Así, de esta manera, de boca en boca, de cuento a cuento, la leyenda  se adentraba en nosotros y se enraizaba  en nuestros sueños más puros.
    De mayor, cuando estoy en Ceuta, no lo puedo evitar, el instinto me hace mirar hacia poniente, hacia donde está ella. Y efectivamente, allí está: azul, contra el cielo también azul. Con aquel camino que baja desde lo más alto de las cumbres, hasta las casitas  blancas que se arrinconan a sus faldas; y que me recuerda -añorante-, aquel otro camino que Antonio Machado,  canta en  sus melancólicos versos de «Soledades»….
   ¡Oh, Machado,  mi poeta…!  Piedra gris y cielo azul. Caminos blancos…Pinos verdes, colinas pardas, veredas olvidadas… ¡Oh, Antonio, ven a mi «Montaña»¡ Ven y llévame contigo a soñar los caminos de la tarde…con tus  mágicos versos…

                                        Yo voy soñando caminos
                                    de la tarde.¡Las colinas
                                    doradas, los verdes pinos,
                                    las polvorientas encinas!...
                                   ¿Adónde el camino ira?
                                        
                                       Yo voy cantando viajero
                                    a lo largo del sendero…
                                      -la tarde cayendo está-.
                                      “En el corazón  tenía
                                      la espina de una pasión;
                                      logré arrancármela un día:
                                      ya no siento el corazón”.

Para más tarde, extasiado, añadir:

                                       Y todo el campo un momento
                                    se queda, mudo y sombrío
                                    meditando. Suena el viento
                                    en los álamos del río.

                                     La tarde más se oscurece;
                                     y el camino que serpea
                                     y débilmente blanquea
                                    se enturbia y desaparece.

                                       Mi cantar vuelve a plañir:
                                   “Aguda espina dorada,
                                    quién te pudiera sentir
                                    en el corazón clavada”.

    Llegado este momento, ya no puedo continuar más... Quizás  la emoción, o  la nostalgia, qué sé yo, pero no puedo continuar…Su presencia tan absoluta, tan brutal; la magia de los recuerdos; los versos de Machado…¡Dios mío!, es verdad, pero ya no  puedo continuar….
    Comprenderlo, somos  trozos de nostalgia, simples pedazos de corazones al viento…La vida, a veces, como el oleaje,  pareciera  que nos trae sentimientos que apenas podemos guardarnos para si. Necesitamos, como la marea, devolverlos y entregarlos de nuevo a la libertad de las olas…Nosotros, los niños, siempre viviremos con tu recuerdo. Soñando con la mitología de tus leyendas. Con tu presencia siempre azul, hacia poniente, rozando las nubes, y oyendo quizás, la respiración de Dios…

     En Cádiz a 11 de marzo  a las11 47h. de 2007

                                                         Manuel  Castillo  Sempere

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MANOLITO  DE  VITORIA

                                                
    Manolito, era un niño extraordinario. No era ni pequeño ni grande;  ni alto ni bajo; era justo el canon de la medida. Para nosotros era el niño ideal; todos deseábamos  ser como él. Tenía una complexión fuerte y una agilidad fuera  de lo común. Era   rápido  y veloz como una centella; en  el  barrio nadie se le podía comparar, cuando corría siempre llegaba el primero. Tenía tal habilidad para los brincos y los saltos que diríase que estaba hecho  de goma. Solamente, admiración, podía despertar tanto derroche de facultades físicas. Nosotros, ¡Qué fantasías tienen los niños!; siempre lo imaginábamos subido a un columpio de un gran circo, realizando mil y una piruetas; ahora, haciendo un salto mortal; luego, como un pájaro, elevarse hasta  casi el cielo de la carpa, para después soltarse y en un «pis pas», volar  como un ángel en un cambio de columpio indescriptible…
    Pero, sin embargo, no quedaba ahí la cosa, Manolito, no sólo era un atleta,  sino que sabía hacer innumerables habilidades que podían hacer las delicias de cualquier niño. Si queremos, podemos, mencionar «las bolas». Y a las bolas, no le ganaba nadie, pegaba cada «zope», que mandaba las otras bolas al infierno. Y a pescar, bueno a  pescar hacia raya; con la caña al hombro, de escalón en escalón, bajaba silbando  desde el  patio de “Arriba” hasta que  pasaba delante de mi casa, y yo, lo veía perderse, con envidia, ramblilla abajo  camino del «Abujero»-donde en un  muellecillo  que había en un extremo de la Rivera, junto a la parte baja del mercado de abastos, aparejaba sus mejores chambeles-. Allí, como un verdadero  y experto pescador,  colocaba la «carna» al anzuelo, y al rato después de sucesivos lances, ya tenia un buen rancho de perizosas, sargos, salemas, doncellas, garopas, chopas… Cuando conseguía que alguna tarde me llevara con él, siempre me llamaba la atención, por su belleza, aquellos sargos  que abandonando el color blanco y negro más común, se pintaban de unas gruesas rayas rojizas, quizás ocres; como simulando el exagerado colorido  de los trajes de los payasos…
   ¡Qué criatura tan magnífica! Adentrémonos en su mundo, y se quedaran perplejos cuando les cuente, que le gustaba de rodearse de animales, a saber: tenía un perrillo faldero de color negro al que llamaba «Niche»; siempre le seguía como una sombra a todas partes, hasta que finalmente cansado de que lo siguiera,  lo mandaba regresar con una autoridad tan inusitada que nos llamaba la atención. Sólo le bastaba pronunciar: ¡“pa  rriba”!, y el can, como si le hubiesen ofrecido el mejor hueso del mundo, al momento, salía disparado, dejando a todos atónitos y llenos de asombro…
   También le gustaba criar «volantones», sí, esos poyuelos de gorriones, que todavía conservan las boqueras amarillas. Y hasta una gallina, sí, créanselo: la “Pitu”, una gallina blanca con aires de artista, que durante un tiempo, subida en el hombro derecho de  Manolito, le acompañó con la maestría de un fonambulista en el alambre.   Se mecía, iba para adelante, luego para atrás, mas tarde se levantaba, ora  parecía que perdía el equilibrio, ora lo recobraba; nada, era inútil que esperásemos su caída; yo os aseguro, que por mucho traqueteo que tuviera que soportar de su dueño, la “Pitu”, estaba dotada  de una manera especial para el ejercicio del equilibrio;  y jamás, ni aunque fuera un breve instante,  se alejó un milímetro del hombro derecho de su inseparable compañero.
   Puedo recordar tantas cosas de ti, Manolito, que no acabaría nunca; puedo recordar: aquel día en que un chaval, para hacer una gracia, quiso imitar a tu madre, y tú en un arrebato, en un  golpe de  fuerza mayúsculo,  lo elevaste en el aire; tu madre-con su buen corazón-no sólo te rogó que lo bajaras enseguida, sino   que reprobó tu conducta, y a modo de enseñanza, exclamó: ¡Son cosas de niños!...¡Vitoria!, tu madre, sí, pero también, tienes que comprenderlo,  un poco la de todos…
     Manolito, todos en el patio te hemos querido; y los más pequeños, sobre todo los más pequeños, siempre hemos deseado ser como tú: fuerte por fuera y generoso por dentro…, tremendamente generoso por dentro…Tú, igual que los Mellizos, que mi primo Pepito, que el Tete, que Juan Antonio, tienes reservado un lugar en mi corazón. Cuando vuelvas a pescar y vengas con tu caña al hombro, no te olvides que te estoy esperando al borde de la ramblilla, para que de un golpe me subas, como siempre solías hacer, al muro blanco del huerto de María Vera…
   

 

       En Cádiz, a 9 de Enero a las 18-52h de 2.007

 

               Manuel  Castillo  Sempere

 

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SANTAPOLA

  “A los niños de Santa Pola y de  Ceuta…”

 

    Santa Pola, en aquella época,  era un pequeño pueblo de pescadores de la costa del levante español. Tenía un castillo, una sierra, una ermita, un puerto, una glorieta donde pasear y un mar  único y azul…… A los niños de Ceuta, estrujados entre el mar, el cielo y los montes de poniente, nos gustaba soñar con viajar a pueblos pequeños, blancos, perdidos en el recodo de una playa, o alzado altivo en la cumbre de un peñascal; o quizás,  como Santa Pola, dormido sin límites entre    las olas  violetas del mar Mediterráneo y las barranqueras suaves de sus sierras.
   Los niños de Ceuta, necesitaban dejar lo amado, y correr presurosos a la aventura  de alcanzar lo inalcanzable, lo ignoto, lo desconocido…Todos añorábamos tener un pueblo donde nuestra imaginación se desbocara nada más pisar sus calles. Un pueblo en la frontera de los deseos, un pueblo absolutamente nuestro, sin ataduras, agreste, sin dueño…Un pueblo al otro lado del alma,  allá donde nacen los sueños…
    Santa Pola, era el reverso de la moneda, la ensoñación, el otro lado de las cosas; y yo, como un salteador de caminos, pretendía inocentemente robar todos esos sentimientos que alberga  el corazón…
    Nuestras vidas siempre están bañadas  por dos ríos que van y vienen  sin dejar de mojar nuestras tierras; ora con más agua, ora con menos, pero sin embargo siempre  prestos a dejar su influencia.  Santa Pola, para mi, siempre significó   el río de la ternura, de lo femenino, de la belleza, de los crepúsculos…de Azorín, de Gabriel Miro, de Sorolla. En definitiva Santa Pola, simbolizaba la Madre con mayúsculas y toda la carga emocional que acarrea esa palabra. En cambio, el otro río que nos surca, es el río de la fuerza, de la voluntad, de la lucha, de  la pasión…de Machado, de Baroja, del Greco. Así, como contrapartida, Ceuta, representaba  a mi Padre, y en consecuencia, todo el discurso que se desprende  de la realidad del presente más cercano.
    Yo amaba a Santa Pola, con la misma pasión de un joven enamorado. Era un amor nuevo y puro, de adolescente… de jazmines blancos. Yo amaba a Santa Pola, y ella, algo, quizás nada, tal vez por descuido o un poco por compasión,  también se  enamoraba del pequeño “andaluz”, como ellos, los Santapoleros, me llamaban…
   Cierto día, cansado  de vagabundear, me fui con el hijo de la Cabrera, y otros chiquillos a la escuela pública  que estaba en un rellano hacia el final de mi calle. Y así estuve cinco o seis días, yendo y viniendo a la escuela sin que mi Yaya, y el propio maestro supiesen de mi inesperada vocación por el conocimiento. Al fin y al cabo, que suponía entre aquella multitud de chiquillos uno más, todos somos hijos de Dios…  Pero tanto va el cántaro a la fuente, que una de las mañanas que los alumnos estaban atareados en rellenar sus caligrafías, el maestro puso su mirada sobre mí y exclamó:
    -¡Fotre1! ¿Pero quien es ese chiquet?- y antes que yo pudiera decir nada, los niños gritaron:
    ¡El andalús2, el andalús…!
    El maestro, se vino a mi pupitre y me preguntó:
    -Pero chiquet, ¿Quién eres?  ¿Quién es tu madre? ¿Adónde vives? –Yo, abrumado, me encogí de hombros y no supe que contestar. Los quiquillos, divertidos y alborozados  por la situación,  insistían casi gritando:
    -¡El  andalús, el andalús…
    El maestro me volvió a preguntar, y yo, como pude y como única respuesta, le dije que mi madre era la Yaya…
   El maestro, todavía perplejo, y adivinando que de aquel pozo no sacaría más agua, me apuntó:
-bé, chichet3, dile a tu Yaya, que venga mañana al colegio y hable conmigo.
   Cuando regresé a casa, se lo conté  a mí tía Tere, por temor a que la Yaya me regañara. Al día siguiente, Tere, me cogió de la mano, y nos encaminamos calle arriba camino del colegio.  Mi tía, habló con el maestro, y le contó las circunstancias tan particulares por la que yo estaba allí. Este, comprendiendo la situación, le dijo a Tere que no se preocupara de nada, que desde este momento  se hacía  cargo de mí, y que por tanto me enviara todos los días al colegio, que iba a estar bajo su protección.  Y así, de esta manera tan sencilla y tan sorprendente a la vez,  entre en el reino del conocimiento.       
    En aquella época, en que  el ángel de la inocencia descendía todas las mañanas sobre  Santa Pola, podía pasar  ésta y cualquier otra circunstancia por muy sorprendente que ahora nos parezca; pero sin embargo,  todavía, durante un tiempo que no puedo precisar, la inocencia, fue aún, la moneda de cambio de este pueblo de pescadores de la costa del Levante… Sólo los Santapoleros4, en recuerdo de sus mayores, podrán saber si la inocencia, aún se perpetúa en la profundidad de sus corazones… desde el pie de sus barranqueras y sus sierras hasta  la ermita del  Calvari5; desde  la Mare de Déu6, la Virgen de Loreto en el Castell7, hasta el faro iluminando la noche, allá en  el mar, sobre   la cubierta de sus pesqueros…  
   
     
 
     En Cádiz, a las 2223h.  de 29 de abril de 2007

 

                                                                                                          Manuel  Castillo  Sempere 

         

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VICENTINA, Y LOS OTROS NIÑOS

   

Cierto día, caminaba calle Real arriba,  cuando al llegar  a la plaza de los Reyes  me encontré a Marianito-el hijo de Pepa “la Mana”, uno de los niños del patio-al que saludé amablemente y éste, con las mismas, le pregunto a la mujer que estaba junto a él:
    -¿Sabes quién es?
    Yo, adivinando que pudiera ser su hermana Vicentina, le sugerí:
     -Yo vivía contigo en el patio. 
    Ella, dudándolo un poco, miró  a Marianito y señaló:
    -¿Puedes qué seas  el hijo de Fina? ¿El pequeño?
    Marianito asintió con la cabeza, y yo, a continuación,  le dije:
   - Si, vicentina, has acertado, yo soy el hijo pequeño de Fina.
   Ella, entonces, me besó y me abrazó con mucha alegría, tanta, que yo me quedé un poco abrumado. Y antes que yo pudiera decir nada, ella de forma tajante me dijo:
    -Me han dicho que estás escribiendo un libro del patio, ¿no?; así, que yo quiero salir   en  él, porque yo vivía en el patio contigo…
Aquello fue para mí una sorpresa mayúscula; la cosa no dejaba de tener una cierta gracia; pues  todavía el libro no había salido a la luz, y aún lo estaba escribiendo capítulo tras  capítulo, cuando ya habían personas que querían reivindicar su derecho a ser mencionados en él. Yo, viendo el empeño tan grande que te
nía, no me quedó más remedio que decirle:
    -Lo intentaremos, Vicentina, lo intentaremos…
    Vicentina, la verdad, estuvo conmigo bastante cariñosa,  al extremo que hacia tiempo que no sentía tanta generosidad al saludar a una persona. Después de despedirnos, y quedar emplazado en vernos en agosto, para el día de la  Virgen de África, yo me quedé un poco desolado, y no paraba de reflexionar  de qué forma y manera podría hacer para que Vicentina apareciera en algún relato.
     Pregunté por Vicentina, a mi madre, a Tere, e incluso a todos los niños del patio que pude  encontrarme, pero todos, decían siempre lo mismo: «Vicentina era  una niña muy buena». Busque en la profundidad de aquellos años,  algún  rasgo, alguna circunstancia diferente que  me diese pie a reseñarla. Pero fue inútil; efectivamente, del mismo modo que los demás, yo  también  tenía el mismo recuerdo de  Vicentina. Más de dos, y de tres veces….intente  empezar el capítulo sobre ella, pero fue  inútil después de escribir: «Vicentina era una niña muy buena»,  era incapaz de escribir una sola letra más. Pero  es que a ciencia cierta, la pregunta  no podía tener respuesta, porque los seres que son prisioneros de la bondad, sencillamente no se hacen notar, no tienen aristas; viven al margen de las disputas  cotidianas en que nos vemos abocados los demás en un continuo carrusel sin fin.  Vicentina,  vivía en  mundo libre y hermoso ajeno a nuestras travesuras. Mal que me pese, ahora sí, que lamento, no haber tenido ocasión de conocerla mejor, y haber podido gozar de la magia de su inocencia, de sus sueños, de sus anhelos; pero los niños, somos  muy distraídos y casi siempre, sin querer, solemos estar ausentes cuando otros niños-los que son  tocados  con la humildad, los que apenas nos rozan con  la mirada, los que  ni siquiera se atreven a pronunciar nuestros nombres- nos llaman a cada instante con el corazón encendido, esperando resignados, nuestra improbable llegada…  
     De pronto, fruto de aquellas reflexiones se me vino a la memoria el soneto  de Violante; después de darle  muchas vueltas al asunto, por fin se hizo  la luz; lo tenía claro: dedicaría un capítulo a los otros niños del patio, a los niños, que como Vicentina, hasta ahora no habían sido protagonistas de ninguno de ellos.
      De tal forma que así, podría nombrar por ejemplo: a los niños de los Tenorios,  sobre todo a Miguelito, que cierto día-después de tantos años-me lleve la sorpresa de  verle ofrecer misa, junto a mi párroco Juan, en la iglesia de San Francisco Javier, allá en Cádiz. O a los hijos de Sebastián y de Isabelita: Francisco José y Juan Jesús, con quienes compartí tantas horas... También podía nombrar a Luisita, la hija única de África Viso y Miguel Campaña.   Y desde luego, al hermano pequeño de Juan Antonio: Manolito; y  a sus hermanas: Conchi, Dori y Africoli.
     Aquel soneto famoso de Lope de Vega, me había ayudado a resolver,  al punto,  el enredo en que me encontraba, así que es de bien nacido que lo recuerde seguidamente:

 

Un soneto me manda hacer Violante;
en mi vida me he visto en tal aprieto,
catorce versos  dicen que es soneto,
burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer  terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por  el primer terceto voy entrando,
y aun parece que entre  con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que estoy los trece versos acabando:
contad si son catorce, y está hecho.

 

     ¡Soberbio! ¡Magnifico! Indudablemente Lope de Vega es un genio de la literatura; así que a su modo, copiando su manera tan sutil de decir las cosa, te diré Vicentina, que quedé muy agradecido por tus muestras de cariño, y por la forma tan generosa de tratarme al conocer quién era;   y por tanto:

Mira, atenta, porque  aún sospecho,
si estoy, despacio,  al final llegando:
y si lo estuviere, casi jugando,
Vicentina, tu capítulo, está hecho.

 

      En Cádiz, a las 10-00h del  día 3 de Enero de 2.006

                                                                         

Manuel Castillo  Sempere

 

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EL LOBO

 

     En el patio, la tragedia  del «Lobo», era algo recurrente, algo perfectamente serio, y que cada cierto tiempo  solía salir en las tertulias que mantenían los vecinos. Crecí toda la niñez  en medio de aquellos constantes recuerdos a aquel naufragio. El Lobo, había pasado los umbrales de un suceso más, para adentrarse en las páginas de la mitología de nuestro patio. Siempre que en cualquier conversación, asomara aquellos sucesos trágicos, se producía una sensación  de solemnidad; que al momento, como un ritual antiguo, hacía que sus rostros se transfigurasen y adquiriesen una gravedad propia de la liturgia de un acto religioso.
   El «Chache» José y María «Machanga», eran los dueños;  la  tristeza de Maria, y el rictus de verdadera amargura del Chache, cuando se relataban los sucesos, los percibí muchas veces, a pesar de mis pocos años. Da la impresión que los niños son seres insufribles, que no se percatan del dolor de los mayores; pero yo os puedo asegurar que no es así; porque yo sentía como aquella atmósfera de pesadumbre, me calaba hasta lo más profundo de mi pequeño entendimiento. Y mi alma, desde entonces, como a ellos les ocurría, también se hace jirones, cada vez que oigo pronunciar el nombre del Lobo.   
    ¡La Sudesta! ¡La Sudesta!  ¡Viene una Sudesta….!
    En Ceuta, son terribles las Sudesta. La gente de la mar, no decimos viento del Sud-Este, con fuerza 10 de la escala Beaufort. No, no lo decimos; eso queda para los partes meteorológicos. En Ceuta, la gente de la mar, decimos: ¡Viene una «Sudestá»…! Y ya sabemos, desde niños,  que el temporal se acerca  agitando sus alas de manera irremediable…
     Efectivamente, la tarde del once  de diciembre de  mil novecientos cuarenta y ocho, fue una tarde apacible y azul. Nada presagiaba el temporal que en el mar de Alborán  se estaba fraguando. Las traíñas se hicieron a la mar confiadas en el buen tiempo y la calma que reinaba en aquellos momentos. Pero sin embargo no fue así, aquel buen tiempo, era solo un espejismo; era la  calma engañosa  que precede al temporal. No  hubo apenas tiempo para nada. ¡La Sudestá!, se desató y cogió a la mayoría de los barcos desprevenidos. Ante el cambio súbito del tiempo, las traíñas levaron los artes calados lo más pronto que pudieron, y arrumbaron en dirección a Punta Almina.
    Pero la tragedia no quiso  alejarse aquel día de nuestra tierra. Pareciera que unas garras invisibles se cernieran  inexorables  sobre la vida de   aquellos pescadores. El viento, en un alarde de brutalidad máxima, golpeó toda su furia como nunca, como si buscara vengarse de los hombres. Ni siquiera la  súplica, y la oración de aquellos marineros consiguió calmar su locura. Dios, distraído en su palacio de Invierno, tampoco  oyó, ¡como tantas veces!,   los gritos de socorro de los pescadores.
    Las traíñas, el día doce de diciembre, a las seis de la  tarde, montaban  Punta Almina en medio de unas olas gigantescas; algunos se abrieron  hacia el Estrecho y pudieron salvarse; los otros, los que se pegaron más al «resbalaje», tuvieron peor suerte. Y en una de aquellas olas gigantescas, les dio la vuelta y los sumergió para siempre en el mar.
    ¡Dios Mío! ¡Qué Horror! ¡Qué sufrimiento el de aquellos hombres, arrojados contra el mar y despedazados contra los «Isleros»!   ¿Es qué no hay compasión en el Cielo? ¿Es qué ni siquiera tú, Cristo del mar? ¿Y tampoco tú, Virgen del Carmen?, pudisteis Ayudarles.  No, nadie les ayudó...Estuvieron absolutamente solos. A solas con la muerte en medio de la mar…   
   Pasado  el tiempo, en una de mis inspecciones a la Cofradía de   Tarifa, para ayudar a la modernización de la  Flota  Pesquera; al comentar  estos sucesos con el Secretario y el  Patrón Mayor; aquel me sacó del archivo de la Cofradía, un legajo de viejos papeles,  donde  en la cabecera, medio borroso,   aún podía leerse «M/PLos Mellizos”». Me quedé sin habla y lleno de asombro; porque los documentos que me estaba mostrando el Secretario, pertenecía a una de las traíñas  que naufragaron en aquel fatídico trece de diciembre…
    Sean  pues, para los pescadores del Lobo, y de los Mellizos y de todos  los que se ahogaron aquel día, el homenaje de estas líneas; y que sus almas como bajeles en un nuevo mar, se reconcilien y arrumben al último faro donde les espera  Dios…  

 

 
     En Cádiz, a  las 11-20h. del 11 de febrero  2.007

 

              
                                                                                            Manuel  Castillo  Sempere

 

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                                        .

 

LA IGLESIA DE ÁFRICA. LA CRIPTA

 

  
La Plaza de África  tiene a la Catedral, como edificio  solemne y emblemático, que añade prestigio arquitectónico a la ciudad; pero al otro lado, en sentido norte, se emplaza el Santuario de Ntra.  Sra. de África, una iglesia con mayor humildad y menores pretensiones que aquella. Ella,  alberga a la Patrona, la Virgen de África,   y en este sentido, Iglesia y Virgen, son veneradas por nosotros, los niños, desde que apenas nacemos.
    Yo, estoy bautizado en la pila de la izquierda, según se entra por la puerta principal; me bautizó el  padre D. Bernabé Perpén, su párroco en aquellos años, y desde entonces estoy unido a ella con la mejor de las cadenas inexistentes, a saber: la cadena de los sentimientos….
    Cuántas veces he escuchado el tañer de sus campanas desde su espadaña; ahora la misa de mañana, luego el Ángelus, después misa de la tarde; y entre aldabonazo y aldabonazo el tintineo alegre de un bautizo; o el tin-tan pausado, lento, grave, reverencial, de la llamada a misa de difuntos.
    Cuántas veces ¡Dios mío! He oído  el tañer de sus campanas, y al momento, como en una oración, he presentido que pronunciabas mi nombre, o quizás, tal vez, fue tan solo el deseo de sentir  el rumor de Tu silencio  inabarcable…
    Cuántas veces he pisado sus losas blancas de mármol acompañando a mi Yaya al rosario; o visitando el Sagrario; u observando como se levantaban los pasos de   Semana Santa; o acaso, cuántas veces hemos hecho penitencia de dos Padrenuestros y tres Avemarías y después al domingo hemos  tomado el pan de Jesús. No sabría decir a ciencia cierta,   cuántas veces he pisado las losas blancas de mármol en el recogimiento  de sus naves…
    Otras veces, hemos sido monagüillos, y hemos ayudado al presbítero a oficiar la Santa Misa, y hemos probado el pan sin consagrar, y del todo seguro,  de igual manera, hemos probado el vino también sin consagrar. Son pecados, sí, pero en este mar de pecados, éstos, quizás sean los más perdonables…
 …Y en este  trajín continuo de idas  y venidas a la iglesia, siempre nos miraba de reojo,  la calavera de la canina que estaba dibujada en  relieve en la bovedilla, y que principiaba la escalera  de bajada a la cripta en la parte inferior  de  la Capilla Mayor. Esta canina, con su calavera descarnada de ojos huecos, portaba una guadaña en su mano derecha; sólo una pequeña verja de hierro nos separaba de ella, y a  nosotros, el espanto de su contemplación nos hacía acelerar el paso a la calle, o, según el momento, a la sacristía. Algunas veces con la cabeza y las manos pegada a los hierros de la verja, mirábamos con el corazón agitado la negrura de aquella profundidad sin fin; y al cabo, sin proponérnoslo, sin apenas pronunciar palabras….en nosotros había crecido la idea, que tras la verja, bajo la atenta mirada de aquella calavera  de afilada guadaña, nada más abandonar el último escalón de la escalera, se encontraba el mismísimo infierno de “Pedro Botero”, esperándonos con sus calderos de agua hirviendo…
    Aquella calavera y su esqueleto no estaban expuestos de manera impropia, sino que todo lo contrario, era una alegoría a la muerte, por eso empuñaba  una guadaña, a saber: para segar llegado el punto la vida del que se había acordado el final de su tiempo. Qué bien saben los niños leer estas sensibilidades, pues más allá de la «Parca», abajo, en la cripta, incontables   lapidas  daban fe del enterramiento de diferentes religiosos y patricios que dormían el sueño eterno.
    En aquellos años, esta estancia también se utilizaba como local de la «Acción Católica»; los mayores asistían a las charlas que daba D. Gabriel, que les aleccionaba  en el Nuevo Testamento, y entre lección y lección, les narraba sus hechos bélicos en  la helada estepa rusa con la «División Azul». Dado que los niños, están hechos para las travesuras,  uno de los  Mellizos- nunca  se supo quién de los dos fue-, agrandó unos  de los boquetes  de uno de los  nichos y tomó  una calavera a modo de trofeo. A continuación-podéis imaginaros-, caminó hasta la calle la Muralla  y allí, la mostraba a los pobres transeúntes que presa del espanto se alejaban sin sentirse la camisa. Alertado don Bernabé Perpén, que su escolano preferido, estaba dedicado a tal menester de presentaciones, alzaba los brazos al cielo y a la vez que los agitaba, con voz  entrecortada  suspiraba: ¡¡Dios mío, Dios mío, estos Gaonas van a  acabar con mi paciencia!! Después, arremangándose la sotana  a media pierna, acudía presto, calle abajo,  a poner fin  a tamaña ignominia. Así que  llegando junto al Mellizo, lo prendió  del cogote, y dándole un coscorrón si, y otro también,  sin que aquello tuviera visos de parar nunca,  lo llevó de esta guisa a que restituyera  la calavera al lugar donde nunca debería de haber salido,  y  a donde  deberá aguardar  para siempre el sueño eterno…
    ¡Qué terribles¡ ¡Qué terribles, eran los niños de entonces! Pero sin embargo, a pesar de  las incontables travesuras que urdían  cada día, había algo en ellos que les hacia, a diferencia de ahora, sentir la vida con la pasión  del que se sabe  afortunado. Efectivamente, cada día, significaba una nueva aventura por disputarle  a la mañana, al sol, a la noche, a la luna, al mar...  Cada día la vida brotaba en ellos a borbotones, sin freno, como un torrente; como podía entonces, Dios, a pesar de sus terribles travesuras abandonarles, No, no podía; más bien, de manera disimulada, sin que ellos se diesen cuenta, a la primera de cambio, se añadía como uno más, intentando evitar lo que difícilmente podía ser evitado...
    Yo, sí, sé cual de los dos Mellizos fue, pudo ser, Jesús o Federico, que así se llamaban…Pero, como comprenderéis, esto es un secreto que nunca podré desvelaros…

     En Cádiz, a 1345h. del  8 de diciembre de 2007

 

                                                                 Manuel  Castillo  Sempere 

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SUEÑA LA ALBERCA

«A los Alcaldes, con  el encargo de que nos devuelva los surtidores de cristal, las ranas de cerámica verdes y  de oro, las aguas y sus plantas exóticas, y los peces rojos, de colores, de la alberca».               
                                                    

    El hilo de agua se eleva queriendo tocar el cielo, luego,  exhausto y traspasado por un rayo de  sol, centella como un calidoscopio de mil colores, hasta caer oblicuo al otro lado del vaso de agua verdinegra de la alberca. De otra rana de cerámica  verde y de oro, sale otro surtidor de agua que cruza la curva cristalina del  anterior, y va a caer a los pies de la siguiente rana, también como la anterior, pintada en  verde y  oro. Y van cruzándose los surtidores, unos tras otros, hasta llegar a doce…Y solo se escucha el rumor del agua. Y la paz se hace inmensa. Y no se siente nada… acaso el latir de la vida, cautiva, en los silencios de la mañana…
    Yo miro extasiado a los surtidores y a sus curvas de cristal, desde  que nacen hasta que se disuelven en los espejos rotos del agua, ¡qué belleza!, ¡qué locura! ¡qué carnaval de colores para los sentidos!: azules, blancos, rojos, verdes!... cielos, nubes,  peces, cristales de agua… Cada objeto tiene un color, y en tu alma, como en un lienzo virgen, se van pintando todos los colores de esta mañana mágica.
    La hora va pasando lenta, alargando sus minutos, diríase  que no tiene prisa porque las agujas de sus manecillas giren los grados de su circunferencia. Nadie tiene ya prisa, y todo se copia del ritmo pausado, curvo, exacto, de la noria de agua, que sube hasta su cenit, y luego, se deja caer vencida por la gravedad, provocando una estrofa de agua que casi es una metáfora de la vida… Ya sólo sentimos el agua correr…
    Dicen que esta alberca del “Jardín de los Enamorados” de la Argentina, fue traída en una copia menor, de los jardines de la Alambra; pero mis pies han hollado esos  jardines de Granada, y si bien su alberca es casi un encaje de fantasía que resuma belleza e historia Nazarí, no puedo dejar de decir, que nuestra alberca y sus hilos de agua, también resuman armonía, ensueños y sentimientos… Sí, sentimientos de cada alma, que al romper  la  mañana o al  caer  tarde, se asoman a ella…
    Los peces colorean de rojo aquí y allá, entre hojas,  abiertas, redondas, verdes…Van enseñando sus escamas de sangre como amapolas cortadas en la siega y echadas a puñados en este vaso único para romper la monotonía de su superficie siempre verde.   Los peces colorean de rojo aquí y allá…y es un instante, y es otro… Pero ya no nos contentamos con un instante, ni con dos, ni con tres… No, ya no nos contentamos… ahora,  el  instante ha de ser eterno, sin manecillas que marquen las horas…
    Un poco más abajo, otro vaso de agua, contiene una pequeña isla, que alberga una sola palmera; a sus pies otros peces, también rojos, colorean sus aguas en un constante carrusel de vueltas y más vueltas…
   Cuando ayer fui al jardín de los enamorados, ya no vi los surtidores de plata, ni las ranas de cerámicas, ni las aguas verdes con sus plantas acuáticas, ni los peces de colores… ¿Dónde han ido,¡Dos mío!. ¿Dónde han ido?... 
    Yo quisiera…que el ladrón que las ha robado, pensara, que no ha robado el hilo de agua, ni de las ranas los destellos dorados,  ni siquiera las aguas verdes de la alberca, ni los rojos peces de amapolas. No, no, el ladrón, tal vez, nos haya robado, sin saberlo, nuestra propia  alma.
    Yo quisiera…que el ladrón que las ha robado, las trajera de nuevo  y las pusiera al pie de las puertas del Campo, en los jardines de la Argentina -jardín de los enamorados-, donde ellos -amada y amado-, como reza el romance popular, van, ya, fuera de sí, a servir al amor…

 

      Cádíz, a 19 de agosto  de 2008
                                                                               

Manuel  Castillo  Sempere

 

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EL SILENCIO DE DIOS*

 

    La noche, como el telón de un teatro, se había abierto lentamente ante mí, dejando al descubierto,  centenares, miles, infinitos  destellos luminosos… Con el mismo sobrecogimiento    que uno siente cuando visita las naves de una catedral gótica; yo, sentado en una peña  de detrás del Calvari1, observaba lleno de asombro, el titileo de los astros en la inmensidad del cosmos… Me sentía pequeño, en medio de aquellas dimensiones; pero en cambio, no sentía el menor temor, ni tan siquiera un poco de recelo en la soledad de aquellos instantes. Las estrellas  estaban tan cercas, que daban la sensación que pudiera tocarlas con los dedos de mis manos. Pasaba la mano sobre su luz de plata, y ellas, agradecidas, me mandaban como en una conversación singular, sus temblorosos destellos… La paz era tan cautivadora,   que nunca supe si el sueño me venció y quedé dormido  soñando estas cosas; o por el contrario, soñaba despierto perdido en el laberinto de los deseos inalcanzables…
    En la lejanía, desde la falda del Calvari, unos gritos cada vez más cercanos me fueron sacando del estado  de sosiego en que me encontraba. No deseaba que pronunciaran mi nombre, deseaba quedarme allí para siempre. No quería volver al mundo. Sentía la pasión del olvido, de lo anónimo, de lo pasajero… Quería ser, como el de Asís2: la noche, los astros, la brisa, los pinos, los peñascales, el cosmos... ¡Dios mío!, ¡sentía tu presencia en cada objeto de tu creación, y en cada minuto de tu diferente tiempo! Sentí por primera vez a Dios, y Él, desprendido de amor, me dejó ir…
   Los gritos se acercaron cada vez más, hasta que yo,  comprendiendo que era una lucha perdida, contesté con toda la fuerza que podía dar de sí:
-¡Vengen, vengen, ací estic, no busquen més3…!
    Tere, Rafaela  y cinco o seis chiquillos, se acercaron hasta donde  yo me encontraba. Todos se sorprendieron  y no salían de su asombro al verme tan tranquilo, cuando con la mayor naturalidad les dije: 
    -¡Che, no estava perdut, estava jugant i em vaig assenta en aquesta penya a descansar4!…
Tere y Rafaela mirándome  con ojos incrédulos, añadieron:
    -¡Mare de Déu, el Senyor te va a castigar, tot el carrer t´està buscant5!
    -Y cogiéndome de las manos, nos dirigimos para el pueblo.
    Cuando embocamos la calle Trinidad, junto a la casa de la tía Maria, la Yaya, en compañía de otras mujeres  venía de buscarme de las barranqueras que dan a lo alto de la calle. Como era costumbre en ella, no paró de lanzarme improperios y recitaciones hasta que el cortejo que se había formado no llegó  al portal de nuestra casa. Antes de entrar, mi Yaya, les dio las gracias  a sus amigas y a los familiares que le habían ayudado en la búsqueda. Éstos, acostumbrados ya a mis travesuras le decían  un poco indignados:
    -Mare, mare,” l'Andalús”, és un diable de xiquet  i no té solució6.
  Sin embargo, para los chiquillos de mi calle que estaban agolpados junto a mi puerta, a pesar de lo que dijeran los mayores,  el «Andaluz»,  hoy, seguramente a sus ojos, había escrito la  mejor página de heroísmo…

 

  En Cádiz, a las 2240h.  de 13 de mayo de 2007

 

                                                                                  Manuel Castillo Sempere
________

    1     Monte Calvario de Santa Pola.
    2     San Francisco, el santo de Asís.
   3     ¡Vengan, vengan, aquí estoy, no busquen más…!   
    4     ¡Che, no estaba perdido, estaba jugando y me senté en esta peña a descansar…!            
    5     ¡Madre de Dios, el Señor te va a castigar, todo la calle te está buscando!
   6    Madre, madre, el Andaluz, es un diablo de niño y no tiene solución.

 

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INSTITUTO II. PROFESORES Y ALUMNOS
                                                                                                                             
«Gaudeamus Igitur…»


                                              
    El Instituto, en aquella época, era  el centro cultural más importante de la ciudad. En él, los profesores, dueños de la palabra, empezaban a esculpir en la piedra  virgen del alma de los niños, el contorno de una nueva imagen de voluntad y de conocimiento. ¡Oh mis profesores! Os podría decir, como el poeta cantaba: ¡conmigo vais, en mi corazón os  tengo…! Conmigo vais, día tras día en el recuerdo; y en mi corazón os tengo, latido a latido mientras perdure su pulso…
    Me recuerdo de Sotelo, que luego llego a ser Alcalde, y de Antón, y de Vargas Machuca, mi profesor de  Geografía,  de Historia y de no sé cuantas asignaturas más; mejor diría: mi permanente  y eterno profesor, pues lo tuve durante todo el bachiller desde primero a sexto; y en este último curso, en su hora de historia  del arte,  en una de aquellas sesiones de transparencias de cuadros de pintores impresionistas, me quedé trastornado -como Estandal- al contemplar por primera vez los amarillos, ocres y azules de la habitación de Van Vogh, en Arles. Siempre te agradeceré que me mostraras  sus lienzos, ya que en esos instantes se me despertaron  la sensibilidad y el instinto por la belleza de los  colores.

   También me viene a la memoria, la Caminero, la Campoy y Rita; esta última la más bella de las profesoras, pero dura como el acero. Y la señorita Otero, profesora de Lengua, dulce y delicada como las azucenas, de la cual estaba enamorado como sólo saben hacerlo los niños… Y a los padres, Tudela, Chico y Martiniano, que con tanto ahínco trataban de convencernos de que Jesús, era Hijo y Padre, al mismo tiempo…A pesar de los años, sigo sin entenderlo, pero la fe mueve montañas, y cosas mas difíciles se han visto... No dejo en el olvido a Fradejas, a Rigual, a D. Luis Luna, a mis profesoras  de  Ciencias Naturales,  y por supuesto a la profesora de Lengua y Literatura Española,  la Señorita Valderrama, y a su implacable corriente «Senequista-Castellana», de la cual, pasado el tiempo, ya no le guardo rencor, sino todo lo contrario: admiración, porque gracias a ella, comencé a colocar unas pequeñas rayas, denominadas acento-aún hoy se me resisten-, en algunas palabras.  Pero que sin embargo, he de contar de su exagerado gusto por los números inferiores al cinco, a saber: cuando después de los exámenes daba las correspondientes notas, era completamente normal e incluso aceptado con resignación franciscana, que por ejemplo dijera:
    -«Señor  Castillo, usted  ha mejorado bastante en este examen, se nota  que ha estudiado y que ha hecho un gran esfuerzo, siga así, tiene un dos con cinco…»
    Es verdad, que al principio, la moral se nos caía por los suelos, pero al poco, se nos olvidaba y pensábamos en otra cosa. Y desde luego, hoy, al recordarlo, sólo siento ternura al recordar los intentos mayúsculos de aquella mujer por enseñarnos la Lengua y la Literatura Castellana. 
    Pero sin embargo, los profesores, tienen sus manías y sus gustos, y nosotros, sus alumnos, convendremos   en respetárselas; quedad por tanto en nuestra memoria, compañeros del alba, compañeros…; quedad en nuestro recuerdo y comprobareis que vuestra palabra  ya no es solo vuestra, sino también nuestra…   
   Y qué serán de mis compañeros,  de aquellos compañeros que aprobamos el Ingreso en junio de 1962. Qué serán  de los hermanos Extremeras, de Ganivet; de Durán-toda la clase fue a visitarlo a su casa cuando se partió la clavícula jugando al fútbol; de Aguilar,  de Álvarez, de Carrillo, de Dosantos, de Dorado, de Calvo-inteligente dónde los haya-, de Cabello, de Bravo, de Cantón, de Atienza, de Castillo Pertíñez, invariablemente sentado año tras año delante de  mi mesa, de Docampo, de tantos otros…¡Ah, Docampo!, has memoria, te acuerdas  de la regañina que te echo el profesor de lengua;  cuando cumpliendo tu promesa por haber aprobado el Ingreso, te persignabas  ciento de veces desde la clase al  patio del recreo, para finalizado éste, volver  a persignarte  hasta llegar de nuevo a la clase. ¿Qué injusto fue nuestro profesor, verdad? Nosotros te respetábamos, pero él, considero que era una manía extravagante y fuera de lugar. Pero al día siguiente, yendo detrás de ti en la fila, note que tú, de manera disimulada y sin que nadie lo percibiera, te llevabas la mano a la frente, al pecho y luego a un lado y a otro de los hombros... ¡Bendito seas Docampo, donde te encuentres ahora! Y acuérdate de mí, porque  en el recuerdo,  tu bondad, me hace sentir inexorablemente más cerca de Dios…   

 

         En Cádiz, a 14 de junio de 2.007, a las 2211h.

                                                                                         
 
                                                                                            Manuel  Castillo  Sempere

 

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                                                NARANJOS AMARGOS

                                                                     «¡Mandad a los jardineros que traigan el alma de sus  jardines…»
                                                                                                      

   Azahares, azahares, azahares…Azahares y naranjos amargos de las puertas del Ayuntamiento. La primavera ha llegado y todo el aire se embalsama de la esencia de la flor del naranjo. Todo el ayuntamiento se viste de blanco soñando los sueños imposibles de los azahares. Los niños nos encaramamos a las ramas de los naranjos y vamos llenando nuestras manos de sus flores. Las niñas nos  las piden para hacer guirnaldas para el pelo. Las muchachas para olerlos y soñar un momento con ser princesas… Azahares para poner  junto a la mesilla de noche, un vaso de agua  y la fotografía del amado. Azahares y naranjos…Azahares para las cruces de mayo, azahares para el sosiego y la calma. Azahares para sentir, como Miguel Hernández, la libertad en la sonrisa de un niño…
    Y llego otra primavera, y ya el aire no traía el aroma perfumado de los azahares blancos del Ayuntamiento. Pero ¿dónde están los naranjos amargos…? ¿Dónde están aquellos naranjos amargos de mi niñez? ¿Dónde están que no pude verlos?...
   Al alba, cuando la mañana va rompiendo con su primera claridad la noche, he ido de ronda a la iglesia de África al pie del Ayuntamiento, y sin poderlo evitar, casi sin saberlo, ha estallado  en mí el  deseo  de sentir otra vez,  aquellos momentos donde  la  primavera se anunciaba tímidamente, con  apenas unos frágiles pétalos de escarcha… Pero ya no se puede sentir la primavera, ni asoma  la niñez en la esquina  de la iglesia de África, al pie de  las puertas del Ayuntamiento. No, ya no están los naranjos amargos,  ni siquiera tiene limones el limonar injertado de Serbando, junto  al Sin Nombre, el bar de Lucas. Ya no se puede sentir la niñez, porque ya no están en el aire la esencia perfumada de los azahares, ni su néctar, ni su color blanco… Ya no se puede sentir la niñez, ni el susurro de la primavera se anunciará con las hojas verdes de los naranjos… Los naranjos de hojas verdes, sólo permanecen ya, en la memoria de nuestros recuerdos…
    ¡Qué venga alguien, que venga un rey, un mago o un concejal, o un teniente de alcalde, o el mismísimo alcalde, y ponga remedio a este asunto con un bando municipal! Y en  él se lea: «La primavera llegará cuando se sienta en el aire el olor, la esencia, el perfume del azahar.» ¡Jardinero!, ¡jardinero!, ¡Jardinero!... busca en los jardines los naranjos que alguien arrancó  de las puertas de esta Casa Consistorial.
    Los naranjos están de nuevo luciendo junto a las puertas, al pie del Ayuntamiento, como antaño, como siempre, como toda la vida han estado. En primaveras azahares, y en otoño, naranjas, las mejores naranjas  amargas de toda la ciudad. Y josefina, desde sus esquina del cielo, ya puede sonreír de nuevo, porque nosotros, ramblilla abajo, ya vamos -sin que nos mande- a recogerle las naranjas para que fabrique su mermelada, la mejor mermelada artesanal, marca de la casa.
    Azahares, azahares, azahares…Azahares y naranjos amargos de las puertas del Ayuntamiento.

 

      En Cádiz,  a 20 de agosto de 2008

                                                                                Manuel  Castillo Sempere

 

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                                                 LA OTRA MARISOL…

 

    Sí, la otra Marisol…La Marisol de Solita y de Miguel. La Marisol de Joaquín y de Alicia. La niña-princesa de mis tíos…La Parca se la llevo en plena juventud,  apenas comenzando a vivir…¡Qué dolor tan grave y tan profundo! ¡Qué manotazo brutal e inesperado se la llevó sin darle tiempo a contar más que un ramillete de primaveras azules! La vida, a veces, se llena de tanta crueldad, que es mejor olvidar su nombre…
    Marisol, nunca nos hemos olvidado de ti, siempre recordamos tu alegría y la delicadeza tan especial que tenias al sonreír por cualquier cosa, pararte, y luego en un estallido, sonreír de nuevo…
    Yo,  recuerdo, que  en aquellos años de niñez, los domingos paseábamos  a lo largo de la calle de la Muralla, yendo y viniendo  desde el  Cristo hasta el Puente…una, dos, tres vueltas….yo que sé la de vueltas que dábamos;  pero a cada vuelta- yo era algo más pequeño, y ya sabemos que las niñas están más adelantadas en estás cuestiones-, yo  pretendía que me dieras un beso; de tal manera, que al tercer beso me decías con aquella risa tan singular y burlándote de mí:
    -Hasta el domingo que viene no hay más besos…
    Y yo, avergonzado, no me quedaba más remedio que dejar pasar el tiempo hasta   el domingo siguiente, para esperar que ella pasara junto a mí, y de nuevo ir a besarla…,
    Marisol, yo podría recordarte aquellas tardes de agosto por San Joaquín, cuando  se reunía  toda la familia para celebrar el santo del abuelo; te acuerdas como peldaño a peldaño llegamos hasta la parte alta del “reñidero”, y desde allí corríamos a escondernos para que los mayores no pudiesen encontrarnos…Después, cansados de escuchar  nuestros nombres, no nos quedaba más remedio que aparecer y encogernos de hombros como si no hubiésemos escuchado nada. Más tarde, a la par que el queso  tan rico que la abuela Juana iba colocando en los platos, esté también desaparecía con una premura que nadie, por apuro, se atrevía a preguntar; pero nosotros con las bocas llenas a rebosar si que conocíamos perfectamente el misterio de aquellas desapariciones…
    Marisol, y te acuerdas de  aquellas “giras” en que toda la familia se desplazaba a las playas de Marruecos; te acuerdas de la arena, de la brisa, de los juegos al mismo borde de la orilla, entrando y saliendo del mar….de aquel mar unas  veces verde, azul…transparente. Sí, estoy seguro que te acuerdas, porque tú igual que yo, amas  sobre todas las cosas a ese mar tan nuestro que esta en nuestra alma, aun antes de nacer…
    Marisol, tú, ya eres el mar… Tú, ya eres la brisa y el cielo…Tú ya eres el Chorrillo, y la Rivera…Tú, ya no tienes cuerpo, porque habitas en el corazón de todos nosotros…Tú, amaneces todas las mañanas a  levante del monte Hacho…Y te despides de nosotros  cuando el sol todas las tardes cae tras las cumbres de la “Mujer Muerta”….
   Marisol…Dios te reclamó, y tú, con aquella sonrisa tan  especial que tenias, no te atreviste a decirle que no…
    Marisol, te acuerdas de aquel otro día…Marisol, te acuerdas…  

 

              En Cádiz, 8 de mayo de 2008

 

                                                                                      Manuel  Castillo  Sempere

 

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                                                     EL NACIMIENTO

 

    Al acercarse la Navidad, a los niños del patio, el sentimiento navideño nos embriagaba de tal manera que decidimos  hacer un Nacimiento.  Como quiera que   Juan Antonio, tenía guardada muchas figuritas y solía ponerlo otros años, convenimos hacerlo en su casa. Al estar de vacaciones, toda nuestra actividad se iba a dedicar a  partir de ahora a  construir  el  mejor Belén  que se hiciese en los patios del «Callejón del Asilo».
   Una vez que  planeamos la forma de cómo debían quedar configurados los diferentes elementos del Nacimiento, empezamos a buscar la forma de conseguir todos los materiales necesarios para su realización. Y aquí es cuando empezó para nosotros toda una actividad frenética para ir poco a poco componiendo el Nacimiento.
   En una esquina del comedor de la casa de Juan Antonio, pusimos unos tableros cubiertos con varios pliegos de papel de estraza  para hacer la base  donde después iba a cimentarse todo el Nacimiento. Una sábana en desuso a modo de cortinaje cubría  los bajos de todo el entramado  que habíamos colocado. Y finalmente, para terminar el escenario, en la papelería la “Única” adquirimos varios rollos de papel azul para simular  el cielo, al que le fuimos pegando estrellas de color plateado; y por último, un poco más grande que las demás: la «Estrella de Belén», señalando,  con su larga cola de fuego, el establo donde ocurriría el milagro de la Navidad.   Luego, salimos a buscar serrín a la carpintería  de la calle «Larga»-Jáudenes- y lo fuimos  colocando  a lo largo y ancho de todo el perímetro  simulando la tierra de los campos.
  Cada día nos tocaba estudiar una estrategia para conseguir cualquiera de los diferentes elementos del Nacimiento;  así que aquel día nos toco las montañas. Dicho y hecho, nos encaminamos a los muelles del puerto y, en ellos, después de patearnos todos sus rincones, por fin  conseguimos unos trozos de corchos que venían al pelo para  simular las montañas de Judea.
  ¡Qué emoción la nuestra!,  cuando  cada día aquello iba tomando forma. Aquella nueva jornada, nos toco deambular por todas  las calles de Ceuta, e ir recolectando cajetillas  vacías de tabaco americano, a las cuales le quitábamos el papel plata; después, una vez  bien planchados, los íbamos colocando  en el lecho del río y encima, para que tuviera visos de realidad,  se le añadía diferentes piezas de cristal, para con ello, al reflejarse el papel de plata en el cristal, simular  los  rizos de agua que  produce la corriente  al bajar un río.
  Otro día, en otra nueva aventura, caminamos hasta el monumento de  «González Tabla»s, justo detrás de la iglesia de África, y con  cuidado para que no se dañara, fuimos   recogiendo trozos de  la yerba que crecía  entre las losetas del suelo. Cuando hubimos hecho un buen acopio, nos dirigimos de nuevo al patio,  y con el primor de un artista, dispusimos la yerba  a lo largo de las orillas, simulando la maleza y los cañaverales  que crecen en las márgenes de los ríos.
  Una vez terminado  el  teatro de operaciones donde iba a tener lugar el misterio de la Navidad, nos dispusimos celosamente a  colocar las figuritas que Juan, el padre de Juan Antonio, conservaba como una reliquia en un altillo. Las figuritas se encontraban guardadas en diferentes cajas de madera, y estibadas con serrín para que no sufrieran daños. Algunas de ellas, que estaban algo deterioradas, Juan –que era pintor- las fue pintando de nuevo para realzarlas y darles un mayor colorido. Otras, las menos, si acaso estaban rotas, se les untaba pegamento, se dejaba secar y luego se las pintaba  para que no se notase la rotura. 
    Finalmente, el Nacimiento quedó acabado; toda aquella actividad frenética de aquellos días previos a la Natividad del Señor, habían concluido. «El Niño Dios», estaba ausente del portalito esperando nacer el día de Nochebuena. Los Reyes Magos, avanzaban  un paso calculado cada día para estar junto  a la «Sagrada Familia»,  a las doce de la noche del día veinte cuatro. Así, que nosotros,   para no dar por concluida  toda nuestra intensa labor  de días anteriores, y prisioneros todavía de nuestra mágica ilusión, nos dedicamos a juntar hasta la última peseta; después llenos de alegría,   andábamos  toda la calle Real arriba hasta cerca de la iglesia de los Remedios, donde se encontraba  la papelería “Álvarez”; allí, detrás de los cristales de un mostrador se encontraban esperándonos: pastores, angelitos, leñadores, lavanderas, rebaños de  borregos, caminantes, soldados romanos, camellos, gallinas, poyuelos…y un sin fin de diferentes figuritas que nos ponían los ojos como platos.  Que me perdone el Sr. Álvarez, que tan amable y con tanta paciencia nos atendió siempre,  pero era algo irrefrenable  para unos niños, algo que se veía venir, y finalmente ocurrió: algunas de aquellas  figuritas de manera misteriosa aparecieron en algunos de nuestros bolsillos, para más tarde, quizás,  a modo de milagro, aparecer de nuevo  decorando nuestro querido Nacimiento.
   Aquella noche, la Noche Buena del año cincuenta y ocho, entre villancico y villancico de los Gaona,  los niños  del patio, nos fuimos acercando a la casa  de los Vallejos. Junto a sus padres y hermanos, a las doce de la noche, Juan Antonio, emocionado,   puso al «Niño»   en la cuna. «¡El Niño  Jesús! ¡El Niño  Dios!», por fin, había nacido entre nosotros,  en aquel «patio» tan humilde…

 

          En Cádiz,  se empezó el día 1 y se acabo el 2 de enero  a las 10-23h.  de  2.007.

 
                                                                                       Manuel Castillo Sempere

 

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 LA  NOCHE BUENA HA LLEGADO…

 

     Ha llegado la Noche Buena. Todo el patio está traspasado por un sentimiento  mágico de una nostalgia nueva  que no se acierta a adivinar de dónde viene. Es verdad,  el patio está en calma, pero sin embargo, todos permanecemos a la espera de  una señal, de un presagio, quizás, por qué no,  de una estrella  que cruce rauda, brillante, hacia oriente… allá  en el cielo constelado y nos anuncie la buena nueva de que ha nacido  Jesús, nuestro Dios.
    En todas las casas del patio hay esta noche una alegría especial. Todas las familias quieren en esta noche estar mas juntas que nunca. Desean ser amadas y amar. Sueñan  y han soñado todas las noches del año para que  esta noche sea única e inacabable,  infinita, atemporal,  sin horas…
    ¡Dios mío que noche más hermosa! Mi madre, sintiendo lo extraordinario del momento,  ha sacado del aparador  el  mejor mantel que tiene guardado como oro en paño y lo extiende con una calculada suavidad  sobre la mesa del comedor. A continuación busca  también las mejores copas y casi sin rozarlas, con una delicadeza extrema, las va depositando una a una  sobre el mantel  que acaba de desplegar. Ella, distraída en sus quehaceres, no sabe, ausente, que sin pretenderlo, me acaba de enseñar a apreciar el amor por las  pequeñas cosas… 
   La noche avanza y en todas las casas, mientras se cena, se charla de la familia,  de las necesidades, de los ausentes…..En fin, de tantas cosas se charlaba, que daba la sensación que aquello no fuera a acabarse nunca. Pero sin que nadie lo propusiera, sin que nadie supiera  a ciencia cierta porque; el caso era que los villancicos empezaban a escucharse por todos los rincones del patio: aquí se escuchaba un villancico, allí se escuchaba otro; primero en  una casa, después en otra; y así,  de  casa  en casa, cual una feria de luces, el patio de iba encendiendo al calor y a la alegría que brotaban de aquellos  entrañables villancicos.
    Los Gaona, como directores  improvisados de aquella orquesta eran los que con más entusiasmo se entregaban a esta fiesta. Llevaban un mes ensayando sin parar, sin darse un respiro, repitiendo y afinando los villancicos todas las tardes después de almorzar…Así  que ahora, efectivamente, por fin,  la Noche Buena había llegado, y ésta era su gran noche, el momento culminante cual una  ceremonia  iniciática  en las que todos sus miembros se identificaban  con el apellido  Gaona. A veces, era cierto, no se puede negar, pasaban necesidades, eran tantos a la hora de repartir, que no se comprende como la buena de Josefina tenía tantos ánimos y podía soportar aquella carga tan pesada. Pero eso, esta noche no importaba, ellos, esta noche, eran los auténticos protagonistas del patio,  cantaban y volvían a cantar todo su largo repertorio de villancicos sin darse resuello, sin darse descanso, casi hasta la extenuación; luego tras darse un breve descanso, volvían otra vez a empezar de nuevo…
    Cuando ya el cansancio empezaba a dejar huella y la fatiga parecía despuntar en sus rostros, Rafael, -el Patriarca- con un golpe de timón, como buen patrón que era, señalaba  con el brazo en alto en dirección a  la puerta, y a continuación con aquel vozarrón tan característico, sentenciaba:

-¡Vamos a cantarle a los vecinos…!

Así, que al momento, ya estaban a mi puerta desgranando las primeras estrofas:

      - ♫  La Virgen va pisando nieve
             en  vez de pisar rosas y claveles.
………..Hojas de naranjo, y hojas de limón
             la Virgen María es Madre de Dios.
             Hasta  los peces cantan con alegría
             de llevar en la barca a José y Maria,
……….y el Espíritu Santo, que es el patrón,
            va conduciendo la embarcación. ♫

Y luego otra:

……….♫..Flor de montaña,
…………..que  el agua de tu arroyo
…………..ya  no me baña.
………….Recuerdos tristes que me acompañan♫
………♫  La virgen  va caminando solita,
………….y  no tiene más compaña
…………que  el niño en su barriguita. ♫

Y después de cantar varios villancicos, y a modo de preámbulo para descansar un rato, concluían con el siguiente estribillo:

-  ♫ A tu puerta hemos llegado cuatrocientos en pandilla,
……si  quieres que te cantemos, saca cuatrocientas sillas.♫
    ♫ Y con ésta no canto más porque me duelen los dientes,
…… y  no veo venir la copa del aguardiente.♫

     Todo el mundo se reía de las ocurrencias de los Gaonas, de tal manera, que no quedaba más remedio que acceder  a lo que pedían, y   al instante, mi padre, sin dudarlo, les pasaba la botella del aguardiente.
   Después de un rato, daban   también su ronda por el patio de “Arriba” donde los vecinos nada más verlos llegar, se apresuraban entre risas, a sacar las botellas de anís y de coñac y algún trocito de turrón, ¡porque no!, para endulzarles el paladar según decían ellos; al momento, agradeciendo el detalle, comenzaban por enésima vez a cantar su largo e inacabable repertorio de villancicos

………..♫Tras montañas,  senderos y valles,
…………..camina un pastor;
…………..con una ovejita al hombro
……….….para regalarla al niño de Dios.♫
……….…Pero cansado y hambriento, al anochecer
………….se metió en una posada  para que le dieran de comer;
………….no comerás le decía el posadero,
………….porque no tienes dinero y no me podrás pagar.

………….Sintió rugir el temporal,
………….yo  no quisiera salir de aquí
………….con  este gran temporal.
             Cerró el posadero la puerta
             dejando  en la calle al pobre pastor,
             sin  más calor y abrigo
             que  la ovejita del Niño de Dios.
             Y quiso Dios, que el malvado posadero,
             se quedara sin dinero
             y  tan pobre como aquel pastor.

 Después, como siempre, añadían alguna cancioncilla simpática y de cosecha propia, para romper la monotonía y hacer reír  al personal:


……..♫ Trío, trío, trío,
………...trío, trío, trío, tra;
………...que a Pepito el “Valenciano”,
…………le ha “tocao” la mortera.♫
……..♫ Trío, trío, trío,
………..trío, trío, trío, tra;
………..que a Pepito el “Valenciano”,
………..le ha “tocao” la bacalá. ♫

Pero la que se llevaba siempre la palma era la de los sabañones, a saber:

    - ♫A los dueños de esta casa,
          Dios les de salud y pesetas;
          y a la vecina de enfrente
          sabañones  en las tetas. ♫

     Sonrisas y mas copas de anís y de coñac…
    
     Finalmente, cuando  regresaban de peregrinar por todo el patio, Rafael, con la misma autoridad que le caracterizaba siempre, levantaba el brazo y con la voz ya ronca de tanto villancico, anunciaba:
     
      -¡A la calle Real, vamos a cantarle a Ceuta….!
   
    Y yo, sin poder evitarlo, y apenado por tener tan solo siete años, contemplaba impotente como se perdían ramblilla abajo, entre panderos, sonajas y cánticos de la Navidad…. 


    En Cádiz, a   las 13 h. 2.006 del día de Navidad(*)

                                                                                       

                                                                Manuel Castillo  Sempere.

 

(*)Este texto fue redactado la noche de la "Nochebuena y concluido el día de la Navidad.

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                                                          EL MATINÉE

 

    Los domingos por la mañana, después de levantarme y de desayunar, mi madre, me vestía  con la ropa que estaba guardada en el ropero sólo y exclusivamente para los domingos.
    En el Cine África proyectaban los domingos  una sesión matinal para los niños. Como es de suponer, los temas de los filmes se preparaban para  toda la chiquillería que  a raudales inundaba  las estancias del cine. Muchos padres, aprovechaban la coyuntura, y acompañaban a sus hijos, pero en realidad lo hacían gustosos porque a ellos también, como una criatura más, les encantaba esa sesión matutina.
    El espectáculo que allí se daba  era realmente prodigioso: niños de todas las edades se arremolinaban en la ventanilla de las entradas, en la puerta y en las escaleras del Cine África; era una autentica fiesta de color; aquí un grupo de niños hablaban y compraban chucherías; allí otros corrían y se perseguían; mas allá otros reían  y se ocultaban en unas pequeñas travesuras sin fin.     Yo, algunas veces, después de enredar y cansado de tanto ajetreo, me gustaba ausentarme  junto a una columna de la entrada, y desde esa altura, me deleitaba contemplando todo el tremendo bullicio que se armaba. El festival multicolor que se ofrecía a mis ojos era inenarrable; toda aquella chiquillería, vestida por sus madres con las mejores ropas de los domingos, a saber:   jerséis, verdes, rojos, amarillos…; pantalones, grises, azules, marrones…; faldas, estampadas, plisadas, cortas, largas, de todas clases y maneras…; chaquetones, abrigos, impermeables, chaquetas, de mil formas y colores…Todo aquello era un verdadero disfrute  para los sentidos, un auténtico carnaval multicolor que los niños de Ceuta escenificaban  todas las mañanas de los domingos.
   ¡Qué ilusión! ¡Qué griterío! ¡Qué sensación de vida!  Sí, no lo dudéis, no os estoy mintiendo. Las mañanas de los domingos, sin lugar a dudas, constituía una fiesta para todos nosotros. Con  la misma fuerza con que brota la naturaleza en primavera, también nuestros corazones, ¡llenos de emoción!, brotaban en aquellas mañanas.     
    Una vez dentro, el jolgorio no cesaba hasta que por fin comenzaba la sesión y los ecos del continuo griterío iban poco a poco apagandose. La pantalla, a todas luces, constituía una verdadera ventana abierta al mundo y a la ilusión. Por poco más de una hora, los niños podíamos  sentirnos: guerreros, reyes, campesinos, soldados, faraones, aventureros, marinos, mosqueteros, santos, mártires….Qué sé yo, mil formas distintas de sentirnos transportados a otros lugares y a otras épocas  pretéritas. Puedo citar a un sin fin de películas que pasaron ante nuestros ojos despertando en algunos casos la  curiosidad de lo inalcanzable, y en otros, el humor irrefrenable de las  primeras carcajadas cantadas a coro; sin ir más lejos, recordaremos  a  Ivanhoe, la Túnica Sagrada, los Diez Mandamientos, la Mula Francis, “Manolo, Guardia Urbano”, Ford Apache,  Rió Grande, las películas  inolvidables de el   “Gordo y el Flaco”, y sobre todo las de  «Charlot», qué sería el cine sin las películas de Charlie Chaplin …   ¡Ah, casi se me olvida!, y  las películas entrañables  de «Cantinflas», con aquel enredo continuo con las palabras que dejaba boquiabiertos  a propios y extraños, pero que sin embargo a nosotros nos producía tal explosión de gracia, que el cine entero, en una sonora carcajada, parecía por momentos venirse abajo. ¡Cantinflas,  cuántos sinsabores has hecho olvidar con tu graciosa picaresca; cuánto  te debemos, Mario Moreno, «Cantinflas», cuánto…  Nunca, por tanto, porque no puede ser menos, te podremos olvidar, nunca…!  
     Acabada la sesión, los niños se desparramaban  en una riada de vida  por todas las calles    camino de sus casas. Unos  caminaban  a la calle Real; otros se entretenían jugando en los alrededores;  aquellos venían  hasta el Recinto para observa el mar y  algunos,  los más atrevidos,  nos tirábamos ladera abajo hasta  alcanzar la playa. 
  Ahora, ya de mayor, cuando vuelvo a Ceuta, como una promesa, como una cita atávica con el pasado, voy al Recinto, junto al África; y desde allí,  frente al azul infinito del mar, me vienen como en un rumor,  los gritos y la alegría de los niños al salir del cine; y aún, puedo recordar-la nostalgia lo puede todo-cómo era posible que aquellos mocosos, ¡tan llenos de vida!,  sin medir el peligro, se lanzasen ladera abajo, protegidos sólo con su risas  hasta llegar a la orilla de la playa. Sin duda, alguien, sin  nosotros saberlo, en su infinita bondad, nos protegía constantemente…

 

      En Cádiz, a  las 11-00h. del 13 de Enero de 2,007

 

                                                                Manuel  Castillo  Sempere

 

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INSTITUTO III. EL MÉTODO ARÓSTEGUI

 

     Después del Ingreso, nos esperaba una verdadera cordillera de dificultades: seis cursos, dos reválidas y un curso de Preuniversitario para los que decidieran realizar estudios superiores. Demasiada empinada la cuesta para unos niños que apenas nacían a la vida,  el juego y la alegría  sin límites, habían sido los principios que motivaban sus inocentes existencias.
    Uno  de aquellos días, justo en el vestíbulo donde desciende la escalinata de los pisos superiores, Benelbas -un niño hebreo, listo y con un desparpajo que asombraba a propios y extraños para su corta edad-, abordó a un grupo de muchachas de sexto y les preguntó:
    -¿Cuesta mucho trabajo llegar a vuestro curso?
    -Las muchachas sorprendidas por la pregunta de este mocoso se echaron a reír, para a continuación una de ellas responderle:
    -No, no cuesta ningún trabajo, sólo tienes que estudiar y atender las lecciones de los profesores.
    Aquella frase se me quedaría grabada, a fuego, en mi pequeña inteligencia para siempre. Sí, aquella muchacha anónima, me enseñó definitivamente el método de trabajo  para alcanzar cualquier fin que nos propongamos: «estudiar y atender al que te ofrece su conocimiento» ¡Qué hermosa frase! Aquella muchacha anónima, en su sencillez y espontaneidad, había definido en su más exacta concepción  el sentido de la  Pedagogía.
    Del Instituto puedo recordar aún muchos de  sus rincones, pero de los profesores, de aquellos entrañables profesores, puedo sin duda, sin la memoria no me falla,  recordar a casi todos… Puedo recordar por ejemplo a la señorita Jalón, profesora de francés, cosmopolita y de comportamiento liberal, que nos alegraba la clase con su buen hacer y su aire moderno, que pareciera que en cualquier momento pudiera marcarse un «Twis» con los Beatles de teloneros. La vida, a veces, tiene coincidencias sorprendentes; ella, una mañana, me dijo que me parecía a  Marcel Prous -el autor de «Á la recherche  du temps perdu(1)»; efectivamente, en la fotografía que aparecía en el libro de texto, al menos en el peinado había una similitud. Pero sin embargo, este  hecho ocasional, se ha convertido con el paso del tiempo en una premonición; porque igual que Marcel Prous, yo  también busco recuperar a través de estos capítulos el tiempo pasado de mi niñez… Como puede ser ¡Dios mío!, que la vida te guarde estas sorpresas, y una simple referencia a un autor, dicha  en un momento  sin ninguna intención, se convierta al cabo,   en algo más profundo y lleno de  motivación.  En definitiva, nada sabemos del destino  y  de sus inescrutables caminos…   
    Y, qué puedo decir de don  Antonio Aróstegui y de su esposa Marita… ¿Qué puedo decir…? Pues, atiendan  y escuchen: el Sr. Aróstegui, el primer día de clase nos dijo:
    -Ya sabrán ustedes, por los cursos superiores, que yo suelo aprobar a todos  mis alumnos -los compañeros nos miramos  asombrados y sonreímos llenos de satisfacción.
    Pero al día siguiente, comprendimos por qué el Sr. Aróstegui, aprobaba a todos sus alumnos: todos los días de aquel curso  nos preguntó  la  lección correspondiente de filosofía de manera inexorable e imperturbable –bebimos la filosofía a tragos largos hasta sentirnos en su alcohol parte de ella- a los más de cuarenta alumnos que formábamos  el sexto A. Increíble, verdad, pues así se las gastaba don  Antonio…
   Corriendo el tiempo, ya de profesor en el Politécnico Marítimo Pesquero de Cádiz, yo acaricié la idea de imitar a mi antiguo profesor e intentar aprobar a todos mis alumnos. Dicho y hecho, y como un poseído me lancé a esa dura tarea. El viejo método pedagógico de don Antonio, con algunos matices nuevos fue puesto en práctica. Y, yo, como él, también decía a mis alumnos:
    -Ya sabrán ustedes,  por los cursos  superiores, que yo suelo aprobar a todos mis alumnos.
    Y ellos, como nosotros entonces, sonreían de satisfacción; pero los insensatos no sabían, como tampoco nosotros, que yo en los exámenes les iba a preguntar  todos y cada uno de los temas que aparecían  en el índice  de la asignatura correspondiente. Bien es verdad, que mis exámenes eran largos, y a veces con intermedios para que descansaran y renovaran fuerzas, pero he de decir, vaya la verdad por delante, que yo, como  don  Antonio, jamás permití que ningún alumno suspendiera mis asignaturas. Más todavía, he de decir, que cuando el director o algún profesor,  me preguntaban  curiosos por mi sorprendente método  de trabajo; yo sonriendo de oreja a oreja, les decía:
    -Pero cómo, ¿es que ustedes, no conocen el famoso método pedagógico  «Aróstegui»?, pues entonces, son  ustedes unos anticuados y  están fuera de la modernidad…
Don  Antonio, mis alumnos, la mayoría  van ya de capitanes de  pesca, de patrones y mecánicos navales, y algunos son licenciados en Marina Civil; pero sin embargo, su método, «el método Aróstegui» que usted ideó, no está en el olvido, sino al contrario, está presto para que pase de boca en boca a  la siguiente generación… Sí, como la llama de una  antorcha plena de generosidad y conocimiento…
   Y de Marita… ¿Qué puedo decir de Marita…? Pues atiendan y escuchen también: como quiera que algunos de mis poemas salieron publicados en la revista «Hacer» del Instituto, Marita, profesora de Literatura, me felicitó y me animó a que siguiera escribiendo. Y de  de tal manera  me animó, que  un día apareció por mi clase, me llamó  y con una sonrisa de las que enamoran, me dio un pequeño libro que había adquirido en el rastro de Madrid. Aquel libro llevaba por título, ni más ni menos que: «Veinte poemas de amor y una canción desesperada(2) », de Pablo Neruda… Abrí el libro lleno de emoción,  y lo primero que leí fue lo siguiente:

                         «Inclinado en las tardes tiro  mis tristes redes

a  tus ojos oceánicos (3).

Allí se estira y arde en la más alta hoguera

mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.»

    Quedé mudo y sin poder  articular palabra; ella, viendo mi azoramiento, volvió a sonreír   y a continuación me apuntó:
    -Léelo, ya me contarás…
    Y, efectivamente que lo leí; así que al día siguiente, en el tiempo del recreo, me subí a la sala de profesores y pregunté por ella.
    -¡Marita, aquí hay un alumno que pregunta por ti! -afirmó, sonriendo, uno de los profesores.
    -Marita, se asomó a la puerta y al verme exclamó:
   ¡Pero si es el poeta, pasa, pasa, joven…!
   Aquel reconocimiento delante de los profesores, fue para mí, el mejor de los regalos que alguien me pudiera haber hecho.  Fue la primera vez, que tuve un reconocimiento por expresar mis sentimientos a través de unos versos. Yo sentía la necesidad de hacer brotar toda la pasión que guardaba en mi interior. Y, no sé por qué, ella, adivinó lo que tan celosamente  mantenía encerrado tras los barrotes de aquellos primeros poemas adolescentes… Sí, Marita, he de decirte, que tú, sin saberlo, me enseñaste que debía  de alejarme del brillo prestado de los planetas; y por el contrario, me acercara  a la luz tenue y primigenia que apenas empezaba a nacer en mi alma… Nunca sabré, por qué se adueño  de ti la generosidad al leer mis versos… yo, sólo intentaba rimar: …cae despacio la tarde, con: … y se besan olvidados  los  amantes; o,… las nubes van pasando grises, con:. … sueña el alma triste; o, señalaba sentimientos de esperanza, de nostalgia,  de amor… y sin embargo, con un suspiro, con tan sólo una palabra: ¡poeta!, iluminaste la estancia donde se albergaban  abandonados mis sueños…
Así, de esta manera tan insólita, Marita, me ató a la yunta de la poesía para siempre…     

     
        En Cádiz, a las 2326h  de 13 de junio de 2007

                                                                       

                                                                 Manuel  Castillo  Sempere

________

   1 Á la recherche  du temps perdu: A la búsqueda del  tiempo  perdido 

             2 Aquel libro: "Veinte poemas y amor y una canción deseperada", hoy, después de casi 40 años, aún lo conservo...                                        

   3 Se daba la circunstancia que por entonces yo tenía una novia irreal  de pelo rubio y ojos verdes, a veces grises, que parecía sacada de una leyenda nórdica. Y yo me imaginaba, como en el poema, echando las redes de mis sentimientos en el agua infinita de sus ojos… Aquel poema de Neruda me trastornó a tal punto, que ya desde entonces no he sabido nunca si el mar son los ojos verdes, a veces grises, de aquella muchacha; o por el contrario, aquellos ojos fueron   la expresión  más exacta de la belleza interminable del mar…

 

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EL INSTITUTO VI. EL  PROFESOR DE CANTO

 

      El profesor de canto, don Andrés del Río Abaurrea, levantaba el diapasón en señal de atención, a continuación -en una ceremonia mil veces repetida-  se lo llevaba al oído, después, tras unos segundos, levantaba por encima de su cabeza las dos manos  y finalmente, en un arrebato de fervor musical, dejaba caer sus manos con firmeza, para luego, con una decisión indescriptible,  moverlas a derecha  e izquierda, arriba y abajo, al compás de nuestras voces, que él intentaba a veces, con desigual fortuna, que se fueran armonizando al unísono, como  cercanas y enlazadas se cimbrean  por el viento las espigas de trigo en los campos… 

                                         ♫«Pon; pon, pon, pon;
                                          pon, pon, pon ;
                                          pon, pon, pon.(bis)
                                            Vamos mozas a bailar
                                          que ya resuena el pandeiro,
                                          una vez decís que sí,
                                          otra vez decís que no;
                                          las mujeres sois así,
                                          que vais de flor en flor.
                                              Pon; pon, pon, pon;
                                          pon, pon, pon;
                                          pon, pon, pon»♫(bis)

    Pero aquello, era ponerles puertas al campo, el diapasón del profesor debería de estar a punto de derretirse por los continuos desafinos de nuestras voces. Era realmente una labor mayúscula, fuera de las posibilidades de su empeño, a prueba de bombas… Mérito tenía, sin lugar a dudas, soportar a toda aquella chiquillería; su labor  no tenía precio. Luego de esta primera composición, vendría el: «Gaudeamus Igitur», escrita en latín, de la cual no entendía nada, excepto aquel verso, que dice: «Post molestam senectutem», lo cual es bastante significativo…; y aquellos «vivas» que gritábamos  alegres y exultantes: «Vivat academia, Vivan professores». Más tarde, vendría el  Himno Nacional, de Pemán, con el ya famoso: «Viva España, alzad los brazos hijos del pueblo español….»    Sí, en aquellos años, el Himno Nacional tenía letra y además es muy probable que aún la pudiera recordar entera, sólo es cuestión de ponerse…
   Después, a modo de recitación, había una composición  hermosa, acerca de la siega, que en sus primeros versos decía así:

                                   ♫¡Está sí  que es siega de vida,
                                      ésta sí que es siega de flor

                                      Hoy, segadores de España,
                                      vení  a ver a la Moraña
                                      trigo blanco y sin argaña
                                      que de verlo es bendición

 

                                      ¡Está sí  que es siega de vida,
                                      ésta sí que es siega de flor!
Labradores de Castilla,
                                      Vení a ver a maravilla,
                                      trigo blanco y sin neguilla
                                      que de verlo es bendición

                                       ¡Está sí  que es siega de vida,
                                       ésta sí que es siega de flor¡»♫

       Pasados  los años, estando leyendo el Cancionero y Romancero Español de Dámaso Alonso, de repente me encontré con algo que hizo que el corazón me diera un vuelco;  en unas de sus páginas de autores conocidos encontré, para mi sorpresa,  esta canción  y tres paginas más adelante, figuraba,  como el autor de este zéjel,  ni más ni menos, que el fénix de todo los genios: Lope de Vega. ¡Bendita inocencia!, que todo lo pone al alcance de los inocentes: los niños. Cantábamos a Lope de Vega, sin saberlo,  sin percibir que nos estaban ofreciendo las flores más bellas del cancionero del «Siglo de Oro español».   ¡Bendita inocencia!, no, nos abandones nunca, aunque no conozcamos los nombres de los ilustres poetas…                                               
     Algunas estrofas de otras canciones se me vienen a la memoria, pero no consigo recordarlas del todo; seguramente, alguien con más memoria que yo las recordará… ¡Ah, un momento”, sí, sí, ya recuerdo, cómo podía olvidarme de las habaneras…Y entre ellas, cantábamos:

 

  Es Torrevieja un espejo
donde Cuba se mira
y al verse suspira
y se siente feliz.
Es donde se habla de amores
entre bellas canciones
que traen de Cuba
su alma y sentir.
………………..

 

A continuación, en la siguiente habanera, el mar casi podía sentirse:

 

Salió de Jamaica,
cargado de ron
un barco de vela (bis
rumbo a Nueva York.
En mitad  del camino
el barco se hundió;
la culpa la tuvo
el señor capitán
que se emborrachó.
…………………
También se cantaba al amor:                                                          

 
 
  Tres morillas me enamoran
en Jaén,
Aixa y Fátima y Marién.
  Tres morillas tan garridas
iban a coger olivas,
y hallaban las cogidas
en Jaén,
Aixa y Fátima y Marién.
                     .....................
 
 

  Y a Inés:      
         
Tres hojitas  madre
tiene la arbolé.(bis)
Dos en la rama 
y una en el pie(bis)                             
Debajo del puente
retumba el agua(bis)
Inés, Inés, Inesita, Inés…

 

También cantábamos esa canción que decía:

"En lo alto de aquel cerro,
umbaraumbarabá...
en lo alto de aquel cerro,
umbaraumbarabá...
¡Ay!, vive mi suegra.
Y por no gastar zapatos,
Umbaraumbarabá…
y por no gastar zapatos,
umbaraumbarabá
¡Ay!, no subo a verla.
Umbaraumbarabá…
¡Ay!  no subo a verla....
umbaraumbarabá…

 

    Pero la canción que todos esperábamos como agua de mayo era: Co co creeeeé…

Mi gallina ya ha puesto un huevo,
ya ha puesto un huevoooo…
Ya  lo nota to el gallinero,
to el gallineroooo....
Co, co, creeeé...
Co, co, creeeé....


    Era la canción perfecta para unos colegiales no demasiados afectos al estudio, y que ya a esa hora de la tarde, andaban un tanto cansados de latines, de ortografía y de aritmética… Y si bien es verdad que don Andrés intentaba hacernos sensible a la lírica a través de su vibrante diapasón  y de aquellas inolvidables canciones;  no era menos cierto, que él comprendía, a su pesar, que para nosotros, aquello de cantar nos venía un poco grande…  Y para compensarnos, para hacernos vibrar de emoción, para hacernos estallar en una sola garganta, en un  solo grito que llegara al infinito, nos apuntaba: Co, co, creee. Co, co, creeeé… Y al instante todo el gimnasio, como una sola voz, como un solo gallo de un corral imaginario y fantástico, se elevaba hasta alcanzar el tono más alto  que jamás pudiera emitirse. Y al momento, pasado el silencio, comenzaba una ola de alegría, risas, palmas, saltos, gritos…Y tras la ola, la paz inmensa de la sonrisa de don Andrés...

  Y finalmente, como colofón y como no podía ser menos, cantábamos el himno a nuestro pueblo, a Ceuta:       

                                                                      

                                      ♫«Salud, noble ciudad,
                                        salud y honor.
                                        Traemos para ti
                                        rimas de paz y amor.

                                            Ceuta, mi ciudad querida,

la siempre noble y leal,

cuantos  a tus playa llegan,

encuentran aquí su hogar.

Avanzad  hacia el  Estrecho

puente al África tendido,

no existe región de España                                  

que, en ti, no forme su nido».♫

 …..…………………….                           

                                                                                   

     Entre aquellos niños cantores e irreverentes, me encontraba yo, pero no lo tome usted a mal, ni nos lo tenga en cuenta, si en algunas ocasiones no le prestamos la suficiente atención, o no pusimos el empeño que usted, sin lugar a dudas, se merecía; porque no fue por hacerle mala sangre, o por no  quererle; fue simplemente por que éramos unos niños,  y a los niños, ya se sabe, sólo les gusta, como a los gorriones, volar sin dueño, bajo los cielos violetas  de la tarde…            

 

    En Cádiz, a las 1427h. de 23 de Junio de 2.007

 

                                                                                            Manuel  Castillo  Sempere

 

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**

 

EL PAPA Y EL MONAGUILLO

 

    Amanece... y Paco León, el niño monaguillo de la iglesia de África, tiene que atender la celebración de la mañana. Deja la casa-barraca de sus padres y se encamina  por la calle que corre junto a la muralla, a la embocadura del túnel que sube hasta el Cuartel de Artillería, en la esquina de la Catedral; antes de subir por aquel obscuro túnel, aún tiene tiempo, como todas la mañanas, de tomar un sorbo de agua fresca de la fuente que mana en la entrada. Agua fresca en la mañana, como el frescor del alma de este niño, de apenas unos pocos años… Luego, una vez arriba,  atraviesa la plaza y entra en la sacristía; pero don Bernabé, no esta solo, junto a él se encuentra otro religioso de mirada amable que nada más verlo pronuncia: «buengiorno», y continua hablando en latín con el párroco. Pasado un rato, don Bernabé le apunta, que monseñor ha ido en viaje apostólico a Tánger, y ahora hay que ayudarlo a vestirse para el oficio de la Santa Misa, pues en su paso por Ceuta, él le ha pedido que desea  celebrar la Eucaristía en nuestro templo. Así, que intuyendo  que aquel ministro debía de ser  alguien importante, Grabiel, fue vistiéndolo con la atención y la dedicación que la situación requería. Primero le ayuda a colocarse el  amito, el  alba y el cíngulo a la cintura; luego la estola  la casulla y el manípulo; terminado de vestir, asistió, también a don Bernabé. Más tarde se puso la sotana roja y se ató el blanco roquete adornado de vainicas y encajes; y juntos salieron de la sacristía y se   encaminaron al presbiterio para oficiar la misa. Llegados, Roncalli se arrodilla y realiza la salutación inicial, besando el altar  y haciendo la  señal de la cruz de espalda a la asamblea y frente al impresionante retablo  dorado, tallado en madera, de la Virgen de África. Aún la liturgia conservaba el rito “Tridentino” inmutable desde el Concilio de Trento1...
    -In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti2 -dice Roncalli, Nuncio en Paris y desde el año 1953 Patriarca de Venecia.
    Los fieles contestan:
    - Amén3.
    -Y extendiendo las manos, exclama:
    - Introibo ad altare Dei4...
Y los fieles responden:
    -Ad Deum qui laetificat juventutem meam5...
    El Nuncio  concluyó la celebración acariciando sus últimas palabras:
    -Dominus vobiscum6
Los files responden:
   -Et cum spiritu tuo7
Y despide finalmente a los devotos:
    -Ite missa est8.
   Los fieles afirman:
    -Deo gratias9. 
   
Y como todas las mañanas, los bancos están poco poblados, sólo asisten los feligreses más devotos, y a  ellos, exclusivamente a ellos, les corresponderá la gracia de asistir a la Eucaristía celebrada por el nuncio de Roma,  el cardenal Roncalli, aquel que un tiempo más tarde,  el conclave del Vaticano le  designaría Papa, con el nombre de Juan XXIII.
     Luego de ayudar en la misa, Gabriel acompañó al “Beato” por la calle “Larga10”, donde le presentó a los canónigos de la Catedral: El padre Chico, don Eugenio Gómez Almaraz y al bueno de  don Martiniano; más tarde bajaron por la calle que da al  mercado y al  Canarias; continuaron  calle Real arriba hasta la iglesia de San Francisco, y de allí, pendiente  abajo, por el “Callejón del Obispo”, hasta la antigua Vicaría. Una vez llegados, Gabriel  le entregó su portafolios y le pidió su bendición; Ángelo Giuseppe, el Papa “bondadoso”, el Papa “más querido del siglo XX”… le puso la mano en la cabeza y lo bendijo; luego, inclinándose, le dio un beso…   
    Más de un lustro  hace ya de aquello, Gabriel, y aún, sentado con tus amigos de entonces11, en una cafetería en lo que fue nuestra antigua calle Misericordia, me vas relatando todo aquel acontecimiento como si hubiese sucedido ayer mismo. Incluso, te recreas, recordando que al terminar el oficio, Roncalli, puso en tus manos unas monedas  de uso extranjero…Y con un poco de tristeza, hablando contigo mismo, repites una, dos, tres veces…: «Yo tenía que haber guardado bajo siete llaves, aquellas monedas extrañas; ahora serían como una reliquia; pero como iba a saber yo, un monaguillo del Santuario de  África, que el hombre que me dio aquellas monedas, luego,  a los  pocos años , se convertiría en Juan XXII.»
    Gabriel, es menester que sepas, que no hace falta que guardaras aquellas monedas que te dio el nuncio; pues su recuerdo lo llevas tan dentro de ti; que aún te emocionas al recordar este hermoso pasaje de tu infancia. Un Papa y un monaguillo se cruzaron un momento en sus caminos. El alfa y el omega de la Santa Madre Iglesia. Lo más grande y lo más pequeño. Lo más alto y visible, y lo más cercano y anónimo.
    Un Papa,  Juan XXIII;  un monaguillo, Gabriel León Castillo;  una iglesia, la de África; y un  párroco tan entrañable como fue don Bernabé Perpén… Así me fue contada esta pequeña historia, y así os la cuento, con la intención de que no quede en olvido lo acontecido y en  vosotros permanezca la memoria de los hechos.

    Cádiz, a 16 de agosto de 2009  

                                                                                        Manuel  Castillo Sempere 

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 1   En aquel tiempo los sacerdotes oficiaban la Santa Misa frente al altar y de espalda a la asamblea,  según el rito “Tridentino”;  precisamente fue el cardenal Roncalli, luego de ser nombrado Papa, quien convocó el Concilio Vaticano II; y en él   se modificó la liturgia, y pasó a oficiarse la Eucaristía, frente al pueblo de Dios y en las lenguas vernáculas, quedando el latín, para uso en los  ritos latinos.
2    En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu  Santo.
3    Así sea.
4    Entraré al altar de Dios.
5    Hasta Dios, que alegra mi juventud.
6    El Señor esté con vosotros.
7    Y con tu espíritu.
8    Idos,  la Misa ha concluido.
9    A Dios, gracias.
10  Jáudenes
11    Paco Torres, Manolo Villatoro,  Servando, Celaya, Pepe Fortes, Servando.  

 

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LA PEDRÁ Y EL APAGÓN

 

    Aquella mañana se reunieron los monaguillos de la iglesia de África después de más de 50 años. Cada uno fue contando sus  pequeñas historias y sus recuerdos. Ya había contado Gabriel León lo extraordinario de su encuentro con quien luego sería el cardenal Roncalli y más tarde Juan XXIII -el papa del concilio Vaticano II, que haría sentir con sus conclusiones el rostro más humano de la Iglesia-;  y ahora Paco Torres, haciendo un gesto con la mano, comenzó a contar su relato…Yo, lápiz en mano, y con las entendederas abiertas de par en par para no perder comba, intente recoger todos los detalles de su descripción. Y he aquí, lo que buenamente pude recoger:
    En el Callejón del Asilo, no había demasiados farolas que alumbrasen sus esquinas, más bien pudiera decirse que escaseaban; así que si alguna, por cualquier circunstancia se apagaba, también se apagaba buena parte de la calle y plaza donde está se ubicaba. Y diose  la circunstancia  de que Paco Torres, que iba  camino de ayudar en la última misa de la tarde, se paró en la plazoleta del Chato al observar como unos chiquillos tiraban piedras a una salamanquesa que deambulaba cerca del foco de luz que se situaba en el muro junto al patio de los Aros y la Manini. Y a pesar de que llevaba el tiempo justo para asistir a don Bernabé en la Eucaristía –según cuenta él-, no pudo resistir aquel avatar, que sin proponérselo, quedaba expuesto ante él para demostrar, definitivamente, quién era en el barrio el que alcanzaba a tener  mejor puntería en el arte de lanzar piedras y atinar a la primera… Y Torres no se lo pensó dos veces; recogió el mejor pedrusco del entorno -en este caso medio ladrillo de aquellos de tinte rojizo y cocción maciza-,  apuntó y ¡zaz!, lo lanzó a la funámbula  salamanquesa que en ese momento, seguramente, sólo pensaba en saborear algunos de los insectos que revoloteaban alrededor del resplandor amarillo, que proporcionaban las bombillas de las lámparas.  Y quiso que el infortunio o quizás la mala suerte, que si bien la salamanquesa salió afortunadamente airosa de esta prueba de puntería, no lo fue tanto la farola, que al recibir el “ladrillazo” saltó por los aires hecha mil pedazos;  y por ende diera aquello un chispazo furibundo y quedase toda la calle Misericordia completamente a obscuras. Tras un primer momento de desconcierto, la chiquillería puso pies en fuga, huyendo por las penumbrosas callejuelas pregonando un nombre: «¡El Torres, el Torres, el Torres…!  ¡Ha sido el Torres…!  ¡El Torres, el Torres, el Torres…!» Y el Torres, todavía con el retumbe de su nombre golpeándole   los tímpanos, echo a correr que se las pelaba  hasta llegar a la puerta de la sacristía; todavía jadeante  por la carrera, entró y  fue  donde  le esperaba su  sotana roja y el roquete blanco con encajes de la ropa de monaguillo… Don Bernabé, al verlo tan excitado que apenas podía recuperar el resuello, le preguntó: “¿De donde vienes ahora, tan agitado…? ¡Venga, date prisa en vestirme que hoy ya vamos a comenzar   tarde! Paco, “El Torres”, no contesto, y sintiéndose a salvo en su ropa de monaguillo, recogió de inmediato el “amito” y el “alba” y empezó, reconfortado,  a  vestir al párroco…
    Sin embargo, la cosa no quedó ahí; al día siguiente, un par de guardias, antes de finalizar la misa matinal, ya le aguardaban junto a la puerta de la sacristía, al pie mismo  del Cristo Yacente del  Santo Entierro. Así, terminado el consabido: «Dominus vobiscus» y el «Item misa», y respondido el consiguiente: «Et cum spiritu tuo»» y el «Deo gratias», los municipales intentaron  echarle el guante y que respondiera  como encartado principal del apagón ocurrido el día anterior  en los callejones del «Asilo Viejo». Pero los niños son como el agua que se escurre entre los dedos de las manos, y el Torres se escapó saltando entre los bancos de las naves; y a punto estuvo de conseguirlo y  zafarse de ellos, si no tropieza y se da de bruces contra las blancas y amplias losetas de mármol del piso; momento que aprovecharon para prenderlo y llevarlo casi en  volandas hasta los sótanos  del Ayuntamiento.
    Todo el mundo era consiente de que si bien el Torres había tenido una conducta no acorde con su condición de monaguillo; no era menos cierto que esa misma condición le salvaría del castigo que en estos casos convenían en imponerse. Y así fue que pasada unas horas de prevención, don Bernabé Perpen, apareció por el Ayuntamiento preguntando por su acólito. Y al comprobar que los municipales no estaban por la labor de soltarlo tan pronto, no tuvo más remedio que apelar a su condición de ministro de la Santa Madre Iglesia, y apuntar que lo divino tiene preferencia, en todo caso, sobre cualquier cuestión  terrena; de tal manera, que por una farola de menos y un apagón de más, su iglesia, la iglesia de África, no iba a quedar sin la ayuda inestimable de su monaguillo principal. Y tantos fueron sus argumentos,  y tantas fueron sus razones y de tanto peso, que a los municipales no les quedó más remedio que soltar  al  atribulado monaguillo, libre  de los cargos que le eran imputados.
    Libre, efectivamente, hubo de verse de nuevo el Torres, y en dos zancadas atravesó la corta distancia que va desde  la verja del Ayuntamiento a la sacristía de África; y como ya llevaba la sotana roja y el roquete blanco de encaje, recogió -como tantas veces, anteriormente, lo había realizado- el amito y el alba, para empezar a vestir a don Bernabé, como si no hubiese ocurrido nada…
    Así nos fue contado por Paco Torres,  y así lo transcribo para que quede constancia escrita de que si bien el  hábito no hace al monje,  tampoco la sotana roja y el roquete blanco con encajes, hace a  los monaguillos de  Nuestra Sra. de África.  

 

    En Cádiz, a las 1626h.de  9 de septiembre de 2009

 

                                                                                           Manuel Castillo Sempere

 

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DICEN QUE LA DISTANCIA…        

 

    Dicen que la distancia hace el olvido, y el tiempo todo lo borra… incluso las raíces  de nuestros mayores, que a fuerza de años, fueron hundiéndose  en la fértil tierra de los aconteceres pasados. Sin embargo, no todo es olvido; y el tiempo no todo lo borra; pues hay veces que desde la profundidad que se llega de los bosques que habitan nuestras almas, resurgen antiguos recuerdos, que ni siquiera nosotros nos atrevimos a adivinar que existían. Son recuerdos que se adivinan,  que se presienten y se sabe que están ahí, pero ya no nos pertenecen y llegan en un murmullo largo y continuo, como llegan las olas del mar al abrazar las orillas desnudas del litoral…
    Celaya, Paco Torres, Manolo Villatoro, Gabriel León, Pepe Fortes… todos son aguas del pasado, y agua que pasa no mueve molino, pero fue tanto el tiempo que marco el ritmo de su giro, que aún conserva su inercia, aunque ya los cangilones de su noria no rebocen de agua…
     Quiso la mañana que nos reuniésemos junto a unos de los   locales  de té de la antigua calle Misericordia, y fuéramos acompañando a la mañana desgranando pequeñas historias que ellos, entre risas, narraban, como si en verdad hubiesen sucedido ayer. Tiempo atrás, estos mismos hombres que  estaban sentados placidamente en la Cafetería Rubí, corrían arriba y abajo por el Callejón del Asilo en dirección al Puente Almina o camino de la Plaza de África, donde exprimir la última carrera de la tarde; algunos, en la sacristía de la Iglesia, colgados en la percha o doblados en sus cajones, aún  les aguardaba la ropa de monaguillo. Que de travesuras y pequeñas historias fueron contando unos y otros, o todos a la vez, interrumpiéndose continuamente sin dejarse entender; apenas comenzaba Celaya  a narrar su relato, cuando ya Gabriel León empezaba a distraernos con otro; y no acababa éste, cuando Manolo Villatoro apuntaba un episodio que acaba de recordar; y en fin, al punto, Pepe Fortes o Paco Torres metían baza con sus únicas y extraordinarias pillerías, que más bien pudieran ser, por el ardor y la pasión con que eran referidas verdaderos Cantares de Gestas…
    Todo en la vida es profundamente misterioso, y todo gira y da vueltas como aquellas norias gigantescas que de manera imperturbable sacaban en sus cántaros de arcilla, el  agua necesaria para que continuase el latido sonoro de las cosas. Y del cántaro  a los campos; y de los campos a las nubes; y de las nubes, con la lluvia, a los espejos azules de los ríos; y de los ríos, de nuevo, a los cantaros de la noria… Vueltas y giros…Agua que llega y agua que va…Y así una calle que fue: La Misericordia, El Callejón del Asilo. Y otra que se alza sobre aquella: La Gran Vía. Todo pasa y todo queda…en palabras de don Antonio. Y todo pasó y todo, sin embargo,  ha quedado…
    Todo ha quedado, y  la repuesta, como diría la canción de Bob Dylan, Blowin’ in the wind1, esté en el viento; en el viento de la nostalgia, de la historia, de los momentos fugaces de otro tiempo que aún perduraran en nosotros, en Celaya, en Gabriel León, en Manolo Villatoro, en  Paco  Torres, en el Quini, en Servando, en los Mellizos, en Pepe Fortes…
    Todo ha quedado, como ha quedado la roca gris, desnuda, de la Mujer Muerta, tras  el paso del aguacero  que las nubes de cenizas, en otoño o en primavera,  nos traen  con  el furioso vendaval…

 

    En Cádiz, a 14 de agosto de 2009

                                                                                            Manuel Castillo Sempere

 

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1    Sonando en el viento.

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                                                          EL INSTITUTO V. EL PADRE  VARGAS

 

    La religión metida en un aula, acotada y estrujada con la rigidez cartesiana de las páginas de un libro. Páginas  de sacramentos y verdades teologales, y páginas y más páginas de la liturgia sacra. La religión, que en su sentido profundo quiere significar atención, unión, armonía con Dios;  sin embargo, olvidaba  su  sentido más  profundo, perdido entre las áridas páginas de los libros y las clases, a modo de cualquier otra asignatura.
   Pero aconteció, que en esto apareció, como caído -nunca mejor dicho- del cielo, el padre Vargas, para salvarnos de la monotonía y asperezas de dichas clases. El padre Vargas, era un cura jovial, de buen talante y dotado del gracejo de Cádiz; tenía un punto de extravagancia, que sólo los limpios de corazón y los cercanos a Dios están poseídos de ello. Era un cura a la antigua, con gorro y sotana negra hasta los pies; pero sin embargo, con un aire de modernidad que no era propio de aquellos tiempos. El padre Vargas estaba adelantado a su época en varias décadas. Efectivamente, él nos quitó el yugo de una religión anquilosada y metida en alcanfor, y nos dio  a oler una religión diferente que ahora  olía a primavera y azahar, y que además, como valor añadido, nos enseñaba el sentido de la verdadera libertad. Años más tarde, como una premonición a sus palabras y a su actitud, ya con Juan Pablo II en el Vaticano, se haría  famosa la frase: «la religión te hace libre».
    Que puedo contar de este presbítero atípico y embaucador, podría contar, por ejemplo la cantidad de pañuelos que llevaba, a saber: uno para los estornudos, otro para limpiarse la boca, otro para las manos… y otro -y esto era lo que me parecía más increíble- para cuando algún niño o niña lo necesitara. Sencillamente me parecía genial, y lleno de entrega franciscana -el santo de Asís, dejaba trocitos  de huerto sin plantar, para que crecieran las yerbas malas…- la actitud compasiva de este religioso. Podría contar, el fino análisis que tenía del comportamiento natural y rebelde de los españoles, a saber: cierto día, cuando nos estaba hablando de las cosas de la vida, derivó su charla en la imposibilidad innata que tenían los españoles de acatar las leyes establecidas; y a modo de ejemplo, teatralizaba una escena del modo siguiente: se situaba al borde de un barranco, en una escombrera, ante un cartel en el que podía leerse: «Se prohíbe  mear bajo multa de 25 Pts.», y a continuación se subía la sotana hasta la cintura y hacia -incluso con sonido- como que estaba orinando, para después con todo el desparpajo del mundo, decir:
    -«¡Guardia, estoy meando! ¡Tenga los cinco duros de multa! »
    Como podréis suponer, la clase se venía abajo en una sonora y estruendosa carcajada, que llegaba hasta las clases más alejadas, donde los profesores, conociendo las genialidades de este sacerdote, comentaban:
    -«Ya, esta otra vez, el Padre Vargas con sus bromas…»
    Había niños, que se tiraban al suelo destornillados de risa, otros, los más cercanos a él, se tapaban la boca con las manos para intentar disimular un poco; los había que se levantaban y se sentaban continuamente en el asiento, presas  de un delirio momentáneo que les hacía imposible estarse quietos. En fin, que puedo decir más, la clase se convertía en una auténtica explosión de alegría; y por consiguiente, a nuestros ojos, el padre Vargas, se encontraba, un peldaño más alto que el resto de profesores.   Puedo decir a su favor, y sin temor a equivocarme, que este cura único e irrepetible, me enseñó la verdadera dimensión de la religión: sencillez y compasión…
    Pasados los años, a través de la ventana del despacho de Ordenación Pesquera, donde trabajaba en Cádiz, vi pasar como una alucinación, al padre Vargas; sin pensarlo dos veces, salí del despacho y lo alcancé, a continuación le apunté:
   -« ¡Padre!, ¿es usted, el padre Vargas, verdad?» –el me contesto afirmativamente, y me señaló:
    -«¿Y usted quién es?, ¡qué parece tan asustao, hijo mío!»
    Yo, le contesté que era un antiguo alumno suyo, que era marino, pero ahora  estaba trabajando en Cádiz, en el sector pesquero; él me escuchó con atención y recogiéndome mis datos prometió visitarme otro día.
   Efectivamente, una mañana, un tanto extrañados, me avisaron de que había un clérigo esperándome en el vestíbulo. Abrí la puerta de mi despacho,  y allí en mitad del patio de la Delegación de Agricultura y pesca de Cádiz, estaba  el padre Vargas, con boina y una larga sotana negra que le llegaba hasta los pies. Entramos, y él me contó sus últimas vicisitudes; yo ya no era un niño, pero sin embargo, a medida que él hablaba,  mis sentimientos  de manera instintiva se posaban en él, sin que yo pudiera evitarlo... Al cabo, nos despedimos y quedamos en vernos, para apuntarle algún dato más acerca de mi familia. Pasado veinte o treinta días, el padre  Vargas, se presentó de nuevo en mi oficina, con un libro bajo el brazo  y cuyo titulo rezaba: «Mis años en Ceuta». Pero la cosa no queda ahí, sino que al estar hojeándolo  con tranquilidad en casa, me encontré con la agradable sorpresa  que el bueno de don Luis, me había incluido en uno de sus capítulos sin advertirme de ello. Simplemente, genial, don  Luis, genial…
    Finalmente, he de decir, que enterado de su muerte, asistí con tristeza a la  misa que por su alma  dio el padre Daniel -paisano nuestro-, en la Iglesia de San francisco; y allí, en unos de los últimos bancos, no pude evitar que me brotaran las lágrimas al recordarlo; pero sobre todo me entristeció el no haber acudido a despedirme  de él, en su último viaje, a pesar de que sabía   que estaba enfermo en el hospital de San Juan de Dios de Cádiz…Yo sé que él, en su infinita bondad me habrá perdonado; e incluso con su gracejo de Cádiz, me dirá: anda, niño, olvíalo  ya, y déjate de tonterías… Pero sin embargo, cuando su recuerdo me viene a la memoria, yo sé, que nunca me perdonaré haberle abandonado…

   

  En Cádiz  a  15 de junio de 2007 a las 1143h.

                                                                                            Manuel  Castillo  Sempere   
      

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                                   INSTITUTO IV.  MORENO Y SU VARITA

 

        -♫«Ya se va Moreno,
           pa la Jefatura, 
           ya  se queda la clase
           triste y obscura.
           Que tururururú,
           que tururururú,
           que tururururú,
           que tururururú.
           …………………»♫    

    Una canción popular «Ya se murió el Burro….» a la que se le había cambiado la letra, servía para que entre de manera cariñosa y divertida, hacer de rabiar a uno de los personajes más entrañables del Instituto.  Efectivamente, Moreno, un conserje del Centro, acudía siempre presto a la llamada de cualquier profesor que le requería para poner orden en su soliviantada clase. Moreno, curtido en estas lides de abortar cualquier intento de indisciplina, aparecía al menor conato de sublevación, acompañado de una varita de caña india e imponía su autoridad más absoluta, ante los asombrados ojos del profesor de turno. Pero, sin embargo, no era como pudiera parecer, un golpe de autoridad impuesto por el temor provocado por su archiconocida varita; sino por la simpatía y la forma tan característica que tenia de atizarnos con su varita. Unas veces amagaba y hacía como que te golpeaba, otras la cambiaba a la otra mano, más tarde la sentías en una pierna, después en la otra; y así saltando y brincando para evitar su roce, acababas saliendo por patas entre la risa desbordada de toda la clase. Una vez separado, por el mismo procedimiento, algunos revoltosos que el profesor le iba indicando, él, los conducía a la Jefatura Estudios, para que el titular de ésta, les leyera un poco la cartilla.
   Algunas veces, cuando entre Moreno, y nosotros, había la suficiente tierra  y pasillo por medio; era inevitable que alguno, adivinando su reacción, comenzara a provocarlo silbando  la musiquilla de su atribuida canción: «Ya se va Moreno, pa la Jefatura….» Moreno, sin pensarlo dos veces, y con su inseparable varita en la mano, ya se encaminaba, al momento, hacia el grupo que osaba disputarle la tranquilidad de sus pasillos. Nosotros, sin poder evitar  las risas, y cantando ya a viva voz y sin ningún tipo de freno el estribillo de su canción, bajábamos que nos las pelábamos los escalones de la   larga escalinata que conducía a la puerta de salida. En tropel y a trompicones por fin atravesábamos la puerta del centro. Pero no obstante, todavía jadeantes por la precipitación de la huida, y sin  apenas saborear aún  nuestra victoria, en el contraluz del pórtico de entrada, se adivinaba  sonriendo, la figura entrañable del bueno de Moreno: en una mano la  archiconocida varita de caña india, y en la otra, girándola y señalando con el dedo índice, nos  emplazaba  para mañana  en los dominios de su reino, allende los pasillos  donde se evocaban  nuestras voces…  
    Moreno, pasarán los años,  y cada curso traerá nuevos corazones que abarrotarán las aulas de nuestro Instituto, pero en cada esquina, en cada rincón,  tu alma seguirá prisionera de ellos para siempre…Y alguna vez, quizás te sorprenda haber creído oír, como  en un susurro, aquella canción que entonces te cantábamos. Pero no te sorprendas, porque al pasar junto al Instituto, no lo he podido evitar y como por instinto, pensando en ti,  he silbado:

 

        -♫«Ya se va Moreno,
           pa la Jefatura, 
           ya  se queda la clase
           triste y obscura.
           Que tururururú,
           que tururururú,
           que tururururú,
           que tururururú.
           …………………»♫    

   Y como yo, muchos de aquellos niños, pase el tiempo que pase, al  evocar distraídos, las pequeñas historias  que cada día nos sucedían, se les vendrán a la memoria la cancioncilla que te cantábamos; y de nuevo se harán las risas, y de nuevo habrán  algunas  carreras  por los pasillos; y tú, Moreno, con tu varita en la mano, nos gritarás: ¡A la Jefatura!, ¡A la Jefatura!... y como siempre, tú nos perseguirás  escaleras abajo, hasta llegar  a la puerta...                                                 

 

    En Cádiz, a 14 de junio de 2007
                                                                                 

 Manuel  Castillo  Sempere

 

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  EL SIDECAR DE BELTRÁN

 

    ¿Qué puede significar contemplar una vieja fotografía?: una vuelta atrás al pasado; un sentimiento de nostalgia; quizás unos instantes de tristeza, de alegría… acaso una mirada a un tiempo que se nos fue sin apenas darnos cuenta…Qué sé yo lo que puede significar contemplar una vieja fotografía…
    Sin embargo, una vieja fotografía puede guardar mil y un sentimiento al cual más hermoso y a la vez diferente. Y vamos pasando de la alegría a la tristeza  como en un calidoscopio que en vez de mostrar figuras y colores fuese, por el contrario, mostrando diversos sentimientos guardados en lo más profundo de nuestras almas.
    Y ayer, al ver la vieja fotografía del sidecar de Beltrán no pude dejar de emocionarme; porque allí junto a esa vieja fotografía también estaba mi propia fotografía, mi propio tiempo y mi historia…
    Beltrán, todos los días, desde la plazoletilla alta de las puertas de nuestro Instituto,  los demás niños y yo, observábamos como tu padre apuntaba por la parte alta de aquel  jardín en cuesta de las «Puertas del Campo», giraba la moto a la izquierda en una curva perfecta  y te dejaba bendecido e incólume  al pie de las escaleras del Centro. Más tarde al acabar las clases, tu padre, con  la misma precisión anterior llegaba de nuevo,  te hacia subir al sidecar,  y enseguida  daba gas al puño hasta perderos calle abajo camino de casa…
    Todos los días, como se repiten los días en un calendario,  se repetía la misma curva, la misma precisión, la misma llegada, y finalmente la misma despedida calle abajo…Y nosotros, los niños, copiando también la misma cadencia,  nos asomábamos desde la misma plazoletilla alta de las puertas del Instituto,  admirando, completamente entregados, incondicionales, las perfectas maniobras que tu padre, cada día, como en una atracción circense, nos ofrecía  en la conducción  de tan característico y entrañable vehículo.    
    ¿Qué orgulloso debe de estar de tu padre, verdad Beltrán? Qué de horas debéis  de haber pasado juntos. Cuánta nostalgia debe de acumularse en tu corazón y  cuántos momentos de oro que ya no volverán…Sin embargo, esas añejas fotografías ya amarillentas del sidecar junto a tu padre, son la puerta abierta a  otro tiempo, a otros lugares, a otra dimensión.    El tiempo no existe, y por tanto  vamos y volvemos a donde el corazón nos quiera llevar… El tiempo sólo pervive en nuestra mente, y acaso mientras nosotros, engañados,  permitamos esa pervivencia..,
    Yo,  que ya alcancé el tiempo, la nostalgia vive en mí con la necesidad del aire que respiramos, y esa vieja fotografía me ha traído el recuerdo de la curva perfecta que tu padre trazaba al dejarte a ti, al pie de la escalinata  del Instituto, en su celebrada moto con sidecar...

 

    En Ceuta,  a 15 Abril 2008    

 Manuel Castillo sempere

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EL LATERO

 

    Antaño, en los días donde para ejercer una profesión no hacia falta tantos documentos a presentar,  ni acaso,  realizar mil y un reconocimiento medico; existían dos profesiones ambulantes que hacían las delicias de  los chiquillos, a saber:  el latero y el afilador.
     El latero, se venía pregonando desde el principio de la calle Sánchez Navarro, hasta llegar a la altura del número 12, que era nuestro patio; allí, hacia un descanso, y se bajaba del hombro la enorme caja de madera que llevaba atada con una ancha correa de cuero. Una vez recuperado el resuello, sacaba un paquetito de picadura, y un cuadernillo de papel y se liaba un cigarrillo que al instante  se fumaba placidamente. A continuación, voceaba, voz en grito, varios pregones acerca de las bondades de su trabajo, a oír:
    -“¡¡El latero, niña, el laterooo…el latero niñaaa…¡¡
    Y dejaba la “o” suspendida en el aire primero, para más tarde dejar la “a”,  cuanto tiempo  sus pulmones le aguantasen. Al cabo, cuan el sonido de la “o”, se apagaba, lanzaba otro pregón, en este caso, ya definitivo, en el que sentenciaba los utensilios a reparar:
    -¡Niñas,   arreglo, cacerolas, ollas, cazos, quinqueles, abrazaderas….  y cualquier otra cosa que tenga avería…!   
   El Pregón del latero, se propagaba como la pólvora hasta el ultimo rincón del “patio de Arriba”, enseguida las mujeres sacaban los cacharos que tenían picados o le faltaba algún asa, y ellas, a gritos, le llamaban para que éste subiera.. No haría falta mucho para que el Latero subiera la ramblilla, se sentara en un pequeño banco de madera que llevaba con él, y depositando su pesada caja de madera en el suelo, empezara a sacar los artilugios para iniciar la faena de reparar los objetos que le iban trayendo.
    De la caja de madera, sacaba una lata grande  que a modo de anafe le servía para hacer fuego y  calentar los soldadores  de cobre  que luego fundirían el material de aporte.  Cuando una vecina le entregaba una olla o cualquier otro cacharro, este miraba la picadura, y se aprestaba a sanear sus bordes con una pequeña lima, hasta que el  metal del pequeño boquete quedara reluciente;  luego le untaba un liquido decapante para que limpiara la zona  a intervenir, y seguidamente sacaba por el mango de madera uno de los soldadores que había estado calentándose  en al fuego vivo del carbón  de  la anafe, le daba una pasada para quitar  alguna impureza; y ya, con el soldador al rojo vivo, lo aplicaba  a la barrita de estaño, para que ésta se fuera derritiendo, y sus gotas  rodaran poco a poco  sobre la parte averiada; de tal forma, que  fuera  cerrándose el agujero  de la picadura  con la ayuda del soldador que hacia extender  el estaño. Si la picadura era muy grande, se recortaba de una   lata un trocito pequeño, para después colocarlo sobre el agujero y repetir la misma faena anterior de aplicar el soldador al rojo, sobre  barrita de estaño y hacer caer las gotas derretidas para soldar los materiales y taponar definitivamente la grieta abierta.

   Una vez acabada su faena de arreglar cuanto  cacharro le llevasen, el latero se levantaba de su pequeño banco, estivaba  cuidadosamente cada artilugio  en la caja grande de madera, se la echaba al hombro, y una vez cobrado sus trabajos, se echaba andar, perdiéndose por el Callejón del Asilo, y pregonando de nuevo, a viva voz:   
   -¡¡El latero, niña, el laterooo…el latero niñaaa…¡¡
   -¡¡Niñas,   arreglo, cacerolas ollas, cazos, sartenes, quinqueles, ….  y cualquier otra cosa que tengan avería…!!

 

           En Cádiz,  a 19 de junio  de 2007 a las 1458h.

                                                                    

Manuel Castillo Sempere

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                                             NOS VAMOS DE GIRA

 

    Hacia el 18 de julio, día festivo añadido al calendario, por imposición del general Franco-para recordar el alzamiento de parte del ejercito contra la Republica-; se había generalizado entre la población de Ceuta, la costumbre  de pasar un día  de «gira», en las playas más alejadas de la población, e incluso de Marruecos.
    Restinga, puente Negrito, playa de los Alemanes, Río Martil…eran los lugares de Marruecos que frecuentaba la población de Ceuta en sus  giras playeras del verano. Rafael Benítez, grande y orondo como una montaña, pero  bueno como el pan, disponía ese día su camión  de portes, para el traslado de los vecinos a la playa elegida. Y sí, de mañana muy temprano, ya empezábamos a transportar enseres y alimentos para pasar el día. Durante un buen rato, todo era ir y venir del patio al camión  llevando infinidad de cosas, a saber: mesas, sillas, mantas, sábanas, toallas, infiernillos, toldos, platos, vasos, sartenes….y de los alimentos, que no faltara la tradicional tortilla de patatas española, la olla de callos y las enormes y sabrosas sandias. ¡Qué alegría! ¡Qué bullicio! Qué agitación en el patio!¡Qué sencillez, Dios mío, habitaba en nuestros corazones entonces¡  Sólo con compartir unas horas en una playa  alejada de nuestras casas, era suficiente  para alborozarnos y sentirnos dichosos. ¿Qué hemos perdido en estos años, Señor, que ya no sabemos disfrutar de las pequeñas cosas  que nos trae cada nuevo día? ¿Es qué acaso, ya hemos perdido el arte de detener el tiempo y robarle sus horas más preciadas? ¿Es qué acaso, ya no se juega a entretenerse con  los momentos de tertulia y los instantes  de silencio? Quizás, ahora, ya no haya  tiempo para jugar con el tiempo…
    Con una algarabía sin límites  una vez  instalados todos a bordo de la trasera de carga del camión, Rafael,  lo arrancaba dándole vueltas y vueltas a una manivela de hierro, hasta que por fin a la tercera o cuarta vez el motor arrancaba. Y allí, íbamos todos, mayores y pequeños, carretera adelante, camino de la playa de los Alemanes, batiendo palmas, y cantando las canciones populares del momento… 
    Nada más llegar con las mantas, sabanas y los toldos traídos, se improvisaban tiendas de campañas para estar protegidos y guarecerse del sol;  a continuación  las mujeres iban preparando el almuerzo; los hombres ayudaban o charlaban con un vaso de  tinto; y los niños, a lo de siempre: a correr por la playa, y a zambullirnos en las aguas tan increíblemente  transparentes que podía verse  el color  gris-blanco de los chinos  y de la arena del fondo.
   La hora de comer, era una fiesta: la tortilla, los pimientos fritos, el asado de las sardinas, los callos…todos hablaban y contaban sus historias sin cesar. Las mujeres: que si el serial de la tarde, que si he comprado tal tela, que si no me llega pa la plaza…Los hombres: que si Diestefano es mejor que Kubala,  que si Bahamontes es el mejor escalador de  la montaña, que si ganará el Tour, o la Vuelta…Los niños: ah, los niños…los niños estábamos en nuestro paraíso perdido: Sol, mar, arena, y unas horas de libertad para soñar y jugar a lo que deseáramos, mientras los mayores hablaban y hablaban sin parar de cosas   absurdas e incompresibles para nosotros.
    Y  al cabo, llegaba  la hora de comernos las lujuriosas y carnosas tajadas rojas  de las  sandias; y tras ella, aún con las muescas  de los bocados  dibujados  en el blancor  de las tajadas, comenzaba una verdadera batalla campal  arrojándonoslas  unos a otros sin cesar. Idas, venidas, carreras, zancadillas,  agarrones…cualquier trampa  valía,  con tal de evitar que cualquier trozo  de sandía te lo estamparan en la cara, para divertimento y risas de los demás.
    Con la caída del sol, el mar transparente y de tonos verdes, va pasando a tonos más añiles, hasta que los azules intensos, sin luz, van ganando la batalla de la tarde…Llegada esta hora, como el hilvanado de una costurera, una pequeña tristeza nos iba embargando a todos haciéndonos participes  del mismo hilo que pespunteaba la costurera…
    Rafael, como a la ida, dio tres o cuatro vueltas a la manivela de hierro, y al momento el motor arrancó: ¡Ran!,¡Ran¡,¡Ran!... El camión empezó a moverse entre los campos  amarillos y morados, sin apenas una voz que alterara el silencio del estío. De pronto, alguien entonó una canción, para al poco, uno tras otro ir  uniendo  nuestras voces hasta sentirnos un solo corazón en medio de nuestros deseos…El monte Hacho apareció infinito, irreal, tras una colina…después, Ceuta, como un beso de los cielos, fue dejándose ver escondida y enigmática tras la luz violeta del crepúsculo…

 

     En Cádiz a 21 de julio de 2007-07-21

 

                                                                            Manuel  Castillo  Sempere 

                                                            

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EL PARTIDO DE FUTBOL

 

  Los niños del patio jugábamos al fútbol  en el “Callejón del Asilo”, de tal manera que, los chiquillos del Colegio Público del “Asilo”, al vernos jugar constantemente allí, en  las mismas puertas de su colegio, no tuvieron más remedio, por orgullo, que citarse con nosotros y acordar un partido de fútbol. Así, de esta manera tan sencilla, se ventilaban los enfrentamientos y las rivalidades entonces. Desde luego era mucho mejor que la otra forma, “la tradicional”: en la  que más de una vez  nos habíamos visto envuelto. Y consistía, a saber: en arrojarnos piedras  unos contra otros  por todas las esquinas del barrio, hasta que una de aquellas piedras golpeaba  contra la cabeza de cualquiera de nosotros; y ante el descalabro  y el desconcierto de la sangre, se suspendía momentáneamente  la pelea,  se tomaba al herido en brazos de los más grande -dos  por los pies, y otros tres por los brazos y la cabeza-,  y rápidamente, con todos los demás corriendo detrás de ellos, se llevaba por todas aquellas callejuelas hasta la clínica de urgencia, que se encontraba situada en la calle de la “Muralla”.
  Como habíamos acordado, nos encaminamos a las “Murallas del Angulo”, para jugar nuestro partido de fútbol; aquella explanada era enorme, y realmente si se podía  correr y realizar cualquier tipo de ejercicio sin ningún tipo de limitación. Llegaron los chiquillos de “Asilo”, y nos dispusimos, una vez efectuados los saludos de rigor, y haber elegido campo, a iniciar  el encuentro.
  Todo discurría con normalidad; de vez en cuado, aparecía algún vehículo que interrumpía  el juego; y nos hacia repetir, a modo de un continuo eco:
    -Agua, agua, agua….
  En un rincón de la explanada donde  nos encontrábamos, estaba instalada una caravana, en la que vivía un matrimonio belga, con una niña preciosa de trenzas de oro y ojo azules. Yo que jugaba de portero, me encontraba situado cerca de ellos; y cuando la pelota no rondaba  mi portería, me entretenía en observarlos. El padre debía de ser una persona muy mañosa, porque a ciencia cierta, que siempre se le veía atareado en algún trabajo; y además, en tiempo de verano, había construido unos hidro-pedales que ofrecía a los bañistas por un módico precio.  
    Pero mira por donde, aquella tranquilidad se iba a ver truncada muy pronto; el belga,  ya había salido un par de veces a la explanada, y nos había comunicado  que nos alejásemos de allí, y jugáramos  en otra parte, porque en un golpe desafortunado se podía colar la pelota y golpear contra sus instrumentos de trabajo, o contra los enseres y  la ropa  que la mujer de él tenía puesta a secar. Pero, sin embargo, los niños, ya se sabe: “sólo se acuerdan de Santa Bárbara, cuando truena”. Así, que lo que tenía que ocurrir ocurrió, y la pelota en uno de aquellos lances se fue directamente a las nubes, y al bajar estalló como una bomba, en  el pequeño patio de aquella familia;  golpeando sin misericordia,  todos los cacharos  que encontró a su paso y la ropa que con tanto esmero había ido colocando su mujer.
    Una vez pasado el desconcierto inicial, el belga, al darse cuenta de lo ocurrido, tomó la pelota en sus manos  y  gritándonos  desaforadamente, nos dijo algo parecido a:
     -«Ya  marchar todos de aquí, balón  yo nunca dar más…»  
 Pero ante nuestra insistencia, y en un arranque de mal corazón, cogió un cuchillo, lo alzó en la mano, y ya  estaba dispuesto a descargarlo contra la pelota-como hiciera Abraham, con su hijo Isaac-, cuando yo, que me encontraba  en un extremo  contemplando la escena con verdadera angustia: pegué tal  grito que retumbó por todas las “Murallas del “Angulo”, asustando, y haciendo  levantar el vuelo,  a un grupo de pavanas que picoteaban distraídas un saco de pan duro. El belga, sorprendido por aquel grito de angustia, y al ver mi cara de desesperación; al instante me llamó,  me puso una mano en la cabeza, y con la otra,  sonriéndome,   me entregó mi pelota. Todos los chiquillos, como conectados por una conciencia superior,  aplaudieron  durante un rato la acción del belga.
   Juan Antonio, ya camino de casa, me añadió:

   - Ha sido increíble, tu  grito, se ha tenido que escuchar en toda Ceuta….


     En  Cádiz, a 4 de enero de 2.006

                                Manuel Castillo Sempere

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                                                                         Capítulo LXXXI

                                      LA VIRGEN DEL CARMEN. LA MAÑANA

 

    ¡La Virgen del Carmen! ¡La Virgen del Carmen!... 16 de julio, ha llegado el día de los marineros… Fiesta, alegría y fervor religioso a nuestra Patrona,  la «Reina de los Mares», la Madre de los marinos, la Virgen que protege a los pescadores en los momentos de zozobra… ¡Madre de Deu!, ¡Madre de Deu!... como mi Yaya, siempre pronunciaba a la primera dificultad, o a la primera tristeza que asomara  a su puerta…
   Es el 16 de julio de cualquier año de aquellos, sí, de los de entonces… el muelle Comercio se engalana para la ocasión;  la Cofradía de Pescadores, Posito y  Cabildo, son las encargadas de organizar los festejos. Todos los años, desde tiempo inmemorial, se repiten los mismos rituales, a saber: por la mañana, cucaña,  carrera de botes, de sacos y piñata; por la tarde, salida en procesión, y paseo por las aguas del  puerto con la Virgen.
    Toda la mañana, los pescadores han estado bajando al muelle Comercio; algunos han estados aparejando  sus botes para la carrera, otros hacen corrillos y hablan y discuten entre ellos de las faenas de la pesca: que  el “pescao” no vale dinero, que si la lancha  no nos deja “pescá”,   que si  la melva entra cada vez menos… ¡Oh, la melva!, ¡que entre bien este año, Virgen del Carmen, que entre bien…!
    Ya están todos los botes dispuestos en el cantil del muelle que da a la lonja; ya sólo esperan una señal para lanzarse con todas la fuerza de los remos, a sortear la boya que marca el extremo de la carrera. El Patrón Mayor, baja el pañuelo, y los pescadores a pecho descubierto,  baten los remos con todo el vigor que dan sus brazos. Una dos, tres… infinidad de batidas; tensión, músculo, destreza… pasión, orgullo, hombría… amor de madre, como reza -gravado a fuego- en los brazos de algunos de ellos. Ya han doblado la boya, ya enfilan la meta, el esfuerzo ahora es mayúsculo; ora adelanta uno, ora adelanta otro; no sabemos quien va a ganar, unos animan al bote de los más jóvenes, otros al bote de los más curtidos; la lucha es magnífica, todos tenemos el corazón en un puño; yo, me inclino por los jóvenes; sólo quedan unas cuantas paladas más… ¡Venga, venga, chavales…! ¡Haced el último esfuerzo, morid  de agotamiento en la bancada, pero por la Virgen del Carmen, ganad la carrera! Y efectivamente, el bote de los jóvenes, cruza primero la meta… y los remos se alzaron al cielo. Es indescriptible la alegría  con que se festejó aquella  victoria, fue  una  verdadera  locura y un  verdadero estallido de aplausos, vítores, lágrimas, sonrisas… en definitiva, era la victoria de los jóvenes, de los que llegaban a la vida, la nueva generación  que abría nuevos caminos a la esperanza   y echaba en el baúl del olvido las heridas pasadas…
    Acabada la carrera, dispusieron en unas de las traiñas, un mástil largo cubierto de cebo, y en el extremo una bandera. Cada concursante debía de caminar por encima de él, untado con cebo, y coger la bandera. Como comprenderéis, el paseo por encima del mástil se antojaba divertido, pues a cada dos o tres pasos, el valiente de turno, resbalaba y ya estaba con su espalda en el agua. Por si fuera poco, un bote, a cada momento volvía a untar cebo, para hacerlo aún más difícil. A cada chapuzón, seguía un concierto de risotadas y palmas como una venganza colectiva a la osadía y al atrevimiento de tomar la bandera. Aquello duró un buen rato y al final,  uno de los más audaces, viendo que aquella empresa era imposible de conseguir,  se lanzó hacia delante y a trompicones, con los brazos extendidos en cruz y aguantando el equilibrio como bien pudo, antes de resbalarse y caer,  tuvo la fortuna de prender la bandera en el aire e irse con ella al agua, para al instante, lleno de orgullo, salir a la superficie con los brazos en alto y gritar hasta la extenuación: ¡la he cogidooo!, ¡la he cogidooo!...
   Después, la tocaría el turno a la carrera de sacos y a la piñata de los peroles y al chocolate. Efectivamente, después de los chapuzones por conseguir la bandera, vendría la carrera de sacos. Así, que todo el gremio, se trasladaba a la explanada que estaba debajo del local de la cofradía, enfrente del cantil del muelle donde estaban amarradas las embarcaciones de palangres. Y una vez los concursantes se enfundaban los sacos hasta la cintura, se daba la salida entre la algarabía de todos. La imagen era bastante divertida, al no poder correr por tener los pies dentro de los sacos, el trayecto necesariamente había que realizarlo a saltos, con lo  cual, se tropezaban continuamente unos con otros, yendo a parar,   la más de la veces, de bruces  al suelo. Al fin, alguno, se adelantaba a los demás y conseguía ganar la accidentada carrera.
    También, acabada la carrera de sacos, se disponía otra cucaña frente a la escalera  del magnifico edificio del  salón-bar de la Cofradía -esta vez en sentido vertical-, que había que trepar y alcanzar la banderita del extremo. Y como en la anterior, está, se encontraba  también untada de cebo, haciendo difícil su ascenso por ella. Los más audaces, lo intentaban una y otra vez, pero al momento, apenas gateado unos metros, resbalaban irremediablemente dando con los traseros  en el bidón que soportaba el palo de la cucaña, y como no podía ser menos entre las risas de todos.
    Después de unos momentos de tranquilidad, la  concurrencia, ahora, se centraba en  la piñata de pórtico de madera, del cual colgaban unas cacerolas de barro, rellenados de diferentes productos como: agua sucia, caramelos, monedas, colorantes… y que los concursantes, con los ojos vendados, tenían que intentar romper con un estaca. A cada intento fallido, los presentes, contestaban con un: ¡huyyy…! , y así, una y otra vez, hasta que de un certero estacazo, la cacerola estallaba en mil pedazos, desparramando todo lo que se hallaba en su interior. Y ésta incertidumbre de no saber lo que contenía dentro,  era realmente lo que mantenía  el interés  de la atracción. Si rompía la cacerola de caramelos o la del dinero, los chiquillos nos acercábamos  prestos a recogerlos; pero si la que rompía era la cacerola  con colorantes o agua sucia, los asistentes  intentaban alejarse  para que no les salpicara. Y en este acercarse  y alejarse  se estaba hasta que por fin se rompía la última cacerola.
   Y como final de los festejos de la mañana, se terminaba con el chocolate a dos. Esta última atracción seguramente era la más cómica, pues consistía en sentados a una mesa, y con los ojos vendados, darle una cucharadita  de chocolate al contrario. La gente se moría de la risa, porque  como no podían ver, unas  veces acertaban  con la boca, pero otras veces, el chocolate, se derramaba irremediablemente  por la cabeza, los ojos o la cara del contrario. Y así una y otra vez, entre las risas y las carcajadas cada vez mas exageradas,  de  todos los congregados  alrededor de ellos. Al cabo, embadurnados de chocolate de los pies a la cabeza, y entre el desenfado general, se daba ganador al que lograba vaciar la taza antes. Y así, de esta manera tan sencilla, los pescadores, pasaban las mejores horas de la mañana entretenidos e inconscientes a lo que mañana la mar les deparara… Sólo el alborozo y la alegría, junto a una sonrisa de desnudez,  podían hoy, ¡Virgen del Carmen!, ser capaz, de dibujarse en sus rostros…       

 

      En Cádiz, a  15 de julio a las 2003h. de  2007


Manuel  Castillo  Sempere

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                                                                Capítulo LXXXII

                                           LA VIRGEN DEL CARMEN. LA TARDE

 

     En la capilla de la Almadraba  y en la capilla de la iglesia de África,    su presencia permanecía todo el año… y  en el día de su festividad, el 16 de julio, era el día señalado   para  pasearla por las calles de Ceuta. Mi yaya, y yo, esperamos su paso en la antigua calle la Muralla, hoy: Paseo de las Palmeras.
    -Ya viene ya viene -gritaba un muchacho-
    Y efectivamente, la Virgen procesionaba a hombros de los  marineros de la Compañía de Mar, la Virgen más delicada… la Virgen de los  celestes  y los blancos: celeste de cielo y blanco de espuma. La Virgen de los azules del mar... de los esmeraldas, de los turquesas… La Virgen del sol en el levante, teñido de malva y oro… La virgen en los ocasos del poniente, tras  nubes susurrantes  y  rojas como pétalos de amapolas….
   -¡Viva la Virgen del mar! -gritaban unos. ¡Viva la Virgen de los pescadores! -gritaban otros…
   -¡Mare de Deu1!, susurraba mi Yaya, apretándome la mano, y persignándose al paso de Ella…Teresa, nunca decía: ¡Mare de Jesús!, ni siquiera: ¡Mare de Cristo!, Teresa, siempre susurraba: ¡Mare de Deu! ¡Mare de Deu...!  Y su fe, como un bálsamo, le calmaba su «patir2»…
    Mi Yaya, comprendía el misterio, que yo nunca he comprendido… pero sin embargo, cuando la razón no alcanza más allá de su limite,  y por el contrario,  con la desesperanza nos llega el tiempo de los sentimientos, yo, como ella, en apenas un  susurro, también pronuncio:¡Mare de Deu! ¡Mare de Deu...! 
    Los marineros, blancos, de cal, engalanados con  su «Tafetán» de seda negro y el  «Lepanto» a la espalda, elevan hasta el cielo, a la Madre de Dios, cada vez que la procesión se pone en camino. Mi Yaya, en la bajada al muelle Comercio, le dirige la última mirada, se persigna de nuevo, y volviéndose a mí, apenas le salen unas palabras:
    -No tardes, fill3, no tardes…
    Y se aleja camino del patio, calle del «Estrecho» arriba, con  los  ojos llenos de  ausencias y de  lágrimas… ¡Oh, Yaya!, no sé por qué, pero el recuerdo de tus lagrimas, a pesar de mi incredulidad,  siempre me acercan a Dios…
    Ya han ido bajando  a la Virgen hasta la embarcación que ha de llevarla  a dar un paseo por las aguas del puerto. Muchos barquitos están engalanados con pequeñas banderas de colores y esperan a que salga   la Virgen para acompañarla en su paseo por las aguas del puerto. Es un momento de emoción, la gente se apresura a montarse en las traíñas que se aprestan a salir. Toda la balaustrada   del jardín de San Sebastián,  se encuentra repleta de personas que por nada del mundo quieren perderse la salida de la Virgen del Carmen.
    Juan Antonio, y yo, vamos a bordo del «Lobito», y por fin la Virgen, se hace a la mar en medio de las embarcaciones que desean acompañarlas. Las hay grandes, pequeñas, apenas unos botes e incluso deportivas del CAS; todas se disputan  el privilegio de estar a su lado, y no cejan en su empeño en ningún momento. A veces, los barcos llegan  a rozarse por ocupar un puesto de honor junto a Ella. Por donde va pasando la traíña que la lleva,  los pesqueros  tocan una y otra vez  las sirenas hasta quedar confundido en un clamor que se eleva hasta los rojizos cirros  más altos de la tarde.
     Una vez se ha salido del  puerto pesquero, se arrumba al muelle de levante de Alfau, a continuación se atraviesa las aguas de la movida bocana, para luego buscar resguardo tras las sucesivas alienaciones de los muelles de poniente; y aquí, los grandes buques mercantes de pabellón extranjero, agradecidos por la belleza de tan extraña regata, hacen sonar, una y otra vez, la pitada grave de sus tifones4, hasta quedar sin aire, exhaustos, afónicos… Son unos momentos llenos de emoción, en todas  las embarcaciones se canta  y se aplaude a la Virgen. Y en la traíña que la lleva,  suena una Salve, que a modo de eco, vamos repitiendo de  embarcación en embarcación. Es un momento mágico, irreal, místico, inolvidable… La mar, el cielo, el atardecer transido de nubes rojas y malvas, los romeros, la Virgen y  sus hijos: los pescadores….
    ¡Virgen del Carmen! ¡Madre de Dios! ¡Acoge nuestra súplica, en tus manos están nuestros corazones…!  ¡Ayúdanos! ¡En ti confiamos…!

 

     En Cádiz, a 16 de julio a las 23 55 de 2007-07-16

 

                                                                                                 Manuel Castillo  Sempere
                         

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    1    Madre de Dios
    2   Sufrir
    3    Hijo 
    4   Aparato que emite un sonido grave, que es utilizado en los buques para dar aviso de sus intenciones de          maniobra y para revelar su situación en tiempo de niebla.  A veces, emitiendo sus características pitadas,          como es el caso, se emplea para festejar algún acontecimiento importante. 
           

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                                                            Capítulo LXXXV

                                                           LA FERIA

    Aquellos racimos inmensos de «volaores», sujetos por una cuerda de esparto a la entrada de  las tascas de la feria ¿cuantos volaores  podrían ir en aquellos racimos?: ¿cincuenta, cien, doscientos…?  No lo sé, siempre me lo he preguntado. Eran volaores abiertos y encañados para que secaran mejor.
    ¡Volaooores”, de los que volaban! ¡…de los que volaaaban!-repetían una y otra vez.
    Pescado azul, que capturan a la red atrasmallada, y después meten en salmuera, para más tarde secarlos en los cordeles de los secaderos, allá en el tiempo del estío.
    La feria, no son sólo luces de colores: rojas verde y amarillas… farolillos, tómbolas y atracciones… La  feria es también el olor  de los pinchitos quemándose en sus  anafes, por  todas las calles y en todas las casetas. Y es también el omnipresente olor de las patas de pulpo asándose a la brasa  y al fuego  del carbón. El olor a pulpo quemao, es por encima de todas las distinciones, quizás, junto al pinchito, lo que le da sabor y diferencia a nuestra feria. Sin estos olores, la feria de Ceuta, sería una feria más…; sin embargo, África, marca su diferencia, y nuestra cultura se enraíza y se abraza  con este continente. Qué no dejen de secar los volaores en los días de poniente… Qué no dejen de quemar el pulpo y de asar los pichitos… Qué huela la feria toda, al mejor de sus perfumes: a la feria de entonces, a la feria de siempre… a la feria  como tiene que ser, a la feria de Ceuta…
   La noria, va girando una y otra vez, el látigo, las olas, dan vueltas y vueltas… Los caballitos, ¡Oh, los caballitos! La atracción reina por antonomasia. La tradición universal  de todas las ferias del mundo: ¡los caballitos! Sí, es verdad, el subir y bajar de los caballitos, mientras, al mismo tiempo se da vueltas y más vueltas, como si el mundo girara a tu alrededor, puede ser  lo mas significativo y el grado máximo de felicidad que un niño puede experimentar en su niñez.  Y nosotros, los niños del patio, transidos hasta la medula por esa tradición, montábamos a los caballitos,  ilusionados en nuestra locura con tocar el cielo y la luna…Vueltas, giros… arriba, abajo… más vueltas y más giros…«pegasos, lindos pegasos, caballitos de madera…», como diría el bueno de don Antonio, y más tarde añadir:
                                                  «Yo conocí, siendo niño,
                                               la alegría de dar vueltas
                                               sobre un corcel colorado,
                                               en una noche de fiesta,
                                                ……………………….»
    Machado, supo captar el alma infantil como pocos, y en sus versos, ya nuestros versos, dejó  para siempre impreso la magia de esos momentos.
   ¡Oh, la feria!: luces, colores, vértigo, alegría, ilusiones…. fiesta de los sentidos, armisticio y pausa para la pena, que se olvide para hoy la tristeza, y que se alejen  al otro lado del sueño, el dolor y la pena… Qué, esta noche. he visto a la Virgen de África, y al pasar junto a mi, yo, su romero,  le pregunté: ¡Virgen!, ¿nos veremos el año que viene, en otro cinco de agosto…? ¡Virgen, dime que sí!, ¡por amor,  dime que sí!, que yo, junto al pórtico de  tu puerta,  esperándote, peregrino de ti, ahí,  estaré…  
    

 En Cádiz, 1401h. 29 agosto de 2.007    

                                                                 Manuel  Castillo  Sempere 

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                                                          Capítulo CII

                                                 HA LLEGADO EL OTOÑO
       
                                                        «Ha llegado el otoño...pero no estéis tristes,  porque en el otoño, aunque el sol se ha perdido tras una nube, sin embargo,  también se puede  escuchar el rumor de la lluvia al golpear los tejados....En el otoño, el alma, es un poco más nuestra... »

 

    Ha llegado el otoño. Sí, todo el mundo lo dice: ¡Ha llegado el otoño! ¡Ha llegado el otoño!...Sí, es verdad, el otoño  ha venido a anunciarnos que su tiempo de espera ha concluido y  viene a dejarnos sus maletas de melancolía y de tristeza. Los días del verano se van inexorablemente sin que nadie pueda hacer nada por evitarlo. Todo, como una agonía imprevista, anónima, sin cuartel, va desangrándose y perdiendo al punto  el ritmo, la vitalidad….  Los juegos en la playa, los chapuzones en el mar, los días largos y calidos, la fruta jugosa y exultante…. todo, definitivamente todo va desangrándose….
    Las golondrinas, ¡Albas primera de la Naturaleza!, van haciendo sus círculos alrededor de la Plaza de África;  van y vienen y dan vueltas  y más vueltas; parten de el Ayuntamiento, pasan por la Iglesia, la Comandancia General, el Parque de Artillería, la Catedral, para girando por el último edificio de la cúpula, volver de nuevo a  pasar frente al Ayuntamiento. Cuándo pasan bajas, notamos como un silbido, nos agachamos  y casi nos rozan las cabezas. Ellas, tienen sus nidos de barro debajo de los balcones del Ayuntamiento; ahora, a  los poyuelos ya le han crecido las plumas;  y ahora  los padres, como amorosos maestros, les enseñan las últimas lecciones en el aprendizaje «del arte de volar»  Van y vienen, giran y giran alrededor de la plaza; una, dos, tres…diez, veinte, treinta…nos cansamos de contar…Algunas, en un tirabuzón esplendido, se elevan en un instante por encima de los árboles y de los tejados;    y se pierden allá arriba en el cielo ceniciento,  en otro carrusel interminable al pie de los Cúmulos y los Nimbos que pasan asombrados.  
    Cuando las últimas lecciones hayan sido aprendidas, y los más jóvenes extiendan y batan  las alas   con la presteza  y la maestría  necesaria  para   realizar un largo vuelo; ellas, las golondrinas,  emprenderán  su  éxodo  anual a otras tierras más cálidas. Abandonaran  sus nidos  debajo de los aleros y balconadas del Ayuntamiento y de los edificios contiguos,  y emigraran a otros horizontes allende nuestras plazas y nuestras calles de Ceuta.¡Dios mío!, ¿Por qué se tienen que marchar? Nosotros, los niños, no le arrojamos piedras ni las maltratamos, por qué, entonces, tienen que marcharse; por qué nos abandonan y ponen rumbo al Sur…
    A la primavera siguiente, sin que nadie sepa cómo ni por qué, en una mañana  clara, azul, de cristal… volverán a oírse sus trinos; y en la misma plaza, debajo de los aleros y balconadas del Ayuntamiento, volverán a reconstruir sus nidos; y desde los más alto, allá en el cielo, junto a las nubes, bajarán, y como siempre comenzarán a dar vueltas y más vueltas en un carrusel interminable. Algunas, volaran  cercanas, casi rozándonos las cabezas; otras,  lo aran  más altas, casi rozando el tejado rojizo de la iglesia de Nuestra Señora de África…. y los campanarios de la Catedral.     
     Ha llegado el otoño, ya nadie lo pone en duda, y las hojas caducas  han ido perdiendo su frescura  y su color verde natural;  y ahora,   van adquiriendo un tono amarillento, enfermizo,  como si supieran que su ciclo vital ha terminado. Y aún aguantaran unos días, pero enseguida, de manera inexorable irán cayendo; y algunas en una brisa repentina revoletearán  y permanecerán suspendidas en el aire unos instantes, para luego caer en cualquier jardín o en cualquier plaza donde haya estado su árbol.
     Ha llegado el otoño, y nosotros nos encontramos tirados en los guijarros redondeados de la ramblilla jugando a las «bolas». Y aquel Cúmulo blanco, redondeado y alto como una montaña, se ha ido poniendo cada vez más negro cuando se ha abrazado con un Nimbo; y al final, sin intención, en un juego, casi en una travesura, nos manda su lluvia en tromba, a raudales, como se si hubiera roto el cielo… a cántaros. Nosotros, perseguidos por un relámpago y un trueno capaz de romper los cristales, corremos ramblilla arriba hasta refugiarnos debajo de la protección  del  Jazmín, que está, junto a la entrada de la  puerta  de mi casa  y los escalones que dan al patio de “Arriba”
    Es la primera lluvia y estamos excitados y alegres. Tenemos la cabeza chorreando por está lluvia inesperada y traicionera que llega sin avisar… Alguien, que viene de arriba, pasa y nos dice:
    -¡Bendita lluvia, que lava las calles y riega los campos!
    Y lleva también la cabeza chorreando  de agua, y se la toca con las manos, y cuando siente el frescor, las baja, se las mira y con una sonrisa inmensa, como poseído por una fuerza  extraña,  vuelve a decir:  
    -¡Bendita lluvia, que lava las calles y riega los campos!
    Nosotros, absortos, prendidos en la magia  del momento, sin poderlo evitar, también poseídos por esa fuerza.  le contestamos:
    -¡Bendita lluvia, que lava las calles y riega los campos!...
    En  los tejados resecos por el sol del verano, el agua de lluvia, ha ido gota a gota deslizándose por las tejas hasta llenar a rebozar los  «canalillos»1 y después en un golpeteo incesante de rumor de aguas descender por los bajantes hasta desaguar en las losetas  de los  aljibes2.  
    Desde cada puerta  del  patio, una niña, canta una canción. Y al momento, otra niña le responde  con la misma canción…

                                 ♫«Que llueva, que llueva,     
                                    la Virgen de las cuevas,
                                    los pajarillos cantan,
                                    las  nubes se levantan.
                                    que llueva un chaparrón,
                                    que moje a mi vecina
                                     y a mi no.
                                    Que le rompa los cristales
                                     y los míos no. »♫
   
      El rumor del agua resbalando por las tejas  y resonando en los  canalillos, para después retumbar con más fuerza en los bajantes de los desagües, todavía nos acompañará durante un tiempo.  El otoño nos entristece y la gente ya no ríe como  antes, como cuando el sol se prolongaba todo el día…; pero sin embargo, el otoño, nos trae el rumor de la lluvia, y mi cabeza se moja beso a beso con las  gotas que caen entre las hojas siempre verdes del jazmín de mi puerta…. 

 

           En Cádiz, a las 11:11h. de 30 de septiembre de 2.007

 

                                                                                              Manuel  Castillo  Sempere

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               PLATERO Y DON JOSÉ SOLERA BARCO
                                       «¡Alma mía, lirio en la sombra! -Dije. Y pensé, de pronto, en                                                                       Platero, que aunque iba debajo de mí, se me había, como si fuera                                                                         mi cuerpo, olvidado. »

 

   Por  las tardes, algunas veces, Don. José Solera, nos leía algún trocito de «Platero y yo»,  el librito que Juan Ramón Jiménez, escribió para los niños… ¡Qué emoción!  ¡Qué sensación  de paz nos embargaba de su lectura!....Eran tardes azules, azules, azules…Y recuerdo, como una impronta, por su melancolía y por su belleza varios de aquellos capítulos. Me acuerdo de la «niña chica», ella lo llamaba de manera amorosa de todas las formas que acertaba a decir: «¡Platero! ¡Platerón!, Platerillo” Platerote! ¡Platerucho!»  Ella, como dice Juan Ramón: «Navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte, nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste: « ¡Platerillo!... Desde la casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico!» Ella navego para siempre, en su cuna alba, a los confines azules y cárdenos donde habita Dios…Él, Juan Ramón, apuntaba: «Desde el cementerio ¡como resonaba la campana de vuelta en el ocaso abierto, camino de la gloria!...Volví por las tapias, solo mustio, entré en la casa por la puerta del corral y huyendo de los hombres, me fui a la cuadra y me senté a pensar, con Platero.»Don José, cerrando el libro y con la emoción todavía en sus ojos  decía con dificultad:
    -Recojan sus cosas y salgan al pasillo.
   Nosotros en silencio, con pausa, recogíamos nuestros enseres y salíamos al pasillo, pero en nuestro interior, como una madreselva que trepa a la luz, también trepaba en nosotros un sentimiento de ternura, de compasión, de pertenencia a todos los lugares y a  todas las existencias  nacidas en este paraíso. Era un sentimiento de unión con la naturaleza, con lo inexplicable…
    Tengo unidos en la memoria a Juan Ramón y D, José, uno compone  la elegía, y el otro, con   aquella voz tan clara, «de serial», nos recitaba palabra a palabra, párrafo a párrafo, algunos de los capítulos que su sensibilidad escogía… 
    ¡Cómo se puede olvidar aquellos momentos únicos y mágicos, sentados  junto a los  pupitres y absortos en la recitación, que como un mantra oriental, iba dejándonos caer nuestro sensible maestro, en nuestras almas…!
    ¿Qué une a un maestro y a un discípulo? ¿Qué extraño sortilegio hace que se unan dos voluntades y queden unidas para siempre en el recuerdo? ¡Maestro y discípulo!  De una parte agradecimiento, respeto; de la otra, plenitud entrega…Si yo dijera: prisión, tú me dirías: alas; si yo pronunciara: cansancio, tú apuntarías: dedicación; si acaso en última instancia yo te anunciara: olvido, tú, con una generosa sonrisa, harías comprender mi error…Luego, me despedirías  con un beso…  
   También, recitabas:
-«Platero  es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que parece de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.»
    Y yo, que nunca supe lo que significaba «azabache», no sé por qué, al instante, pensaba en mis dos zapatos de charol negro que mi madre, como un ritual religioso,  me ponía las mañanas de los  domingos. Y que a pesar de sus recomendaciones, siempre volvía con las puntas arañadas de golpear cualquier lata o cualquier piedra que me encontrase en el camino…
    Todo el mundo necesita de hablar con alguien;  algunos hablan con los amigos, otros con sí mismo, los hay que incluso con Dios…Juan Ramón, eligió hablar con su alma, y para ello no eligió a un ángel  o a una hada, sino que eligió al ser más humilde donde los haya, y eligió a Platero, él sabrá por qué consumó esta humildad…:
    -«¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata?
   …Después, hemos seguido hasta la mar blanca, yo delate, él detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda…
     …De vez en cuando, Platero, deja de comer, y me mira…Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…
    …y, al fin confiado, pisando seco y duro  en los ladrillos, se entra conmigo por la casa...»

  En Cádiz, las 2013h. de 19 de octubre de 2.007

                                                                           Manuel Castillo  Sempere

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                                                             Capítulo XCII

                                                         LA CRUZ DE MAYO

     «Dios esta azul. La flauta  y el tambor
anuncian ya la cruz de primavera….

    ¡Vivan las rosas, las rosas del amor….!
Cuando florezca la cruz  de primavera,
yo te querré con todo el corazón….
    Ya floreció la cruz  de primavera.
¡Amor, la cruz, amor, ya floreció…¡»

                             Juan Ramón Jiménez

    La primavera en todo su esplendor, ¡Mayo!, y la ¡Cruz!, como símbolo de Cristo, el Salvador de los hombres… En Andalucía y en otros lugares de España,  se celebra cuando llega el mes de mayo,  la fiesta de la Cruz.
    En nuestra ciudad, se copiaba también esta añeja tradición, celebrándose  con alegría en muchos de sus antiguos patios. Y el nuestro, era uno de los afortunados donde esta costumbre, “La Cruz de Mayo”,  estaba bastante  arraigada.  Algunos de los chiquillos montaban una pequeñita en su casas -Marianito1, el hijo de Pepa la «Mana», era el que tenía  más gracia para estos menesteres, de tal suerte que  sus Cruces de Mayo, eran las mejor adornadas y las más vistosas-, sin embargo aquel año, montamos una  para todos, debajo de la ventana del comedor de mi casa, junto a las exageradas flores blancas del  trompetero que allí crecía. Fuimos, a la tienda  de Manuela la «Valenciana», y le pedimos a Andrebet, varias cajas de madera -de las  que contenían los botes de leche condensada del «Bebé Holandés»-; a continuación las colocamos simulando un pequeño altar, y llamamos a las vecinas  para que lo adornaran con alguna tela apropiada para la ocasión. Ellas, intercambiaban opiniones acerca de la mejor  forma de engalanar aquellos irreverentes cajones de madera, y convertirlos en algo que realmente mereciera la pena a los ojos de los demás.
     Así, que después de mucho discutir y de empeñarse cada una de ellas en cubrirlo con este mantel  o con aquella  colcha, Josefina, la madre de los Gaonas, trajo un enorme pañolón color marfil, que colocaron encima de una sabana vieja -que socorridas aquellas sabanas viejas, que servían igual para un roto que para un descosido- que  llevó mi madre.
    El decorado parecía que iba tomando cuerpo, así que, de cada casa fueron trayendo motivos religiosos apropiados para adornar el escenario en ciernes: Maria«Machanga» e Isabelita, trajeron    cuadros de la Virgen del Carmen y del Nazareno; África, una cruz de madera, con el Crucificado expirando, que enseguida colocaron en los más alto, a modo de capitel y en consonancia y significado con lo que se celebraba. A los niños, nos mandaron  al huerto de Maria Vera, con «patente de corso», para decomisar cuantas rosas y demás flores  pudiésemos «apañar». Así, que pasado un rato,  aparecimos como bucaneros de un bajel pirata, con un cargamento  de las más hermosas rosas,  que se cultivaban primorosamente  en el huerto transido de belleza y de sueños de María Vera.   Nuestras madres, por esta vez en connivencia, no nos regañaron nuestro atrevimiento, sino al contrario, aceptaron nuestro arrojo, con una sonrisa tácita de complicidad.  
     Aquí, y allá, de dispusieron jarroncitos y algún que otro vaso con agua, con los mejores claveles y geranios del patio; rojos como la sangre, para que sobresalieran contra el pañolón marfil de Josefina. Los niños, aún tuvimos, como premio a nuestra inocencia, la oportunidad  de colocar en todas las  esquinitas  del nuestro altar, los recordatorios de nuestra primera comunión…    
    La Cruz de Mayo, no sólo quedó  durante buena parte de este mes de primavera, adornando el rincón de mi ventana;  sino que aún, continua imborrable  en la memoria de mis recuerdos infantiles. Y de tal manera es así, que cuando abril deja la primavera en manos de mayo,   como un instinto atávico, antiguo, sin saberse por qué, la nostalgia me toca con sus dedos, y en una noria de recuerdos vivos, me hace sentir los sentimientos de aquellos días donde unas mujeres y unos chiquillos, con rosas robadas y claveles y geranios rojos, levantamos la  más sencilla, pero a la vez, la más hermosa Cruz de Mayo… 

    En Cádiz, a las 1436h. de 25 de agosto.     
       

                                                                             Manuel Castillo  Sempere

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    1 Marianito, seguro que al igual que yo, cuando el calendario alcanza mayo, se acordara de aquellas Cruces de Mayo, que con tanto primor él mejor hacía; y seguramente de aquella primera afición a la primavera y a lo religioso, le vendrá su afición por los pasos de la pasión de Cristo; pues todos los años, a golpe de tradición,   se le puede encontrar al pie de la Semana Santa de nuestra ciudad; y si esto fuera poco, en agosto, por la feria, lleva a su cargo la caseta, que como no podía de otra manera, se anuncia: La Trabajadera.

 

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                                                         Capítulo XCV

                                                       LA MOCHILA II

 

    ¡Buenos días!, al alba, como os anuncié, he estado en vuestras calles  y con la agudeza de ojos de un azor* he comprobado como el pretérito y la tradición habitaban amorosas  en el alma de vosotros, niños de Ceuta…Seguro que en  un banco de la plaza de África, o en la baranda verde, o en los escalones,  habréis desgranado una granada  buscando ávidos sus semillas rosas… Otros, habréis escogido la paz de San Amaro y la atalaya de San Antonio, para romper las duras cáscaras de las  nueces y las almendras, después ya es fácil: sólo hay que dejarse llevar por el sabor…Los que han elegido los senderos y los bosquecillos en los alrededores de los pantanos, el Mirador, Calamocarro y Benzú, sentirán sin duda-como yo lo sentía-la dimensión definitoria del espacio de la Ciudad…Sentirán a Ceuta como un sueño y una realidad a la vez…Es más bella mirar a Ceuta desde   los pinos del Hacho, pero la verdadera dimensión de la  Ciudad, se siente, indudablemente, desde poniente… poseyendo casi al alcance de la mano, la leyenda en piedra granítica de la Mujer Muerta.
    Mi amor a  Ceuta, es casi físico, casi  como el amor a una mujer…Hace treinta y siete años que abandoné el ámbito material de sus calles y de sus atardeceres; y ahora, sus recuerdos son existenciales, posiblemente metafísicos, tal vez fuera de la realidad…pero al cabo, son tan hermosos, que es mejor dejar que sea el susurro de las agujas verdes de los pinos, quien en la brisa azul del poniente ponga   su última palabra…
    Disfrutad pues, del día de los Tosantos…Sí, ya lo sé, no me regañéis; yo también he nacido en vuestra Ciudad, y sé, desde hace muchos años,  que en Ceuta, hoy: uno de noviembre, es el día de la «Mochila»…El tiempo no existe ni la distancia, es solo una ficción nuestra, una advertencia a nuestra ceguera. Yo, no tengo esos límites, y aunque no me creáis yo estaré todo el día entre vosotros, y a la tarde cuando el sol se pierda irremediablemente al Oeste y volváis de regreso, yo os seguiré con la mirada y  sin que os deis cuenta, en silencio, os diré adiós…
    En aquellos días, en que yo era como vosotros, al regresar a casa después de callejear toda la jornada la talega blanca de la Mochila, después de rozarla por todas las esquinas, había perdido su originario color, y mi madre que la había confeccionado en su maquina de coser, al verla de esa guisa, movía la cabeza con resignación y apuntaba:
    -Habrá que  hacerle una talega nueva para el año que viene, la trae negra y llena de manchas, ni lavándola se la  podremos  quitar. 
Pero, el año que viene, quedaba aún  muy lejos,  y yo, por un día, el día de la Mochila, había conseguido ser libre, y por añadidura, el ser más feliz del mundo…  

       
     Cádiz,1132h.  1 noviembre de 2.007

                                                                    Manuel  Castillo  Sempere

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* Al escribir esta palabra se me ha venido el recuerdo de mi profesora de Lengua Española, la admirable Sta.  Valderrama, ella en sus magnificas xplicaciones nos decía:   «Azorín»-maestro de la narrativa y de la estampa- eligió  este seudónimo con la intención de emular para sus escritos,  la misma agudeza de observación que el azor poseía desde lo alto de su  apostadero. 


                          

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                                                                Capítulo IX

                                                  UN FANTASMA

 

    Aconteció,  que África, mi madre y mi tía  Tere, se reunieron en el comedor de mi casa para realizar unas labores de costura. Estuvieron toda la tarde remendando y cosiendo toda la ropa que tenia falta de arreglo. Desde la cocina, en el otro lado de la casa, se escuchaba el traqueteo de la maquina de coser de mi madre. Las cuentas de multiplicar y dividir que me había puesto el maestro, eran interminables; así que yo estaba más pendientes de las conversaciones de las mujeres que de los aburridos deberes que al otro día, indefectiblemente, tenía que llevar al colegio.
    Bien entrada la noche, las mujeres acabaron  su trabajo. África recogió su ropa  y demás utensilios de coser y se encamino a su casa. Mi madre y  Tere, una vez recogida y ordenada la costura, se dispusieron  a acostarse.  Una vez en la cama y cuando estaban a punto de conciliar el sueño, empezaron a escuchar el ruido que producía  un carrete  de hilo al moverse por el comedor. El carrete se movía un momento, y al instante se paraba, luego pasado un rato, volvía a moverse, hasta pararse  de nuevo. Las pobres estaban cada vez   más asustadas El carrete continuaba moviéndose y  deteniéndose  sin parar, sin que aquello tuviera visos de terminar de una vez. El miedo se había ido apoderando de ellas, y ya estaban presas del pánico más infernal. Se llamaban una a la otra continuamente para reconfortarse y darse valor ante aquella situación tan extraña, que las llenaba de tanto temor.
   Mi padre estaba haciendo su servicio en el muelle de la “Puntilla”, y su turno no acababa hasta las seis de la mañana. Así que ante la posibilidad de estar toda la noche sin pegar un ojo, se armaron de valor, y en un ataque de locura, se decidieron a levantarse y ver quien estaba moviendo el carrete. Las mujeres dejaron las camas y se apostaron en la puerta del dormitorio que daba al comedor, esperando encontrar por fin, al fantasma causante de aquel misterio.
   Para su sorpresa y tranquilidad, no había ningún fantasma en el comedor, solo un carrete que se movía y golpeaba la puerta de la calle. ¿Pero por qué se movía el carrete? ¿Quién lo estaba moviendo? ¿Y quién estaba detrás de la puerta?
   Mi madre y mi tía, miraron por la cerradura y no vieron a nadie. La noche estaba en completo silencio y no se escuchaba absolutamente nada; abrieron la puerta y comprobaron efectivamente que en el  patio no había nadie. Tomaron el carrete en sus manos, y observaron que el hilo atravesaba todo el suelo del patio, y se torcía precisamente en la esquina de la casa de los Vallejos. Ya más tranquilas, pero presa de la mayor de las curiosidades, se encaminaron para la vivienda de África.
   Emilio Gaona, que venia subiendo la Ramblilla y algo alegre por algún vino peleón, al ver  a las mujeres, empezó a gritar: ¡Qué pasa ahí! ¡Qué pasa ahí…!.Los vecinos ante tal algarabía, empezaron a salir de sus casas asustados. África, escucho los gritos y también salio a ver que pasaba. Mi madre y Tere, le enseñaron el carrete, y comprobaron llenas de perplejidad, que África llevaba en su bata el extremo del hilo del carrete; así que cada vez que  África  andaba en su casa, también se movía el carrete en la mía.  El  hecho no podía ser más cómico, de tal  manera, que durante un  buen  rato no dejarían  de reírse, y cuando al fin paraban y  sus miradas se encontraban,  a la menor insinuación, volvían de nuevo a reírse sin ningún pudor que las hiciera callar.… 
   Una vez desentrañado el misterio, todos por fin, pudimos irnos a dormir, el fantasma se había desvanecido como una de las muchas cosas que pasaban a diario en nuestro patio. Pero aquello, durante muchos días, sirvió  para el entretenimiento y las risas de todos los vecinos…. Y aún hoy, pasado el tiempo, en las noches frías del invierno,  cuando el viento nos atemoriza con sus constantes silbidos y  hace inclinar las ramas sobre mi ventana, me acuerdo, entonces, de aquel fantasma que solo habitó- prisionero, afortunadamente de los silencios-en el miedo atávico de las  mentes  asustadas de aquellas mujeres...
                                                     

     En Cádiz, a  4 de Noviembre  de   2.006  

                                                                          Manuel  Castillo  Sempere

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                                             Capitulo IXC
                                         SEMANA SANTA 

    Cuando rompe la primavera, allá por marzo o abril según el año, llegaba la Semana  Santa…Cuando los azahares de los  naranjos amargos de las puertas del Ayuntamiento,  abrían sus pétalos blancos e  inundaban  con su fragancia  todo el entorno de la plaza de África, entonces es que llegaba la Semana Santa…Cuando los cielos,  sin avisarnos, ora se anunciaba en un aguacero, ora  se vestía de azul, para más tarde volver a dejarse sentir, entonces es que llegaba la Semana Santa…
     Pero antes de los días de la Pasión, los curas llegaban a los colegios y realizaban con nosotros una «semana de ejercicios espirituales». Día a día nos enseñaban los misterios de los Evangelios, y nosotros, bien adoctrinados en la  fe católica, escuchábamos sus enseñanzas con la atención y el temor que correspondía a la época. Pero el sábado por la mañana, después de dar varias vueltas al patio cantando el «Dios te salve María», confesábamos nuestros pecados, y nos marchábamos para casa limpios y puros  con el alma más reluciente que  una patena… ¡Ah!, aquella  semana de ejercicios espirituales, ya no volverán más; ahora se ha puesto más caro la absolución de nuestras deudas…  Bastaba una semana, y ya podías sentir a, Jesús, como un amigo cercano  dentro de tu corazón. Aquella semana, prometía convertirme, lleno de  devoción y arrepentimiento por mis pecados-que pecados podría tener un niño de  siete u ocho años-en un Santo; pero era flor de un día, al poco volvía a las andadas, como si los azahares de los naranjos amargos del Ayuntamiento me hicieran olvidar,  con su olor infinito, mis promesas ofrecidas  en la comunión del Domingo de Ramos…
   Cera, incienso y azahares…banda de cornetas y tambores, saeta  al cielo, hasta golpear en las heridas del Crucificado y en la amargura de su Madre, que va tras Él, sin consuelo…Desde el Príncipe, baja el Medinaceli, al Cuartel de Automovilismo, desde el Príncipe vengo con mi Yaya, con una vela encendida, rezando lo que ella reza....  Desde la Iglesia de África, bajando desde la «Brecha» viene el Nazareno arrastrando la cruz; su Madre, desde la calle de la Muralla, le da el «encuentro» en el Puente Almina, silencio, recogimiento…el Nazareno se levanta, hacia el cielo, a golpe de brazo, a golpe de sentimiento, la gente llora, la gente aplaude-¡emoción!- hasta romperse las manos.  Los niños, sin habla, turbados, en silencio, pensamos: Jesús, si me dejaran, si yo pudiera, te ayudaría con la cruz, “pa” que no sufrieras…¡Al cielo con Él!, el Nazareno, sigue adelante, calle Real  arriba; la Legión, costaleros de su Dios, lo lleva  hombro con hombro…; la Legión lo mece, lo levanta,   a golpe de brazo, a golpe de sentimiento… Su Madre, se va tras Él, con amargura, sin consuelo… La Legión lo mece, lo levanta… 
    En aquellos días, desde que el señor expiraba en la cruz, el sentimiento de lo religioso, de lo trascendente nos tocaba  de alguna manera. La ciudad paralizaba su ritmo, y la música, los cines y los lugares de diversión  se adormecían durante unos días.
    Desde las iglesias, las cofradías, sacaban a sus «pasos» año tras año, calle por calle, y  esquina tras esquina, con la devoción y la fe que da   el  saberse protegido por el sentimiento de lo sagrado. El pueblo, respondía, agolpándose a lo largo de la «carrera» para ver pasar un momento, al Cristo o la Virgen, deseados y deseantes de su fervor.  Algunos, prolongaban aún más esta atadura, y conscientes de ello, se arremolinaban en la recogida de la procesión, para, santiguándose al paso de la imagen,  verla entrar  por última vez  entre los aplausos y la emoción de los conmovidos presentes.
    El  Viernes Santo, por fin, se cumple  mi ilusión, como la  de tantos niños en estos días.   A la entrada del parque de Artillería, la procesión del  «Descendimiento» está a punto de  iniciar su recorrido oficial; vamos vestidos los penitentes con  capirote  y capa del  color del cielo,  túnica  y guantes del color de la pureza. El Señor, ya muerto, lo descienden de la Cruz a los brazos de su Madre.  Ya he salido en una procesión, como Juan Antonio, que sale, en el Medinaceli; como mi primo Pepito y mi hermano, que salen en el  Santo Entierro; ya soy como ellos, lo que soñaba ser: ¡un penitente!
   Y el sábado, el Santo Entierro, el último de los pasos, el Cristo  yaciente ¡Qué dolor! ¡No quiero verlo!, pero sin embargo es verdad ¡El Señor esta bien muerto! Pero ya sólo faltan   unas horas…a  la madrugada del domingo, al tercer día, Jesús de Nazaret, el  Hijo de Dios encarnado, ha resucitado   a la vida  y ha vencido a la muerte. ¡Oh, Jesús, no nos dejes más en las tinieblas de nuestra soledad! ¡Oh, Jesús, te lo pedimos desde la desesperación, no nos dejes más, por caridad! ¡No, no, por compasión, no  nos dejes más…!
    Es Domingo de Resurrección, ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!...los niños del patio, sin saberse por qué, como  obedeciendo una orden que nadie ha dado, hemos ido recogiendo latas, las hemos atado a unos cordeles,  y como poseídos por una alegría sobrenatural, vamos arrastrándolas  por todo el callejón del Asilo, hasta llegar al Ayuntamiento y a la plaza de África. Alguien, al oír toda aquella algarabía de risas, gritos y el retumbe de las latas contra los adoquines, exclama:¡Ha resucitado Cristo! ¡Dios, ha resucitado!...

 

                                              Manuel  Castillo  Sempere-ceutaenelcorazon.es

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