RENASCERE

- El Callejón del Asilo - Mi amigo Antonio - El escultor de Cristos de arena - La ventana - Una Excentricidad - Un encuentro tardío - Steve Jobs - 8. La última conversación -

- 9. Una historia de Navidad- 10.Los mejores reyes de mi abuelo -



  


                                       EL CALLEJÓN DEL ASILO

   
    El pasado 7 de agosto tuve la fortuna de asistir a la primera reunión que celebró la “Hermandad de Vecinos del Callejón del Asilo Viejo y Aledaños”. Lo hice acompañando a mi madre, que en su infancia vivió  en uno de los patios cercano a dicho Asilo. Ella me ha hablado muchas veces de los imborrables recuerdos que conserva de aquellos patios, de aquella gente y de aquel tiempo. Sería prolijo explicar la gran cantidad  de fotos  que se proyectaron  o el testimonio que dieron algunos de aquellos niños de entonces, ancianos o personas ya maduras ahora. Sin embargo si quisiera expresar  una idea  y extraer alguna conclusión  de todo lo que vi y escuche  a lo largo de las tres horas que duro el acto.

    La idea que me formé como asistente que no vivió ni en ese lugar ni en ese tiempo fue la de que aquellos que si lo hicieron fueron muy felices  y que el recuerdo que aún mantienen de sus casas, de aquellos patios  y aquellas calles, es un recuerdo imborrable que los acompañará a lo largo de sus vidas.

    Es fácil deducir que eran tiempos difíciles aquellos años 40 y 50, que había estrecheces  y dificultades  para sacar la familia adelante. Sin embargo, en las miradas de las fotos  que vi, en las escenas que representaban y en los testimonios que escuche, rebosaban ilusión y alegría. Ante la estrechez había unión y solidaridad y el que en ese momento podía más ayudaba al que no podía, pues al cabo de un tiempo podía cambiarse las tornas y el anterior benefactor era ahora el socorrido.

    Escuché historias de otro tiempo que ahora parecen irreales; oficios y formas de ganarse la vida  honradamente que hoy nadie quiere llevar a la práctica por el gran esfuerzo que suponen. Pero vuelvo a insistir en la ilusión. Ilusión  a raudales. Una ilusión que quizás provenía de una inocencia propia de otro tiempo. De un tiempo en el que no se necesitaba tantas cosas materiales que hoy consideramos imprescindibles para “ser felices”.

    Aquellos vecinos del Callejón del Asilo eran una gran familia, con todo lo que ello supone. Los problemas de unos afectaban a los demás, los cuales se movilizaban en la medida de sus posibilidades  en pos del que necesitaba ayuda.

    ¿Qué conclusión puedo extraer de todo lo anterior? ¡Cuán diferente era aquel tiempo del actual! Nos hemos despojado de la solidaridad y el compromiso con los demás y vivimos sumidos en una competencia  materialista y consumista tan inútil como absurda: ¡Cuán diferentes somos  de aquellas familias que habitaban las entrañables casas del Callejón del Asilo y Aledaños!

    En fin, como dijo la Presidenta de la Hermandad, aquel es ya un “barrio fantasma” que solo existe en el recuerdo de los que tuvieron la fortuna de vivir en él y de entablar unos lazos tan fuertes que aún siguen uniendo a los que viven, y a estos con los que ya no están.

    Sólo me queda felicitara los organizadores y pedirles que esta iniciativa tenga continuidad en años venideros. Ojalá podamos seguir siendo testigos de ella para contarla.  


      En Ceuta, 6 de agosto de 2008

                                                                   José Eloy del Río Bueno

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                         M I   A M I G O   A N T O N I O

                                                                “Llevaba en una mano un loro de juguete, de esos que funcionan                                                                   con  pilas y que repiten lo que se les dice. Antonio lo miraba                                                                   entusiasmado. Su cara cambiaba con cada palabra que el loro                                                                   repetía”.

  

   Desde siempre me han interesado las personas que se salen de lo normal. Me refiero a esos personajes que encontramos en todas las ciudades y pueblos y que, bien por su forma de vestir o de comportarse, se salen del patrón estándar que la mayoría consideramos como "normal". Ya desde mi infancia me llamaban la atención ese tipo de personas.

   Ahondando en mi memoria, creo que la primera de estas personas que recuerdo es un hombre al que llamaban "el morcillero". Parece que lo estoy viendo. Era un hombre grueso, de unos cincuenta y tantos o poco más de sesenta años, que siempre llevaba unas gafas de  oscuros y gruesos cristales que le ocultaban los ojos. Nunca pude ver sus ojos. No sé a qué se dedicaba, si tenía algún  trabajo o alguien lo mantenía. Lo cierto es que los niños de entre doce y catorce años le llamaban "el morcillero" y contaban que se dedicaba a coger niños para sacarles "las mantecas y las morcillas". A mí, que entonces tendría siete u ocho años, me impresionaban y asustaban estas historias. Pero como nos juntábamos una pandilla de niños que iban de los cinco a los quince o dieciséis años, yo también participaba involuntariamente de algunos de sus juegos. Uno de ellos consistía en colocarnos en determinado lugar a una hora a la que los más mayores sabían que habitualmente pasaba "el morcillero". Cuando lo veíamos, alguno gritaba: "morcillero, morcillero" y todos salíamos corriendo. Automáticamente, "el morcillero" reaccionaba como si le hubieran metido el diablo en el cuerpo, corría como un desesperado y apedreaba sin ton ni son a quien tuviera o no algo que ver con el insulto. En más de una ocasión rompió lunas de escaparates o cristales de ventanas e hirió en la cabeza a algún viandante que pasaba por allí.

   Recuerdo a otro personaje, una mujer llamada Emilia que llevaba muchos años sin salir de su casa. Vivía con su madre, la señora Ana, la cual se encargaba de hacer los mandados a la tienda y otras pequeñas tareas que les permitían subsistir. Según yo oía contar a mi abuela, Emilia había estado casada, pero al poco tiempo de casarse estalló la guerra y su marido hubo de ir al frente, muriendo en una batalla. Dicen que, a raíz de esto, Emilia perdió la cabeza, se encerró en su casa y ya no quiso salir más. Algunas veces se la veía tras los visillos de la ventana de la puerta de la calle y su aspecto era bastante siniestro.

   Sin embargo, cuando hicieron unas casitas de planta baja (como eran todas las de mi barrio) frente a la casa de Emilia, a ésta le dio por querer trabar amistad con una de las familias que allí se fueron a vivir. Empezó a salir a la calle, siempre acompañada de su madre, y parecía querer recuperar a base de paseos callejeros todos los anteriores años de enclaustramiento.

   Se las veía a las dos cogidas del brazo, dando largos paseos de una punta a otra de la calle hasta altas horas de la noche, tuviera o no ganas de pasear la pobre señora Ana.

   Emilia quería, a toda costa, trabar amistar con unos de los nuevos vecinos. A pesar de su estrechez económica, les llevaba regalos, como galletas, botes de mermelada o chocolate. Llamaba a su puerta y los de dentro, que no querían ningún trato con Emilia, le decían que se marchara. Ella insistía con buenas palabras, volvía una y otra vez y siempre encontraba la misma respuesta. Hasta que un día, harta ya de tantos desaires, Emilia se cansó y decidió apedrear la casa de los vecinos, profiriendo a la vez toda clase de improperios contra ellos.
A los pocos días, a Emilia se la llevaron a un manicomio y a la señora Ana a un Asilo.

   Podría recordar a muchos de estos personajes, como Tobalo, al cual recuerdo con los pantalones remangados hasta un poco más abajo de la rodilla, una boina y una florecilla o una ramita de perejil sobre una de sus hermosas orejas y correteando tras los grupos de muchachas que salían a pasear. De Manolo, "el sardinita", que cantaba saetas al paso de las "procesiones" que organizábamos los niños por Semana Santa. De África, "la macho", mujer adelantada a su tiempo, de las primeras que usó pantalones y fumó en público. Competía en fuerza con los hombres transportando carretillas con garrafas de agua en las épocas de sequía, o descargando barcos en el muelle.

   Podría hablar de muchos más. Algunos de ellos tenían, o tienen, disminuidas sus facultades mentales, pero otros no. Simplemente son diferentes, incomprendidos, iluminados, adelantados a su tiempo o como se les quiera llamar, y no encajan en nuestro formato estándar. Mucha gente los mira con recelo e incluso con desprecio, pero yo siempre los he respetado y me han interesado.

   En esta historia me voy a centrar en lo que me ocurrió hace ya varios años con uno de ellos. No sé su nombre ni he querido saberlo. Podía haberlo averiguado con facilidad, pero he preferido mantenerlo en el anonimato como una especie de misterio conmigo mismo. Para identificarlo lo voy a llamar, por ejemplo, Antonio.

   Antonio era un hombre, calculo yo, de unos sesenta y pocos años, de complexión fuerte, grueso y calvo. Casi siempre cubría su calvicie con una boina o una gorra. El poco pelo que le quedaba era blanco y su piel, morena. A pesar de que yo llevaba viviendo once años en aquel barrio, a Antonio nunca lo había visto  por allí hasta entonces. No sé de dónde salió. Era verano, el mes de agosto, y apareció de pronto un día que yo estaba comprando en la farmacia que había frente a mi casa. Me encontraba  apoyado en el mostrador y de espaldas a la puerta cuando oí:

   - "¡Vaya lorito que tengo! Vamos a cantar una canción: ¡Que viva España! La gente canta con ardor. ¡Que viva España!".

   Me di la vuelta y vi a Antonio en la puerta de la farmacia. Llevaba en una mano un loro de juguete, de esos que funcionan con pilas y que repiten lo que se les dice. Antonio lo miraba entusiasmado. Su cara cambiaba con cada palabra que el loro repetía. Lo mismo se quedaba muy serio que soltaba una carcajada. En la otra mano llevaba unas tiras de papeletas para rifar al loro.

   - "¡Vaya lorito que tengo! A veinte duritos la tira. Esta noche por la Cruz Roja".

   Esa fue la primera vez que vi a Antonio, y me llamó la atención. Llevaba un pantalón de mil rayas, claro y fresco, de tejido veraniego, unos zapatos calados, una camisa de manga corta por fuera del pantalón y una gorra azul. No se podía decir, ni mucho menos, que fuera mal vestido.

   Salí de la farmacia y me quedé en la acera de enfrente mirándolo discretamente. Al cabo de unos minutos, salió y emprendió el camino calle arriba en dirección al centro de la ciudad. De vez en cuando se paraba, le hablaba al loro, lo acariciaba, soltaba una carcajada, mostraba contrariedad, continuaba andando, entraba en una tienda, salía, volvía sobre sus pasos, y así estuve un buen rato, observándolo, hasta que se perdió a lo lejos.

   Desde aquel día, Antonio se convirtió en un personaje bastante habitual en mi barrio. Lo veía con frecuencia, aunque había temporadas en las que desaparecía y no quedaba rastro de él. Al cabo de un tiempo, volvía a aparecer. Casi siempre rifando algo o vendiendo lotería de la Cruz Roja.

   Era muy corriente verlo en la puerta de la tienda de las hermanas, una tienda de comestibles regentada por dos hermanas, una viuda y otra soltera. Esta tienda tenía la particularidad de que siempre estaba abierta, desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche, todos los días del año: Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo, Jueves y Viernes Santo y demás fiestas importantes. Sólo cerraban algunos domingos por la tarde, pero no para descansar sino para ordenar y limpiar la tienda.

   Era una tienda que realmente nos sacaba a todos los vecinos de algunos apuros. Que era mediodía y hacía falta sal para la comida, allí estaba abierta la tienda de las hermanas; que eran las nueve y media de la noche y hacía falta pan para la cena, las hermanas siempre tenían alguna barra; que un domingo íbamos a freír patatas y no había aceite, las hermanas seguro que tenían.

   En la tienda de las hermanas entraban personas de lo más diverso. Lo mismo acudían a ella los domingos gente adinerada que vivían en el centro a sabiendas de que la encontrarían abierta, que personas muy humildes que tenían abierta una "cuenta" y se iban llevando los "mandados" que necesitaban diariamente para pagarlos a final de mes.

   Era muy corriente ver a Antonio en la puerta de la tienda de las hermanas. Cada vez que me lo encontraba procuraba observarlo sin que él se diera cuenta. Había días que iba magníficamente vestido con un traje marrón de finísimas rayas verticales blancas, unos zapatos negros relucientes, camisa blanca y corbata a juego con el traje. Y por supuesto, gorra marrón. Otras veces lucía un impecable traje azul con camisa blanca y gorra gris.

   Contrastaba esta vestimenta con los cupones de la Cruz Roja, el lorito con las tiras de papeletas para rifarlo o una muñeca vestida de militar con una trompeta en la mano que cuando se la acercaba a la boca sonaba un toque de diana o una marcha militar.

   ¿De dónde habrá salido este hombre? ¿Cómo es que viste tan bien y, sin embargo, rifa juguetes y vende lotería? ¿Dónde vivirá? ¿Está loco o es más listo que los demás? ¿Será feliz?. Todos estos interrogantes me venían a la mente cada vez que lo veía. Me daba pena verlo deambular por las tiendas o por la calle intentando vender los cupones de la Cruz Roja o las papeletas para rifar sus estrambóticos juguetes. Pero a la vez me fascinaba; parecía tan feliz, tan autosuficiente. Era muy raro verlo relacionarse con alguien más allá de la venta de sus papeletas. Parecía que para él eran suficientes las conversaciones con sus muñecos.

   Un sábado por la mañana fui a comprar el pan a la tienda de las hermanas y allí estaba en la puerta Antonio, impecablemente vestido con su traje marrón y un manojo de cupones en una mano. Mientras esperaba a que me despacharan lo oía cómo tarareaba una canción:

   - "Madrecita María del Carmen, hoy te canto esta bella canción".

   Discretamente me dirigí hacia un extremo de la tienda para poder observarlo. Lo veía de perfil. Estaba interpretando con gran sentimiento. Lo mismo ladeaba la cabeza que se le inflamaban las venas del cuello o cerraba los ojos, según lo requiriera la letra de la canción.

   "Este hombre es fascinante", pensaba para mí. "¿De dónde demonios habrá salido?".

   Me puse a inventar historias explicando su situación. Seguramente habría sido un hombre de negocios con mucho dinero, pero por los azares de la vida se había arruinado y ahora se veía en precaria situación. O quizás habría sido un bohemio, un artista, pintor o poeta, al que el amor no correspondido por una bella mujer le había hecho perder el juicio. O a lo mejor era un marino al que su barco lo había abandonado y no tenía medios para volver a su tierra.

   Aquel día me hice el firme propósito de intentar conocer su historia. Lo primero que iba a hacer era seguirlo para saber dónde vivía, dónde comía, qué hacía durante todo el día. Lo seguiría todas las veces que pudiera, siempre que me lo encontrara. Sobre todo los sábados y domingos. Esos días yo no tenía que trabajar y podía dedicar todo mi tiempo a conocer la historia de Antonio. Aquel mismo día comenzaría mi trabajo de detective.

   Subí rápido a mi casa, dejé el pan y bajé vertiginosamente las escaleras para que Antonio no se me escapara. Afortunadamente, seguía en la puerta de la tienda de las hermanas. Comencé a dar paseos de una punta a otra de la calle sin perderlo de vista. Mi trabajo de observación se simplificaba por el hecho de que Antonio apenas reparaba en lo que sucedía a su alrededor y mucho menos iba a fijarse en mí.

   Permaneció inmóvil durante una media hora. Eran ya las diez y media. Después comenzó a andar en dirección al centro de la ciudad. Su caminar iba acompañado de todo el ritual que desarrollaba: paradas, entradas y salidas de comercios, vueltas atrás, etc. Pero como esta vez no llevaba muñecos, su andar era más ligero.

   Llegó hasta la Iglesia de los Remedios y allí se paró delante del mosaico de losetas que representa al Cristo de la Buena Muerte  que está junto a la puerta principal. Se quitó la gorra, se santiguó y vi que pronunciaba algunas palabras. Seguramente le rezaba una oración. A continuación siguió su camino calle abajo hasta llegar a la Plaza de la Constitución, donde estaba el Mercado Central de Abastos y las paradas de todos los autobuses que partían en dirección a las diferentes barriadas. Eran ya las doce del mediodía. Se detuvo de espaldas a la fachada principal del Mercado, donde se colocaban diariamente los vendedores de lotería. Allí el trasiego de gente era enorme. Llegaban los autobuses y riadas humanas se esparcían en todas las direcciones, gente que entraba y salía del Mercado, las colas de los que esperaban otro autobús. La verdad es que era un buen sitio para vender lotería.
Compré un periódico en un estanco próximo y me senté en un banco para observarlo  con tranquilidad. De vez en cuando disimulaba hojeando el periódico.

   Los loteros vociferaban ofreciendo sus números, acompañándolos con los apelativos que cada uno de ellos tiene y que constituye el argot que todos los aficionados a las loterías conocen. Hasta entonces no había oído la voz de Antonio en toda su dimensión. Poseía un vozarrón potente, propio de cantante de ópera, que sobresalía por encima de los demás:

   - "El 51, la cabra. El 76, el agua. El 41, el carbón. El 26, el pollo. El 47, el mundo. El 91, el borracho".

   No sé si era por su voz o porque sus número eran más bonitos que los de los demás, el caso es que la mañana no se le dio mal. Eran muchas las personas que se le acercaban y compraban sus cupones.

   Eran ya las dos y media y el trasiego de gente había disminuido mucho. La mayoría de los loteros ya se habían marchado. A las tres menos diez empezaron a cerrar la puerta principal del Mercado y Antonio comprendió que era la hora de marcharse de allí. Emprendió el camino de vuelta, calle arriba. Ese momento era interesante, iba a averiguar dónde vivía. Se desvió del camino original tomando una callejuela que había a mano derecha. "¿Vivirá por aquí?". No.

   En la acera de la izquierda vi un letrero que ponía "Casa María. Comidas caseras y económicas". Allí se metió Antonio. Iba a comer. Yo ya tenía también bastante hambre, pero había que seguir al pie del cañón.

   Permanecí dando vueltas de un lado a otro de la calle, pero a una distancia de la casa de comidas más respetable que la que había mantenido hasta entonces. La calle era estrecha y poco transitada y temía que pudiera darse cuenta de que lo seguía. A las cuatro menos cuarto salió Antonio con un palillo de dientes entre los labios. Parecía que la comida le había sentado bien, pues mostraba un saludable aspecto con la tez más colorada.

   De nuevo se incorporó a la calle principal, camino arriba en dirección a la barriada de la cual procedíamos. Pasamos por delante de todos los comercios, que ya estaban cerrados, por la puerta de mi casa y siguió más hacia adelante, hasta donde se empinaba y terminaba la calle y a mano izquierda tomó otra más estrecha en cuyo final había una Pensión. Allí vivía Antonio. Abrió el portón con su propia llave y entró en ella. Comprendí que era el momento de reponer fuerzas para volver más tarde a la tarea.

   Me dirigí con rapidez a mi casa, comí aún más velozmente y de nuevo me puse a montar guardia frente a la Pensión. Eran las cinco menos cuarto y desde esa hora hasta las diez de la noche tuve la santa paciencia de permanecer allí, esperando su salida como quien espera la de un torero por la puerta grande de la plaza en una tarde de gloria. Pero Antonio no salió. Probablemente un sábado por la tarde no era el momento más apropiado para su trabajo y se habría quedado descansando. Yo me fui a mi casa, cené, puse un poco en orden mis ideas sobre lo que había indagado, lo cual no era mucho, y me acosté. Pero a las nueve de la mañana del día siguiente, domingo, de nuevo estaba yo como un clavo frente a la Pensión de Antonio.

   A las nueve y media apareció mi enigmático amigo. A tanto llegaba mi afecto hacia ese desconocido que ya lo consideraba mi amigo, aún sin haber hablado nunca con él. Iba impecable, con su traje azul, camisa blanca inmaculada, corbata también azul, zapatos negros y brillantes y gorra gris. Llevaba en una mano una muñeca vestida con un traje militar y un manojo de papeletas en la otra.

   Repitió los mismos pasos del día anterior con la diferencia de que en lugar de los cupones de la Cruz Roja intentaba, sin mucho éxito, vender las papeletas de la muñeca. Esta vez me adelanté y me coloqué delante de la Iglesia de los Remedios. Si se paraba de nuevo allí, oiría lo que decía. Así lo hizo. Se quitó la gorra, se santiguó y pronunció estas palabras:

   - "Dios mío, Padre mío, ¡ayúdame!.

   Aquellas palabras me impresionaron. ¿Qué le pasaría?. ¿Por qué pedía ayuda de esa forma?. ¿Qué clase de ayuda necesitaría?. Desde aquel día dediqué todo mi tiempo libre a seguir y observar a Antonio.

   Prácticamente repetía todos los días las mismas cosas. Su vida transcurría solitaria, monótona y triste. Conforme iba conociendo su forma de vida, iba yo abandonando mi idea original de conocer su historia y un sentimiento de pena y compasión se apoderaba de mí. Ya no me interesaba saber de dónde había venido, ni por qué se dedicaba a vender lotería y rifar juguetes. Mi único deseo era ayudarle de alguna forma.

   Un sábado decidí entrar en la casa de comidas para observarlo. Pidió el modesto menú del día, que por cuatrocientas pesetas ofrecía una sopa, dos  huevos fritos con patatas, agua y una naranja como postre. Cuando ya terminaba de comer, vi cómo se le acercaba una mujer de unos cincuenta y tantos años, que era la dueña de local. Vociferando y gesticulando de forma que todos los presentes pudieran oírla, le dijo a Antonio:

   - “Se lo digo por última vez. Como el lunes no me pague todo lo que me debe, no se le ocurra volver a entrar aquí”.

   El pobre Antonio agachó la cabeza, se levantó sigilosamente y se marchó. Todos los presentes se quedaron mirándolo. Esta vez no lo seguí, me quedé un rato pensando y comprendí que el hombre lo estaba pasando realmente mal. Seguro que la misma situación se repetiría en la Pensión y de un momento a otro lo echarían a la calle. Tenía que ayudarle.

    Me fui rápido a mi casa y busqué el dinero que iba ahorrando poco a poco para darme un capricho de vez en cuando. Lo conté: treinta y dos mil pesetas. Lo guardé en un sobre y dediqué toda la tarde a pensar de qué forma se lo haría llegar a Antonio.

   Al día siguiente a las nueve en punto, de nuevo estaba frente a la Pensión esperando a que Antonio apareciera. A las nueve y cuarto hizo acto de presencia. Traje marrón de finísimas rayas blancas verticales, zapatos negros relucientes, camisa blanca, corbata a juego con el traje y gorra marrón. Como era domingo, en una mano llevaba un loro como el que ya había visto otras veces, y en la otra varias tiras de papeletas.

   Repitió los mismos pasos de siempre: parada en la tienda de las hermanas, saludo ante la Iglesia de los Remedios y parada larga delante del Mercado Central de Abastos. A las dos me adelanté y me dirigí a la casa de comidas. Localicé la mesa donde se sentó Antonio el día anterior, me dirigí a ella y con disimulo deposité el sobre con el dinero debajo de una servilleta. Luego me senté en una mesa próxima, pedí el menú y me dispuse a esperar la llegada de Antonio.

   Mi corazón latía aceleradamente, multitud de pensamientos desfilaban por mi mente. Mira que si hoy no viene. Y si otra persona se sienta en la mesa y se lleva el sobre. Los minutos transcurrían lentamente y con cada persona que entraba en el local me sobresaltaba y no respiraba tranquilo hasta que ocupaba otra mesa.

   A las tres menos cuarto apareció Antonio. Se quedó parado en la puerta, como dudando sobre qué mesa ocupar. Finalmente se dirigió a la misma mesa del día anterior, depositó el loro en una esquina y se sentó. Levantó la servilleta y vio el sobre pero no lo abrió; lo dobló con cuidado y lo introdujo con naturalidad en un bolsillo interior de la chaqueta.

   Durante la comida no dejé de observarlo. Me extrañó que no se interesara por saber el contenido del sobre. Cuando terminó, recogió su loro y se marchó. Tampoco durante el camino hacia la pensión sacó el sobre del bolsillo. Decidí no volver a mi casa y me quedé montando guardia por si Antonio salía aquella tarde. Así fue. Eran las seis y media de la tarde de un domingo del mes de enero y casi había anochecido. Se había cambiado de ropa. Ahora vestía el traje azul con la gorra gris. No llevaba ningún juguete ni cupones. Se dirigió con paso firme hacia el centro de la ciudad. Hizo el saludo frente a la Iglesia de Los Remedios, atravesó la Plaza de la Constitución y siguió hacia adelante. ¿Adónde iría?. Nunca lo había visto por aquellos lugares. Atravesó la Gran Vía, la Plaza de África y caminó hacia el Puente del Cristo.

   - "Va a darle las gracias al Cristo por el sobre que ha encontrado", pensé para mí.

   Se quitó la gorra, se arrodilló frente a la capillita y allí estuvo varios minutos. Creo que rezaba. Finalmente se santiguó, se puso de nuevo la gorra y emprendió el camino de regreso. Pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que se introducía en un Bingo que había entre el Puente del Cristo y la Plaza de África. Idiota de mí. Ahora va y se mete en el Bingo para gastarse el dinero sin pagar las deudas. Lo echarán de la Pensión y tampoco le querrán dar de comer. Entré tras él en el Bingo para ser testigo de la tragedia. Mis ahorros tirados por un imbécil.

   No soy muy aficionado a los juegos de azar y, hasta entonces, creo que sólo había entrado un par de veces en un Bingo. Pero lo que allí sucedió nunca lo habían visto los que eran asiduos del lugar. Tras varias jugadas en las que perdió diez mil pesetas y yo me deshacía de rabia e impotencia, no hubo después una sola de las partidas en la que no ganara. Parecía que sus cartones estaban encantados y atraían, uno tras otro, a todos los números que los componían. La gente se arremolinaba a su alrededor. Algunos lo tocaban intentando contagiarse de su suerte. Nunca habían visto nada igual.
Al cabo de una hora de juego se le acercó discretamente un empleado del local, un señor muy bien trajeado y amable que le pidió educadamente que lo acompañara. Se introdujeron en un despacho en cuya puerta rezaba un letrero "PRIVADO". Salieron al cabo de unos minutos. El señor acompañó a Antonio hasta la Caja. Le entregaron tres grandes fajos de billetes de cinco mil pesetas, se dieron la mano y Antonio se marchó.

   Salí corriendo tras él hasta la calle, quería hablarle, explicarle que yo había sido su benefactor, que había tenido mucha  suerte pero que no debía haber actuado así. Pero no lo pude alcanzar. Vi cómo se introducía en un taxi que estaba en la puerta y se alejaba en dirección a la Pensión.

   Me fui caminando lentamente hacia mi casa. Pensaba cómo la suerte, que tantas veces es esquiva, a veces se te presenta de cara, como hoy había hecho con Antonio. Me alegraba mucho por él. Al día siguiente lo esperaría en la casa de comidas o iría a verlo a la pensión. Me identificaría. Él me daría las gracias y me explicaría cómo cambiaría el rumbo de su vida gracias a ese golpe de la fortuna.

   Al día siguiente, cuando salí del trabajo me dirigí a la casa de comidas. Pedí el menú. Eran las dos y media y Antonio aún no había aparecido; pero tenía que venir. No creía que ahora que tenía dinero no fuera a pagar sus deudas. Las tres y cuarto. Las tres y media. Las cuatro menos cuarto. Me levanté y me dirigí a la dueña del local:

   - "Por favor señora. ¿Ha venido hoy por aquí ese hombre que vende lotería y rifa muñecos?".

   - "¡Ah, es usted!. Estuvo aquí anoche. Venía muy alterado, me pagó todo lo que me debía y encima me dio una buena propina. Me dijo que hoy vendría preguntando por él un señor más o menos como usted. Me dio este sobre y me pidió que se lo entregara".

   No daba crédito a lo que oía. La señora sacó un sobre blanco del bolsillo de su delantal y me lo dio. Caminé vacilante hacia mi mesa. Intentaba poner en orden mis ideas sin conseguirlo. Con manos temblorosas abrí el sobre. En su interior había dinero. Lo conté. Treinta y dos mil pesetas. No lo podía creer. También había un papel. Tenía algo escrito. Lo saqué y lo leí:

   - "Dios me ha ayudado por medio de usted. Muchas gracias".

   Salí corriendo en dirección a la Pensión. Llamé varias veces con fuerza e insistencia, como si se tratara de una urgencia. Me abrió el dueño con cara de extrañado. Pregunté por él:

   - "Ah, el loco ese. Estaba a punto de echarlo porque me debía varios meses. Pero anoche apareció muy contento. Me pagó todo lo que me debía y me dio una generosa propina. Se ha marchado esta mañana muy temprano".

   Me fui a mi casa, me tumbé e intenté aclarar mis ideas. Durante todo el tiempo Antonio había sabido que yo lo seguía, que lo observaba, que le había dejado el dinero. Lo había sabido todo. Incluso parecía que sabía lo que yo iba a hacer después.

   Lo busqué por todas partes. Pregunté en la tienda de las hermanas, a los loteros que se ponían en el Mercado Central de Abastos, volví a la casa de comidas, a la Pensión. No había rastro de él. Todos sabían a quién buscaba, pero nadie sabía qué había sido de él. Nunca más he vuelto a ver a "Antonio”.

    Premio al mejor relato, Casa de Ceuta en Barcelona -2008-

                                                                         José  Eloy del Río Bueno

 

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                                  EL ESCULTOR DE CRISTOS DE ARENA


    En alguno de mis artículos anteriores ya les he hablado de mi amigo Juan Antonio, esa persona peculiar y extraña para los tiempos que corren. Y la califico de peculiar y extraña no en sentido negativo sino todo lo contrario, ya que en este mundo que nos ha tocado vivir dominado por el egoísmo y el materialismo, donde todos vamos con prisas, ocupados en montones de asuntos que hemos de resolver, sin tiempo ni ganas de preocuparnos en lo que le ocurre a los demás, Juan Antonio contrasta con ese perfil de persona que acabo de exponer. Él dedica buena parte de su tiempo, de forma anónima y desinteresada, a ayudar a personas que por uno u otro motivo lo están pasando mal.

    En mi artículo “Hablemos de solidaridad” de diez de octubre de dos mil diez, ya les hablé de una serie de casos en los que Juan Antonio había intervenido decisivamente para que la situación de varias personas mejorara sustancialmente. Pues bien, conocida esa peculiar característica de mi amigo y dada la necesidad que de un tiempo a esta parte tengo de hacer cosas que nunca antes había hecho, decidí implicarme en una de las actividades que Juan Antonio lleva a cabo y que le sirve para obtener fondos con los que después ayudar a esas personas necesitadas. Esta actividad es la de hacer Cristos de arena por las playas de la costa de Cádiz.

   Debo decir también que según me cuenta Juan Antonio, él no busca casos de personas a los que ayudar sino que se le presentan solos. Parece como si él tuviera una especia de atracción hacia esos casos que se le ponen en su camino y le resulta imposible mirar hacia otro lado. Entonces no tiene más remedio que implicarse en ellos para tratar de ayudarles.

    El   origen de esta tarea de hacer Cristos de arena está en un sueño infantil de mi amigo. Un sueño que se repitió a lo largo de su infancia, en el cual se veía a sí mismo sacando monedas de la arena de una playa. Pueden leer mi artículo “El sueño de las monedas” de fecha diecisiete de abril de dos mil once donde lo explico con detalle.

    Hecha esta introducción inicial voy a pasar, pues, a narrar esta experiencia que me ha llevado durante una semana a recorrer varias de las localidades de la costa gaditana haciendo Cristos de arena con Juan Antonio.

    Nuestro trabajo comenzaba cuando cargábamos el todoterreno de mi amigo con todos los utensilios necesarios para la tarea: cubos, brochas, caballete, cuerdas, antorcha, velas, toalla, botes de pintura en spray… Una vez todo preparado nos dirigíamos a las seis o siete de la tarde a la playa elegida ese día. Una vez allí, buscábamos aparcamiento para el coche (lo cual muchas veces no era fácil) y descargábamos y trasladábamos todos los utensilios hasta el lugar que Juan Antonio elegía. En esto de elegir el lugar apropiado, tenía un sexto sentido que le indicaba cuál iba a ser el lugar más concurrido por la noche, el sitio por donde más gente iba a pasear y se iba a quedar prendada ante la visión del Cristo. Nunca se equivocó en la elección del lugar.

    Una vez colocado todo el instrumental, el artista comenzaba a trabajar. El artista era él, no yo. Mi trabajo consistía en acarrear los cubos de agua desde las duchas de la playa, acercarle los materiales que necesitaba, montar el caballete para escribir mensajes que motivaran a los paseantes a echar dinero y, cuando el Cristo ya estaba terminado, repartir hojillas explicando qué se iba a hacer con el dinero que se recaudara.
Pero ver trabajar al artista era impresionante. Cómo poco a poco iba emergiendo la figura del Cristo de la masa amorfa de arena de la playa. Parecía que las manos de Juan Antonio tuvieran magia, pues unos simples y sutiles toques de ellas sobre la arena, hacía que esta obedeciera, colocándose cada grano en el lugar apropiado para formar la figura del Cristo. Entre cubo y cubo de agua, yo lo observaba con admiración y sorpresa, sin dejar de hacer fotos para plasmar paso a paso el proceso de formación del Cristo. Mucha gente se quedaba allí mirando cómo el pequeño milagro se iba produciendo.

    Una vez terminado el Cristo, la gente se arremolinaba frente a Él y no dejaba de hacernos preguntas. Cuando preguntaban cuánto tiempo habíamos tardado en hacerlo, no se podían creer que Juan Antonio tardara entre una hora y cuarto y una hora y media.
Pero vuelvo a repetir, las manos de Juan Antonio son mágicas. Parece que no hacen nada, cómo si se limitaran a dar las precisas instrucciones a la arena mediante unos toques sutiles y cariñosos. Parecía que la arena sola hacía el resto.

    Una vez el Cristo estaba terminado y la noche comenzaba a caer sobre la playa, encendíamos las velas rojas y la antorcha, lo cual le daba una mayor vistosidad y realzaba la figura del Cristo en la penumbra. A veces debíamos entablar una larga y encarnizada lucha contra el viento, que se empeñaba en apagarlas una y otra vez. A veces ganábamos nosotros pero otras era el Dios Eolo el que se salía con la suya.

    La gente preguntaba cosas como si realmente era de arena o estaba hecho de madera, cuánto habíamos tardado, qué íbamos a hacer con Él o si íbamos a estar más días en esa playa. A nosotros nos complacía contestar a todas las preguntas. Muchas veces los niños, más inocentes y espontáneos, nos rodeaban desde que nos veían llegar a la playa. Permanecían pacientemente a nuestro alrededor hasta que el Cristo estaba terminado. Durante todo el tiempo, tampoco dejaban de hacer preguntas: ¿tú lo has hecho?, ¿para qué lo haces?, ¿te lo vas a llevar?, ¿por qué tiene velas y antorchas?...

    Es impresionante ver la fuerza que todavía ejerce la imagen de un Cristo crucificado. La primera reacción de la gente (yo diría que entre el 80 y el 90% de los casos) era echarse mano al bolsillo y lanzar una moneda sobre la toalla que estaba delante de Él. Otros se santiguaban, rezaban y preguntaban. Algunos, los menos, miraban indiferentes y pasaban de largo.

    Cuando ya se nos acababan las hojillas explicativas y ya no teníamos nada que entregar, nos apartábamos un poco y observábamos desde la distancia. La inmensa mayoría de la gente seguía parándose ante el Cristo y echando dinero, aunque no recibiera nada a cambio.

    Me llamó la atención la reacción de un niño pequeño cuya madre llevaba en brazos. El niño se echó a llorar, asustado ante la visión del Cristo, mientras la madre le explicaba que era un simple figura de arena.

    También fue curiosa y agradable la larga conversación que mantuvimos con una numerosa familia gitana. Uno de sus miembros estaba empeñado en llevarse un Cristo como aquel para que curase a su padre, convaleciente aún de una grave operación. Juan Antonio le dio el último de los muchos Cristos, como el de la playa pero en miniatura, que había modelado con una mezcla de resina, cobalto y arena y que anteriormente había repartido entre la gente. El hombre, muy agradecido, dio un donativo de cinco euros.

    O aquel otro hombre que se nos acercó de forma sorpresiva, nos dio la mano y nos dijo:
    -“A los artistas hay que reconocerlos”. Entregándonos a renglón seguido una billete de veinte euros. Se marchó rápidamente de la mano de un niño pequeño y no nos dio tiempo a darle las gracias adecuadamente ni a darle algo de recuerdo.

    Una noche, cuando ya habíamos recogido todos nuestros bártulos y los estábamos introduciendo en el coche, se nos acercó un chico joven que tenía un tenderete de baratijas junto a nuestro coche. Hablaba con inconfundible acento argentino y viendo cómo guardábamos todos nuestros artilugios, nos preguntó:
    -“¿Qué hacéis?. ¿A qué os dedicáis?”.
    -“Hacemos Cristos de arena” –le respondimos.
     -“¡No me digan!. ¿Vosotros habéis hecho ese Cristo? Hace un rato lo vi desde aquí y me pregunté: ¿qué carajo hace ese tío tumbado en la arena   con los brazos en cruz? Enhorabuena, sois unos artistas”.
Nos dio la mano sonriendo y se marchó.

    Podría contar otras muchas anécdotas, pensamientos y conversaciones que mantuve con Juan Antonio que se van a quedar guardadas para siempre en mi memoria. Todas referentes a esa curiosa habilidad suya para modelar de forma mágica esos Cristos en la arena de la playa, la reacción que produce en la gente y las benéficas consecuencias en forma de ayuda a las personas necesitadas.

    Cuando volví a Ceuta hace unos días, le conté a un amigo mi experiencia y lo mucho que había disfrutado con ella.
    -“¡No me digas que durante unos días has vivido como un perro-flauta!” – me dijo mi amigo.
    -“¿Un perro-flauta?. ¿Qué es eso?” – le pregunté.
     “Se suele llamar así a esa especie de hippies que se ganan la vida yendo de un sitio para otro con un tenderete con el cual realizan alguna actividad artística y que llevan un perro consigo y, a veces, también una flauta”.

    Pues sí, pensé para mí, durante unos días he sido una especie de “perro-flauta” e incluso he llegado a conversar con algunos de ellos. Y me he dado cuenta de que detrás de su apariencia andrajosa hay también una persona que sufre, que siente, que vive la vida de una forma diferente a la mayoría pero que no por ello es menos digna de comprensión y respeto.

   En fin, ha sido una experiencia nueva y enriquecedora que no olvidaré el resto de mi vida y que pienso repetir en cuanto tenga oportunidad. La magia de las manos de Juan Antonio y la generosidad de la gente ha servido para que él pueda seguir ayudando a personas que lo necesitan.

    Me despido con este artículo hasta septiembre. Disfruten de la Feria y de las vacaciones los que tengan la suerte de disfrutarlas ahora. Y para los demás, aunque no estén de vacaciones, disfruten también. Es muy triste ser feliz sólo en vacaciones.

   
      En Ceuta, 31 de julio de 2011

                                                                   José Eloy del Río Bueno

                                                         

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                                    LA VENTANA ENCENDIDA


    Aparecen los bostezos y el sueño empieza a ganar la batalla contra las resistencias de mi insomnio. Dicen que a mi edad se duerme poco, y es verdad. Lejos quedan los años de mi infancia y adolescencia cuando todas las horas eran pocas para dormir, cuando la mañana nunca encontraba el momento adecuado para despertar y cuando, uno tras otro, los intentos de mi madre por sacarme de la cama fracasaban estrepitosamente. Quizás dentro de unos años vuelva a esa situación.

   Veo a los ancianos quedarse dormidos en cualquier sitio. Sus grotescas muecas mientras respiran trabajosamente por la boca, sentados en un sillón frente al televisor, en el banco de una plaza, en el autobús, en la sala de espera del médico,... Quizás dentro de unos años yo seré como ellos.

   Miro el reloj. Las tres y cuarto. Otra vez me han dado las tantas haciendo tonterías delante del ordenador. A las siete y media debo estar en pie para trabajar. Pero no me importa. He cogido el ritmo de dormir menos de cinco horas diarias y apenas tengo secuelas al día siguiente. Sólo un ligero sopor tras la comida que desaparece tras dos o tres buenas cabezadas.

   Apago el ordenador y el último cigarrillo del día y me dirijo a echar un último vistazo por la ventana antes de acostarme. Instintivamente miro hacia la izquierda, hacia esa ventana que a trescientos metros de mí permanece también encendida. He reparado en ese detalle hace unas semanas pero desde hace unos días la idea de saber quién anda tras esa ventana me ronda con frecuencia por la cabeza. Mirar hacia esa ventana se ha convertido en mi último acto antes de acostarme. Incluso a veces interrumpo lo que estoy haciendo para dirigir mi atención hacia esa ventana e imaginar quién estará tras ella. ¿Quién podrá ser?.

   Y lo curioso es que al levantarme al amanecer, lo primero que hago es volver a mirar hacia ella y de nuevo compruebo que está encendida. Al principio pensé que alguien dejaba esa luz encendida toda la noche. Hay quien no puede dormir con la casa a oscuras y necesita dejar encendida la luz de alguna habitación. Por eso algunas veces me he levantado un rato después de acostarme para comprobar si la ventana seguía iluminada, pero la luz ya estaba apagada. Quien demonios esté tras ella sigue el mismo horario que yo para acostarse y levantarse.

   Más de una vez he visto asomar una cabeza tras la ventana. Debe tener una mesa cerca y estaba sentado tras ella. Bueno sentado o sentada, porque también puede ser una mujer. A veces diviso una silueta humana que se mueve tras los cristales. Deambula de un lado a otro de la habitación y se para frente a la ventana. Creo que mira hacia mí.

   Separados por la distancia, sin distinguir nuestro género, dos extraños nos miramos el uno al otro en plena madrugada, mientras todos duermen.

   La idea de saber quién es esa persona ronda cada vez más por mi cabeza. En más de una ocasión he estado tentado por coger los prismáticos y dirigirlos hacia la ventana y, al menos, desvelar el misterio de si es hombre o mujer. Pero me parece una intromisión, irrumpir en los dominios de alguien sin su permiso. Jamás me ha gustado la idea de que me consideren un intruso. Cuando entro en el espacio vital de alguien tiene que ser con su consentimiento.

   - "¡Pero si estoy a trescientos metros de distancia!. No me introduzco en ningún sitio" -me digo a mí mismo.

   No, no. Es meterme en su casa con la ayuda de los prismáticos.

   También he pensado en ir hasta allí de día, localizar la casa y presentarme.

   - "Soy el que por las noches también tiene la ventana encendida, como usted. Me imagino que estará trabajando o disfrutando de la madrugada, como yo".

   Soy una persona educada y creo que inspiro confianza. Seguro que me invitaría a pasar y charlaríamos animadamente sobre nuestra común afición a trasnochar. Quizás entabláramos una buena amistad y nos reuniéramos regularmente para charlar de nuestros asuntos.

   Sí, todo eso estaría muy bien pero se rompería la magia, el misterio. Esos momentos sublimes cuando antes de acostarme me asomo por la ventana y la realidad misteriosa de las calles transformadas por la soledad y el silencio de la noche se ve acrecentada por la luz de esa ventana que pone en marcha mi imaginación.

   ¿Quién estará tras la ventana?. ¿Qué razón le impulsará a trasnochar y a madrugar, a dormir tan poco?. Ya dije que a mi edad se duerme poco y si duerme tan poco como yo, debe ser más o menos de mi edad.

   Si es un hombre, un hombre de mi edad, podría ser interesente conocerlo, charlar con él, hablar de nuestras profesiones, ideas, intereses, familia, etc. Y si es una mujer, una mujer de mi edad, también sería interesante, excitante incluso. Una mujer que se interesa por mí, que trasnocha intentando observarme tras su ventana, que tiene un horario de sueño tan intempestivo por coincidir con el mío. Podría ser una mujer atractiva, culta y elegante. Una mujer con ese horario debe ser sin duda una mujer especial, fuera de lo normal.

---------- º ----------

   Apago el televisor y miro el reloj: las tres y cuarto. No puede ser, unos días por una cosa y otros días por otra, el caso es que siempre me dan las tantas sin acostarme. De todas formas no me importa, soy una noctámbula empedernida. No hay nada como estos momentos donde todo lo que nos rodea se transforma por la magia de la noche.

   Hoy ha sido por la película, hubiera sido un crimen perdérmela, una de esas joyas del cine negro de los cincuenta. Y después el coloquio, no sé qué es mejor, si la película o el coloquio. Siempre aprendo algo en el coloquio, cosas que me ayudan a ver el cine con un sentido más crítico, a fijarme en detalles en los que sólo reparan los expertos. Y todo eso hace que disfrute más de la película.
Pero si no hubiera sido la película, hubiera sido otra cosa, siempre busco alguna excusa para no acostarme antes de las dos. Y eso que al día siguiente tengo que madrugar. Me he acostumbrado a dormir menos de cinco horas y con eso tengo bastante. Me basta echarme una siesta de media hora escasa en mi sillón favorito después de comer. Será que voy para vieja y cada vez duermo menos.

   Recuerdo mis tiempos de estudiante, cuando los fines de semana era casi imposible levantarme antes de las doce. Y no era porque hubiese trasnochado, que en aquel tiempo no se estilaba eso que ahora está tan de moda entre la juventud, acostarse casi al amanecer los viernes y sábados. No, en aquel tiempo no. Yo salía con mis amigos de vez en cuando, pero incluso cuando me acostaba temprano me levantaba igual de tarde. Está claro que son ciclos que tienen que ver con la edad y yo ya tengo una que se conforma con pocas horas de sueño.

   Además, de un tiempo a esta parte tengo otra razón para trasnochar: esa ventana encendida a estas horas. No falla, todos los días igual. Esa ventana que despierta mi imaginación y mi curiosidad.

   Es curioso, pero quien viva tras ella sigue un horario casi idéntico al mío. Se acuesta y se levanta casi a la par que yo. A veces he pensado que deja la luz toda la noche encendida, y para comprobarlo me he levantado un par de horas después de acostarme. Pero no, entonces ya estaba apagada. Y al levantarme, a eso del amanecer, ya está otra vez encendida. Se ve que duerme poco, igual que yo. Y si duerme poco como yo, quizás sea de mi edad. ¿Quién podrá ser?. A lo mejor es otra mujer y entonces el asunto perdería bastante interés. Con demasiadas mujeres tengo que tratar en mi trabajo y ya estoy un poco cansada de ellas. También podría ser un hombre, pero un hombre vulgar, rutinario, convencional, de esos que no aportan nada interesante, que a lo mejor se acuesta a las tantas viendo partidos de fútbol con la antena parabólica. En ese caso tampoco me interesaría. O podría ser un estudiante, chico o chica, que se acuesta tan tarde porque está preparando exámenes y que madruga para asistir a clase. Pero los exámenes no son continuos y con lo que se duerme a esa edad, no creo que mantuviera ese ritmo durante mucho tiempo.

   Pero cabe una última posibilidad. Podría tratarse de un hombre de mi edad, un hombre maduro e interesante, de esos que comienzan a usar gafas de vista cansada y cuyas sienes se muestran nevadas. Todo esto les confiere un aire de intelectualidad que los hace sumamente interesantes. Quizás se acuesta tarde porque está leyendo, o viendo una buena película. Sí, puede que sea un aficionado al buen cine, como yo.

   Estos pensamientos desbordan mi curiosidad, sobre todo cuando veo su figura tras la ventana, deambulando por la habitación. Por eso en más de una ocasión he salido dispuesta a comprarme unos prismáticos y desvelar el misterio. Pero al final he desistido de esa idea, no quiero ser una mirona. Si fuese un hombre vulgar, o un estudiante joven, o una mujer, todo se iría al traste, todo el misterio, toda la magia se acabaría. Por eso de momento prefiero seguir así, mantener la ilusión de que esa figura que a veces veo tras los cristales, que parece que me mira, sea la de un hombre que se interesa por mí.

----------º----------

   La idea de saber quién está tras la ventana se ha convertido en una obsesión. No digo que no piense en otra cosa pero es la cuestión a la que mi pensamiento dedica más tiempo. De día la observación es más difícil. Con la claridad se difumina la silueta en los momentos que aparece tras los cristales de la ventana,  pero con la noche todo cobra una nueva dimensión. Cuando el sol desaparece y la penumbra se va adueñando de calles y plazas, las luces de las casas comienzan a encenderse y, en la distancia, los edificios de pisos se convierten en prismas de ladrillo y hormigón horadados por minúsculos y simétricos orificios de luz rectangulares. Entonces el contraste entre la oscuridad del exterior y la luz del interior hace que la silueta adquiera una mayor nitidez.

   Sigo acostándome tarde pero ya apenas pierdo el tiempo tonteando con el ordenador, ni idiotizándome frente a la multitud de programas estúpidos que invaden la televisión. Empleo la mayor parte del tiempo en algo mucho más interesante: observar la misteriosa ventana encendida e imaginar quién habrá tras ella.

   Empiezo a observar la ventana sobre las nueve de la noche. He adoptado la costumbre de cenar  temprano, sobre las ocho y media, así tengo más tiempo para observar. Al principio todas las ventanas están encendidas, y la que a mí me interesa se confunde con ellas. Pero poco a poco, una tras otra, como los espectadores que abarrotan el estadio de fútbol se van marchando hasta dejarlo vacío, las luces se van apagando. Todas menos una... Y así se mantiene, encendida, desafiante a la soledad y al silencio de la noche, como ese último espectador del estadio, que no se resigna a abandonarlo, que se aferra a su asiento intentando revivir las jugadas que momentos antes impactaron su retina. Así permanece hasta una hora intermedia entre las dos y las tres de la madrugada.

   Desde hace unos días he empezado a poner en práctica una táctica para comprobar si desde allí también me observan, si dan los mismos pasos que yo. La cosa es muy simple. Si se apaga la luz de su ventana antes que la mía, inmediatamente yo también la apago. Pero si soy yo el que la apago primero, observo qué sucede. Y lo que sucede es que, indefectiblemente, también se apaga al instante. Es decir allí saben que cuando su luz se apaga, para mí ya no hay nada interesante esa noche. Y yo sé que para el que sea, también es igual.

   Me he preguntado mil veces quién habrá tras la ventana, y mil veces he estado decidido a deshacer el misterio. Pero luego, a la hora de la verdad, nunca me he acabado de decidir. Lo de los prismáticos lo he descartado definitivamente, en absoluto estoy dispuesto a convertirme en un mirón. Soy más proclive a intentar ponerme en contacto directamente con la persona; creo que es más razonable y productivo. Tanto si se trata de un hombre como si es una mujer, puede ser interesante conocerlo, los dos podemos aportarnos cosas que nos enriquezcan. Y si encima tuviera la suerte de que se tratara de una mujer, de una mujer interesante, pues aún mucho mejor. Definitivamente, esa va a ser la solución. Voy a conocer directamente a esa persona. Sólo me falta pensar cómo lo voy a hacer.

----------º----------

 

   No sé lo que hacer pero creo que, de una forma u otra, ya va siendo hora de que le dé un final a esta situación. Hablo de esa dichosa ventana encendida que me está haciendo pensar más de la cuenta. Aunque tampoco estaría mal que dejara las cosas como están. Sí, porque si resulta que tras la ventana hubiera alguien banal, mis ilusiones se irían al garete. Por eso también me planteo dejar todo igual.

   Pero parece que, sea quien sea, tiene ganas de guasa. Me he dado cuenta del jueguecito que se trae entre manos, apagando la luz en cuanto yo la apago o apagándola antes para ver lo que hago. Le he seguido el juego y parece que le gusta. Bueno, tengo que reconocer que a mí también me gusta. Hacía tiempo que no experimentaba nada parecido, jugar con un extraño. ¿Qué demonios pretenderá?. Si piensa que va a ligar así conmigo, se equivoca de plano. ¿Pero qué estoy diciendo?. Pero si podría tratarse de un ama de casa aburrida, o de un estudiante, o de un panzudo albañil. Bueno, de ilusión también se vive. Debería ser alguien interesante, lo presiento, lo necesito.

   De todas formas, la cuestión principal es si prolongo la situación tal como está o hago algo por descifrar "el enigma". El enigma, menudo enigma. Muchas veces me he planteado estas situaciones en mi vida. ¿Qué hacer?, ¿qué no hacer?, debí hacer esto, no debí haberlo hecho, ... Pero lo pasado, pasado está. Además, si el pasado no existe porque ya pasó y el futuro es incierto, sólo nos queda el presente. Y mi presente es éste, mantener las cosas como están o darle un giro a la situación.

   Me parece que esta vez me voy a decidir, voy a tomar la iniciativa. Si después me arrepiento será por algo que he hecho, no por algo que debí hacer y no hice. Voy a ir a buscar a ese individuo, sí a ese individuo, tiene que ser un hombre. Será fácil localizar la casa. Me presentaré, hablaré con él, intercambiaremos opiniones, aficiones, ... Será interesante, podremos mantener una buena amistad o quién sabe si algo más. El sábado mismo lo haré, no trabajo y es un buen día. Iré a eso del mediodía, sobre la una creo que estará bien, es una buena hora para tomar un aperitivo juntos y empezar a conocernos. Decidido, eso haré. El sábado sin falta.

 

----------º----------

  
No vale la pena perder el tiempo diseñando estrategias ni formas enrevesadas. Lo mejor es ir directamente y conocerla. Sí digo bien, conocerla, porque seguro que se trata de una mujer. En principio había pensado hacerlo de otra forma pero ayer decidí emplear la forma más sencilla. Creo que voy bien arreglado, elegante pero sin pasarme, discreto, nada ostentoso. He elegido un pantalón gris y una chaqueta azul, la camisa también azul y una corbata a rayas rojas y azules. Los zapatos, negros.

   Estos días he merodeado por la zona, tengo localizado el portón y el piso, tercero derecha. Es una buena casa, no de lujo pero buena. Creo que debe ser funcionaria. Las doce y media. Termino de limpiar los zapatos, un poco de colonia, me peino y salgo hacia allá. Bueno, ya estoy listo. La una menos cuarto. Voy para allá.

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   Creo que ya estoy. Quizás debía haber sido un poco más atrevida en mi atuendo pero ya no me voy a volver a cambiar. Este traje gris con la falda un poco por encima de la rodilla y la chaqueta bien entallada, los zapatos y el bolso a juego y la camisa blanca creo que es lo adecuado para un hombre como él, inteligente y experto, que sabe distinguir la calidad en todos los sentidos, incluyendo la calidad humana. Lo que no sé es cómo presentarme, pero nunca me han gustado los guiones predeterminados, por eso no llevo nada preparado. Mejor improvisar sobre la marcha, seguro que se me ocurre algo que vaya bien. Menuda sorpresa se va a llevar, seguro que no se espera esto. Espero que no me juzgue mal por haber tomado yo la iniciativa pero ya no doy marcha atrás, estoy decidida. Me lo he repetido a mí misma muchas veces. Esta vez prefiero arrepentirme por lo que hice que no por lo que no hice.

   La una menos cuarto. Un último toque y ya salgo. Lista, allá voy.

 

----------º----------

 

   No voy a coger el coche, andando no creo que tarde más de diez minutos. Hace un día muy agradable, un día ideal para conocernos. Estoy convencido de que debe ser una persona interesante, de que merecerá la pena conocerla. Menuda sorpresa se va a llevar. Me gustaría que saliéramos a dar una vuelta e invitarla a un aperitivo. Lo malo es que la pille sin arreglar, no se espera mi visita y lo más normal es que se encuentre haciendo las tareas de la casa, con la bata y las zapatillas, a lo mejor hasta tiene los rulos puestos. En ese caso puede que se sienta incómoda y le tendré que decir que no se preocupe, que es normal que esté con ese atuendo en casa, todos estamos así los fines de semana.  Es posible que no podamos salir, pero no importa, nos quedaremos charlando. A lo mejor me invita a tomar algo, la hora se presta a ello.

   ¡Ah, no he caído!. Debía haberle llevado algo, un detalle, un ramo de flores quizás. Una mujer como ella debe saber apreciar esos detalles. Aunque pensándolo bien, quizás sea mejor así, para la primera vez hubiera sido demasiado atrevido presentarme con un ramo de flores.

   ¿Cómo será?. Ya sé que el físico no es lo más importante, pero también ayuda. No estaría mal que se pareciera a esa del traje gris que va por la acera de enfrente. No estaría nada mal que se pareciera a ella.

 

----------º----------

 

   Bueno, la verdad es que estoy un poco nerviosa. No es por nada, pero es que nunca he vivido una situación así: dirigirme a casa de un desconocido que ni siquiera sabe que voy a presentarme ante él. Hay dos cosas que temo. La primera encontrarme con alguien que no responda en nada a mis expectativas, alguien vulgar, un chico joven o una mujer. Si me abre la puerta alguien así, simplemente le diré que me he equivocado y me marcharé. Mi segundo temor es que no le guste que yo haya tomado la iniciativa en este asunto. Pero sobre eso ya he pensado bastante y no me voy a volver atrás ahora.
Puede que me lo encuentre mal vestido o con aspecto desaliñado, pero eso no me importa. Es normal que esté así en casa un fin de semana. Además eso no es una vulgaridad, puesto que el hábito no hace al monje. Aún en ese caso sabré distinguir si se trata de un hombre interesante o no, para eso tengo un ojo clínico. Pero aunque el aspecto no es lo principal, un hombre bien arreglado, con discreción y elegancia, sin llegar tampoco al extremo, dice mucho en su favor, sobre sus gustos, sus cualidades,... Dicen que la cara es el espejo del alma, pero yo también diría que el atuendo de una persona desvela una buena parte de su forma de ser. Como por ejemplo aquel de la acera de enfrente, exquisitamente vestido con pantalón gris y chaqueta azul, conjuntado además con la camisa, la corbata y los zapatos. Un equilibrio perfecto que revela aspectos positivos de su persona. No estaría mal que mi desconocido se pareciera a él, no estaría nada mal.

 

----------º----------

 

  Ya estoy frente a la casa. La puerta del portón se la han dejado abierta, no tendría necesidad de llamar al portero automático pero prefiero hacerlo. Así la sorpresa no será tan grande cuando me presente ante ella. Le avisaré quién soy desde abajo y subiré despacio por la escalera, sin coger el ascensor. De esa forma le daré dos o tres minutos para que se prepare, si es que tiene necesidad. Bueno, vamos allá, pulso el botón. Espero que conteste pronto porque empiezo a ponerme nervioso. Lo que menos me gustan son las esperas. No contesta. Llamaré otra vez. Nada. Bueno, puede que el portero automático esté averiado, a veces pasa. Subiré hasta el piso, tercero derecha. Miraré antes los buzones. Efectivamente, lo que pensaba: una mujer, se trata de una mujer. Tiene ascensor, pero subiré por la escalera como tenía pensado.

   Esta es la puerta, blindada, una buena puerta. Un toque suave y breve del timbre, sin estridencias. Volveré a tocar. Nada. Insisto de nuevo. Nada. Esto es lo peor que me podía pasar: no está en casa. De todas formas, también estaba previsto, podía pasar. Ya había pensado en esa posibilidad. Lo malo de esto es que no lo voy a volver a intentar. He tratado de conocerla pero el destino no me lo ha permitido. No hay que tentar al destino. Me iré por donde vine, sin ira, las cosas son como son y no hay que forzarlas. Quizás me había hecho demasiadas ilusiones sin fundamento. ¡Quién sabe cómo será esa mujer!. Será mejor que me olvide del asunto de la maldita ventana. Bueno, ya que tenía intención de tomarme un aperitivo, me meteré en ese bar que vi cuando venía hacia aquí.

 

----------º----------

 

   La casa es ésta, no hay pérdida posible. Es el segundo, segundo izquierda. En el portero automático no pone los nombres. Bueno pulsaré el botón y a ver qué pasa. Algún que otro curioso se me queda mirando. No creo que llame la atención, voy arreglada pero discreta. No contesta nadie, volveré a pulsar el botón. Nada, maldita sea no contesta. ¿Y qué hago ahora?. ¿Y si tiene el portero automático averiado?. Puede ser, a veces pasa. Esperaré a ver si alguien abre la puerta y puedo entrar.

   Vaya rollo, llevo ya diez minutos esperando y nadie sale ni entra. Ahora, ahora. Sale una señora mayor que se me queda mirando un poco extrañada pero yo entro sin decir palabra, como si la cosa no fuera conmigo. Voy a echar un vistazo a los buzones antes de subir. Segundo izquierda, aquí está, lo que suponía, un hombre, sólo figura el nombre de un hombre. Si estuviera casado también estaría el de la mujer. Voy a subir en ascensor. Ya estoy delante de la puerta, ahora sí que estoy nerviosa. ¿Qué hago, me doy la vuelta y me voy?. No, no, he llegado hasta aquí y seguiré hasta el final. Pulso el timbre, un toque breve y discreto. ¿Qué le digo cuando me abra?. Estoy realmente nerviosa. No abre, maldita sea. Vuelvo a llamar, una vez, dos veces más,... nada. Definitivamente no está. ¿Y ahora qué hago?. Pues de momento irme por donde he venido. También podía pasar esto, claro que podía pasar. Lo malo es que no sé si tendré fuerzas para intentarlo otra vez, cosas así no se hacen a menudo. Creo que no, una y no más, Santo Tomás. No hay que tentar al destino, si los dioses no han querido que nos conozcamos, por algo será. Pero como tenía intención de tomar un aperitivo, pues eso haré. Ese bar tiene buena pinta, entraré en él.

 

----------º----------

 

   Vaya quién entra por la puerta, la del traje gris que vi antes. Esta sí que es una mujer interesante. No creo que se parezca en nada a mi desconocida de la ventana. Me pregunto si sería capaz de acercarme y hablarle, entablar una conversación. Después de todo iba dispuesto a buscar a una desconocida y aunque se trate de otra persona, para el caso es lo mismo. Pero no creo que venga sola, seguro que espera a alguien. Una mujer como esa no va sola por la vida. Pero lo mejor será salir de dudas. Esperaré diez minutos y si no aparece nadie me acercaré a ella. Lo malo es que se marche antes de los diez minutos. Pero me arriesgaré, si eso sucede será porque tenía que ser.

 

----------º----------

 

   Vaya, vaya, qué pequeño es el mundo. Mira quién está sentado en esa mesa, el atractivo y elegante sujeto con quien me crucé hace un rato. Está solo pero seguro que de un momento a otro llegará una mujer porque a los hombres como ese no les suele faltar la compañía femenina. Con alguien así me tenía que haber encontrado en mi fallido intento. Pero me pregunto, ¿hasta dónde sería yo capaz de llegar?. A veces uno se lleva sorpresas consigo misma y se encuentra con que es capaz de hacer cosas que no imaginaba. ¿Sería yo capaz de dirigirme a ese desconocido y entablar una conversación con él?. Después de todo, no es más que lo mismo que estaba dispuesta a hacer hace un rato. ¿Qué hago, me levanto y me dirijo a él, sin más?. No, me parece demasiado atrevido. ¡Quien me ha visto y quien me ve!. Me miro y no me conozco, yo pensando en estas cosas. Bueno, me decido. Esperaré cinco minutos y si no viene nadie, me dirigiré a él.
Demasiado tarde, ya se levanta para irse. Pero, ¿qué es esto?. Parece que viene hacia aquí. Dios mío, viene directo hacia mí.

 

----------º----------

 

   - "Perdone que la moleste, ¿está usted sola?".

   - "Sí, estoy sola".

   - "¿Me permitiría que la acompañara?".


      

                                                                   José Eloy del Río Bueno

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                                          UNA EXCENTRICIDAD


      No sé desde cuando tengo esta costumbre de seguir a gente desconocida. Pero no me interpreten mal, no crean que sigo a chicas jóvenes y guapas movido por deseos oscuros e inconfesables. No, nada de eso. Yo persigo a todo tipo de gente: ancianos, amas de casa, personas de mediana edad, oficinistas, jóvenes… de todo. El único requisito que deben cumplir es que encuentre algo interesante en ellos.
    Estoy harto de tratar con gente anodina, rutinaria, mediocre… y no estoy dispuesto a perder parte de mi valioso tiempo siguiendo a gente de ese tipo. Sólo merece la pena seguir a gente fuera de lo normal. Basta que yo vea un indicio que revele alguna faceta interesante para que despliegue mis dotes de “detective” y comience el seguimiento.
Pero no dispongo de todo el tiempo para esta actividad; tengo trabajo y una familia que atender.  Por eso, lo primero que hago cuando comienzo a seguir a una persona es localizar su domicilio, lo cual muchas veces es complicado.
    Una última cosa. Nunca indago ni escribo nada sobre las personas que sigo, no hago ninguna anotación,  no me parece bien dejar constancia por escrito de lo que hace. Tampoco intento averiguar nada sobre su vida, ni su nombre, ni a qué se dedica, ni con quien vive… Todo queda en mi mente, nada más.
    Una tarde del mes de abril yo volvía del trabajo en autobús. Sentado a unos dos metros de mí estaba un señor mayor, de setenta y tantos años largos. Tenía buen aspecto, iba bien vestido y portaba en su mano derecha una carpetilla de cartón azul. Pero había algo extraño en aquel hombre, su cara me resultaba familiar. Me parecía que había visto aquella cara muchos años atrás, idéntica, como si no hubieran pasado los años. Pero no podía ser. No le di más importancia a ese detalle y continué observando lo que sucedía.
   A su lado estaba una chica joven. De vez en cuando el hombre le hablaba como queriendo entablar una conversación. El hombre no cejaba en su empeño pero el intento de conversar quedaba en un monólogo. En un momento determinado, el hombre sacó una hoja de papel de su carpetilla y se la ofreció a la chica, pero esta le dio un manotazo y la tiró al suelo del autobús. El hombre la recogió y sin decir nada la volvió a guardar en su carpeta.
    Aquel hombre parecía una persona educada y en ningún momento había pretendido molestar a la chica, pero la reacción de ella había sido desproporcionada. Se levantó y en la siguiente parada se bajó del autobús. Inmediatamente yo salí tras él y comencé a seguirlo.
    Eran alrededor de las seis de la tarde y aquel desconocido caminaba unos diez metros por delante de mí con paso lento y pesaroso. Se dirigió a una plaza y se sentó en uno de sus bancos. La tarde era agradable, los pajarillos iban y venían, los niños jugaban y la plaza rebosaba alegría.
    El hombre se sentó con aspecto abatido. Tenía el gesto serio y cansado, miraba sin ver, absorto en algunos de los grupitos de niños que jugaban, pero con el pensamiento en otra parte. Al cabo de unos minutos abrió su carpetilla y sacó un papel. Apoyándolo sobre la misma carpeta escribió algo, dejó el papel sobre el banco y se marchó.
    Yo me levanté como un resorte, cogí el papel, lo doblé y lo guardé en un bolsillo y seguí sus pasos. Se dirigió a uno de los edificios antiguos que rodeaban la plaza, sacó una llave y se introdujo en él. De nuevo me dirigí a la plaza y me senté en un banco. Saqué la hoja del bolsillo y enseguida comprendí que era la misma que había intentado mostrar a la chica en el autobús. En la parte superior, escrito a mano, decía: “A quien lo encuentre, cual desesperado mensaje de náufrago en una botella”. Era lo que había escrito unos minutos antes. El resto, por el tipo de letra y forma de impresión,  no había sido escrito con un ordenador e impresora sino con una de esas viejas máquinas de escribir que ya apenas se ven. Decía lo siguiente:


                                               IGNORANCIA

                        I                                                                II
Arrogante, pretenciosa y atrevida           A tu amparo hasta el necio se cree listo
eres madre de funestas decisiones           indolente, desafía al instruido,
te disfrazas con equívocas razones          y presume de lo que nunca ha leído  
campeando maliciosa por la vida.           y se atreve a criticar lo que no ha visto.

                          III                                                                       IV
Cuán cruento es el combate que se entabla     La ignorancia con frecuencia se rebela
entre el necio y el cargado de razón                 pues no quiere que la domen con firmeza
pero un juez tiene fácil la elección                  la razón le repugna, le aspereza
el primero no sabe de lo que habla.                 no precisa de más luz que de una vela.

                            V                                                                       VI
Dinamita las murallas del esfuerzo                   ¡Desistid, ignorancia, en vuestro empeño
su consigna, la del mínimo trabajo                   no alberguéis esperanza de ganar 
no le importa arrastrarse en lo más bajo           la victoria no es real, es sólo un sueño!.
si halla a alguien que la alabe con gracejo.  

                           VII
Pues si bien entregados al azar
la ignorancia es aliada del engaño
por justicia la razón ha de ganar.

    -“Parece que he encontrado a alguien realmente interesante” –me dije a mí mismo. “Un hombre que escribe poesía”.
    La poesía no estaba mal, al menos eso me pareció a mí, aunque no soy muy entendido en este campo. Me pareció original, pues  reflexionaba sobre un tema poco común como la ignorancia. También me pareció que tenía un estilo de otro tiempo, un estilo antiguo. Me llamó la atención la anotación a mano del encabezamiento, la que había escrito poco antes en el jardín: “A quien la encuentre, cual desesperado mensaje de náufrago en una botella”. ¿Qué habría querido decir con aquello?  Otra vez vino a mi mente la idea de que había visto a ese hombre hacía muchos años…
Desde aquel día dediqué la mayor parte de mi tiempo libre a seguirlo. No era difícil porque era de costumbres y horarios fijos y como yo tenía las tardes libres, las dedicaba casi en exclusiva a él.
    Parecía que mi desconocido vivía solo, viudo o soltero. Pero además de estar solo, era un solitario. Daba largas caminatas junto al mar; pasaba largas horas en la Biblioteca Municipal consultando libros antiguos; a veces llevaba consigo una vieja cámara de fotos y se entretenía fotografiando recónditos rincones de la ciudad;  se montaba en el autobús y daba paseos sin rumbo, cubriendo el trayecto completo sin bajarse en ninguna parada; antes de recogerse se sentaba en la plaza que había cerca de su casa para ver jugar a los niños… Parecía una existencia apacible y reflexiva que, en parte, yo envidiaba.
    Sin embargo, después de quince días de seguimiento observé un cambio brusco en su conducta. Una tarde salió de su casa con el paso más vivo de lo habitual. Llevaba con él la carpetilla azul y conforme iba andando, abrió la carpeta y dejó caer de forma deliberada uno de los papeles que contenía. Salí corriendo para hacerme con él. Empecé a leerlo con interés mientras seguía su ritmo manteniendo la distancia. De nuevo era una poesía.


                                                  AMISTAD

                       I                                                                            II
Amistad, peligrosa compañera                        Deslumbras al pudiente con intrigas
es difícil conocer tus intenciones                    conduciéndolo hasta un destino fatal   
aparentas ir cargadas de razones                     desprecias al plebeyo por ser tal
escondiendo tu intención con sutileza.            tanto al uno como al otro desatinas.
                        III                                                                     IV
No maldigo la amistad cuando es sincera       Amistad, que es capaz de hacer milagros
sino aquella disfrazada y pretenciosa               de fluir sentimientos más que nobles
cual bonanza que a los barcos alboroza            de aliarse sin reparos con el pobre
y al final nos conduce hasta la arena                bien mereces recibir estos halagos.
                         V                                                                      VI
Amistad que perduras con el tiempo                No concibo la amistad sin compromiso
robusteces la razón de las personas                  sin entrega, sin esfuerzo, sin batalla,   
con recuerdos ya lejanos ilusionas                   ese tipo de amistad no da la talla
a tu lado no aparecen los lamentos.                  es insulsa, fraudulenta, no hay hechizo.

   Esta vez escribía sobre la amistad y a mi me pareció interesante. Al cabo de unos minutos de nuevo echó mano a la carpetilla, sacó otra hoja de papel y la dejó sobre un banco. Salté como un resorte y me hice con ella. Otra poesía.

ENVIDIA

                                I                                                                      II
Qué frecuente, por desgracia, es tu presencia         Amistades a menudo has quebrantado
proliferas en pudientes y en menguantes                 pero es bueno que se sepa quién es quién
en países muy cercanos y en distantes                      si el amigo nos despacha con desdén
no distingues ni de lenguas ni banderas.                 no quisiera yo tenerlo a nuestro lado.

                             III                                                                      IV
Es lo bueno de tu ser tan malicioso                    Pues tu influjo al inocente torna presto
destapar las esencias que hay adentro                mudando su inocencia, doloroso,
aunque dejen desolado y quejumbroso.              recogiendo por cosecha su lamento.


    Dio la vuelta y tomó el camino por donde había venido, se metió en su casa y se recogió definitivamente. Yo también me fui a mi casa intentando poner en orden mis ideas. Aquella noche me acosté intranquilo, obsesionado por saber dónde había visto la cara de aquel hombre.  El sueño era inquieto, me venían imágenes de mi infancia, de personas que hacía muchos años que no estaban en este mundo, hasta que una escena apareció nítida.
    Yo era un niño y estaba en mi casa con mis padres. Mi padre estaba sentado en un butacón y yo estaba de pie junto al mueble del televisor, mirando las fotos que había en uno de sus huecos. Mi madre se acercó y se quedó de pie junto a mí. Señalando con el dedo una de las fotos, me dijo:
    - “Ese es tu abuelo, mi padre. Murió antes de que tú nacieras. Era muy bueno. Escribía poesías muy bonitas”.
    En el sueño, yo veía perfectamente la cara de mi abuelo. Me desperté sobresaltado y me senté en la cama. ¡Era el hombre que yo estaba siguiendo! El que iba dejando poesías escritas con una vieja máquina de escribir. Inmediatamente me levanté y busqué la caja de las fotos antiguas. Allí estaba la foto de mi abuelo. La foto del hombre que yo estaba siguiendo.
    La mañana se me hizo muy larga. Estaba deseando que llegara la hora de salir para montar guardia delante de su casa y aclarar aquel asunto. Llevaba conmigo la foto de mi abuelo. No había duda de que era el mismo hombre.
Ese día no comí. Me senté en uno de los bancos de la plaza desde donde podía ver el portón por donde tenía que salir. A las cuatro y media apareció con la carpetilla donde guardaba las poesías. Me levanté del banco y me dirigí a hacia él. No había pensado qué le iba a decir exactamente, pero no se me da mal improvisar y seguro que se me ocurriría algo apropiado. Me paré ante él, a un par  de metros. Me miró y me sonrió, parecía conocerme.
    -“Despierta. ¿Qué te pasa?”
    Era la voz de mi mujer. Estaba aturdido.
    -“¿Qué te ha pasado esta noche? Has estado muy intranquilo. Hablabas en sueños.     Algo sobre tu abuelo y un hombre que escribía poesías”.
   Yo nunca me he dedicado a seguir a la gente.



                                                                   José Eloy del Río Bueno


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                                      UN ENCUENTRO TARDÍO

 

   El carácter de las estaciones se reflejaba en la plaza dándole su particular pincelada de optimismo o pesimismo, de alegría o tristeza. Los olores, la gente, el ambiente… todo se iba adaptando a las reglas que, inexorablemente, año tras año, imponía la Madre Naturaleza. A él le gustaba observar todo ese ciclo y asociar cada detalle con su causa y con su efecto. Siempre había sido muy observador, muy paciente.

   Desde la melancolía del otoño, cuando las primeras ráfagas de viento azotaban sus árboles y desprendían sus hojas, que después se amontonaban y arremolinaban correteando de manera traviesa por todos sus rincones. El mismo viento que también parecía haber empujado y expulsado de allí a los niños que hasta entonces se pasaban el día jugando en ella hasta que anochecía. Y a los pájaros, cuya ausencia nos deja una sensación de sordera en nuestros oídos, por los cantos y murmullos que cada tarde dejamos de oír.

   La tristeza del invierno, que ensombrecía el ánimo dejando arrecidos y esqueléticos a esos mismos árboles que a veces parecían tiritar de frío, despojados de toda su indumentaria de abrigo. La alegría parecía retornar a la plaza cuando por las vacaciones de Navidad algunos niños bajaban a jugar esas mañanas en que el sol se había decidido a regalarles su presencia.

   La fuerza de la primavera, que de nuevo comenzaba a levantar el ánimo haciendo ostentación de su poderío con el milagro de retoñar a las ramas que ya parecían decrépitas y moribundas. El perfume de azahar de sus pequeños naranjos, que traía recuerdos de otras lejanas primaveras espesando el aire y adelantando las intenciones de la próxima estación. Y las primeras avanzadillas de pájaros y de niños, que de nuevo volvían a su cita puntual con renovadas fuerzas e ilusiones.

   Y, por fin, el verano que de nuevo la impregnaba del mayor grado de vida atrayendo definitivamente a niños y adultos que la frecuentaban, sobre todo, al principio y al final del día, cuando el astro rey no se mostraba en toda su plenitud, empeñado en hacer a conciencia su trabajo.

   Él procuraba no faltar ningún día a su cita con la plaza, con estancias más o menos largas según la estación en que se encontraran. Era testigo y notario de cada uno de sus cambios y sabía encontrar el encanto de cada momento, por más desapacible que fuera el día. A su edad, ya hacía tiempo que sabía que el simple hecho de poder seguir observando, de ser testigo del mundo, era ya motivo suficiente para sentirse feliz. Y a él le gustaba vivir, quería seguir viviendo a toda costa. A pesar de que hacía ocho años que era viudo y ya no tenía con él a la mujer que lo había acompañado durante cerca de cincuenta años.

   Fue duro seguir viviendo sin ella. Al principio creyó que no lo podría superar. Pero su vitalidad y su amor a la vida fueron más fuerte que ese otro impulso que trató de arrastrarlo hacia la depresión y el hundimiento. Era paradójico porque, a veces, incluso sentía remordimiento de sentir esas ganas de vivir. No le parecía bien seguir sintiendo ese deseo cuando ella ya no estaba.

   Pero él pensaba; pensaba y observaba, y llegaba a la conclusión de que a ella le hubiera gustado que siguiera siendo tan vitalista como siempre. Y si ella estaba en un lugar desde el que pudiera verlo, seguro que se alegraría de seguir viéndolo optimista y con ganas de vivir. 

   No podía remediarlo. Amaba la vida y sabía que, con su edad, tenía que disfrutar de cada detalle, de cada momento.

                1. “La felicidad está formada por trocitos de tiempo” –solía decir.

 

   Y en esa frase encerraba gran parte de su concepción de la vida. Trocitos de tiempo que intentamos atrapar sin conseguirlo porque se nos escapan inexorablemente.

   Por eso, el milagro que la Madre Naturaleza repetía cada primavera, también obraba efectos benéficos en él. Aunque no había faltado a su cita casi diaria con la plaza y había sido testigo de los cambios ordenados por las estaciones anteriores, de nuevo la primavera lo revitalizaba, lo renovaba en su ánimo y en sus ilusiones.

   El aroma del azahar de sus pequeños árboles, las carreras y gritos de los niños por la tarde y el murmullo de los pájaros que buscaban cobijo cuando empezaba a anochecer, le recordaban que había sobrevivido a otro invierno.

   Eran ya muchos inviernos los que llevaba a su espalda. Pero él lo interpretaba como motivo de alegría, nunca de tristeza.

   Fue una de esas plácidas mañanas del mes de abril cuando la vio por primera vez. Él estaba sentado en un banco, entregado a la observación del chorro de la fuente que se levantaba vigoroso hasta tres metros y después se dejaba caer para fundirse en el estanque. Y de nuevo tomaba impulso para elevarse, completando un ciclo sin comienzo ni final. Como las estaciones que él observaba tan pacientemente.

   Ella se sentó en un banco casi enfrente del suyo. En la mano derecha portaba un bastón, aunque no parecía insegura al andar. Quizás comenzó a usarlo por consejo de algún hijo y ya se había acostumbrado a él. Cosa extraña en una mujer: no llevaba bolso. En su lugar, con la maño izquierda sujetaba un libro.

   Con movimientos seguros y desenvueltos se sentó en el banco. Dejó apoyado el bastón sobre él y abrió el libro pasando una tras otra las páginas hasta llegar a la que estaba leyendo.

   Él la seguía observando con discreción. Jamás había mirado con descaro a una mujer; no hubiera soportado la idea de haber molestado a alguna, de haberla hecho sentirse incómoda. La cara de aquella mujer le resultaba familiar, como si su recuerdo emergiera con fuerza de un pasado lejano y olvidado.

   Ella permanecía absorta en la lectura de su libro, cuyo título él no podía distinguir. A veces levantaba la mirada de las páginas y la fijaba en un punto indeterminado de la plaza, como si estuviera pensando, recapacitando sobre las últimas líneas leídas.

   Se notaba que era una señora distinguida, educada y culta. Desde ese día, ella también se hizo visitante diaria de la plaza, aunque sólo por las mañanas. Él la veía llegar cada día, siempre con su libro, siempre leyendo, hasta que se marchaba. La cara de aquella mujer le resultaba cada día más familiar, aunque cambiada, proveniente de un  pasado  lejano y sometida a los estragos del tiempo. Por fin la identificó.

……………oooooooo……………

   Su memoria está cubierta de una espesa niebla, pero de ella emerge una imagen que se va haciendo cada vez más nítida.

   Setenta años atrás, una cálida tarde de primavera, dos chicos de catorce años esperan impacientes a que salgan las chicas del Instituto Femenino. La escena se repite a diario durante cerca de un mes. Se ven mutuamente y ellas salen corriendo con sus camisas blancas y las faldas grises y plisadas por debajo de la rodilla. Corren y corren, con sus zapatos negros y sus calcetines blancos. Y ellos las siguen, corriendo sin querer alcanzarlas, hasta que ellas se meten en un portón y ellos ven cómo los observan tras la puerta de barrotes de hierro y cristal.

   Todos se miran y se ríen; ellas desde el portón y ellos en la calle. Juego inocente, absurdo y diario, que termina cuando acaba ese Cuarto Curso de Bachillerato. Nunca llegan a hablar, a intercambiar los deseos e ilusiones alocados de adolescentes. Sólo risas y miradas en la distancia.

   Al finalizar ese curso, las vacaciones. Después, vuelta otra vez a los estudios, pero nunca más se vuelven a ver. Él nunca supo qué paso.

   Ahora, sentado en un banco de la plaza, observándola a diez metros de distancia, ya está seguro de que él era uno de esos dos chicos y ella una de aquellas dos chicas.

...............oooooooo……………

   La primavera avanzaba, plácida y sin prisa, preludiando la calidez que había de traer la siguiente estación. El canto de los pájaros cada vez más impetuoso, con sus constantes idas y venidas, erráticas pero llenas de una alegría contagiosa, daban cada vez más vida a la plaza, que se poblaba desde la mañana hasta el atardecer, con el único paréntesis del mediodía a las primeras horas de la tarde.

   Él seguía fiel a su cita diaria, más acicalado que de costumbre y con ese cosquilleo en la barriga que es propio de esa estación que altera la sangre. Ella también acudía casi a diario, desprovista ya del bastón, pero armada con ese libro que parecía tenerla abstraída y ausente de todo cuanto sucedía a su alrededor, ajena a la presencia de él.

   Él no dejaba de observarla, discreto y contenido, atento a las señales que revelaban su valía como mujer. Calculaba, esperaba impaciente el momento de acercarse a ella y entablar una conversación. Pero le preocupaba la idea de causarle la impresión de ser “un fresco”, un maleducado, de poder molestarla. A lo largo de toda su vida siempre había sido muy estricto con la idea de no molestar. Eso le había privado de la posibilidad de entablar interesantes relaciones, tanto con hombres como con mujeres.

   Hasta que un día se decidió. Era una soleada mañana de viernes de finales del mes de abril. La vio llegar como siempre, con su libro bajo el brazo, y sentarse en el mismo banco de todos los días. ¡Qué curiosas somos las personas! Animales de costumbres por antonomasia.

   No quiso acercarse nada más llegar. Dejó que transcurrieran unos minutos para que descansara y el abriera el libro. Se levantó y se dirigió a ella con paso lento y seguro.

-“Buenos días, señora” –le dijo.

   Ella levantó la cabeza con cara de extrañeza, asegurándose de que no había nadie más en el banco y de que aquel desconocido se dirigía a ella.

-“Buenos días” –le contestó.
-“¿Le importaría que me sentara aquí, en su banco?”

   Ella de nuevo dudó. Mirándolo ahora con atención, parecía estar decidiendo si aquel desconocido era digno de merecer la confianza necesaria para sentarse junto a ella. Finalmente se desplazó más hacia su izquierda para dejar más espacio libre en el banco.

-“Bueno, siéntese” –dijo con poco entusiasmo.

   Pareció que ella daba por terminada aquella corta conversación, como si creyera que las intenciones de aquel elegante caballero se limitaban a ocupar una porción de su mismo banco. Pero él continuó con su táctica prefijada, hablándole de algo muy tópico.

-“¡Qué buen tiempo hace ya!. Se nota que se está acercando el verano”.

   Ella no levantó la vista del libro y, por toda respuesta, movió lentamente la cabeza en sentido afirmativo.

   Él se imaginó que iba a fracasar si continuaba por esos derroteros, pero hizo un último intento continuando por ese mismo camino.

-“Me gusta más el verano. Los días son más largo y alegres y me sienta mejor para mis achaques”.

   Ella siguió sin inmutarse. En esta ocasión, ni siquiera movió la cabeza.

   Él se convenció de que aquella no era una mujer convencional y decidió dar un giro a la conversación, según lo que ya también tenía pensado previamente.

              1. “He recorrido todo el mundo –dijo- porque he estado embarcado muchos años. He visto amaneceres y atardeceres desde todas las latitudes y longitudes. Desde el Golfo de Botnia al Estrecho de Gibraltar; desde el Mar de Beaufort al Cabo de Hornos, o desde la Isla de Madeira hasta el Cabo de Agujas. He aprendido a observar pacientemente las maravillas que la naturaleza hace en cada lugar y en cada estación, y le puedo asegurar que esta plaza es como un pequeño laboratorio donde observar y experimentar todas esas maravillas y sus consecuencias”.

 

   Por primera vez, ella levantó la vista del libro y lo miró fijamente.

-“¿De verdad ha viajado usted tanto?” –le dijo.

   Él también la miró y sus ojos se encontraron frente a frente.

              1. “Sí, es verdad, he viajado mucho. Ya le he dicho que estuve embarcado y he tenido la suerte de ver muchas cosas. La vida en un barco es dura, muy dura. Convivir en tan reducido espacio no es fácil. A veces, el aire se hacía irrespirable, se mascaba la tensión entre los hombres. Pero también tiene su parte buena. Se aprende a tener paciencia y a disfrutar más de lo que la vida te ofrece cuando estás en tierra”.

 

   Ella cerró definitivamente el libro y comenzó a preguntarle, una pregunta detrás de otra. Quería saber de otros lugares y otras gentes, de tierras y mares lejanos, de otros amaneceres y atardeceres, de otras ilusiones…

   Y él le contestaba con satisfacción. Con el sentimiento y el conocimiento de quien ha vista las cosas sobre el terreno; de quien ha estado allí y se ha fundido con el paisaje y con la luz, con la gente y con sus costumbres. Hablaron y hablaron durante más de dos horas, hasta que ella se dio cuenta de lo tarde que era.

              1. “¡Dios mío!.  Son ya las dos de la tarde. Me tengo que marchar –dijo levantándose del banco.
              2. “Perdone –dijo él- por el conocimiento que tiene de los lugares, por las preguntas que me ha hecho, deduzco que usted también ha viajado mucho. ¿No es así?”.
              3. “No, nada de eso. Mis conocimientos son sólo teóricos. Ya le contaré otro día. Adiós”.
              4. “Ha sido un placer hablar con usted, señora”.
              5. “Igualmente le digo”.

 

   Él se quedó un poco más sentado en el banco observando el chorro de la fuente que, incansable, subía y bajaba sin cesar. Le hubiera gustado acompañarla, pero pensó que hubiera sido demasiado atrevido.

              1. “Ya le contaré otro día” –había dicho ella.

 

   Habría otros días, otras oportunidades de conocer a aquella maravillosa mujer. Así fue. Desde aquel, casi todos los días se encontraban en la plaza y hablaban durante horas. Así pudo saber que ella había sido Profesora de Lengua y Literatura en un Instituto, que se había entregado en cuerpo y alma a esa profesión.

              1. “Enseñar. ¿No le parece a usted algo maravilloso?”.

 

Él asintió con la cabeza. Siempre había admirado la labor que hace los Profesores.

              1. “Tener la posibilidad de influir sobre esas personas que se están formando, de hacerlas pensar, de entusiasmarlas. Siempre me ha parecido algo realmente hermoso. Por eso uno de los días más tristes fue el día en que me jubilé y tuve que dejar de dar clases. Pero claro, todo tiene un principio y un fin”.

   Pero su otra gran pasión habían sido la Geografía y la Historia, a las que había dedicado innumerables horas de estudio y lectura. Por eso conocía tantos lugares, tantas culturas, tantas gentes, pero sobre el papel… en teoría, como solía decir ella.

              1. “Los tiempos de mi juventud, incluso de mi madurez, eran distintos. Una mujer no viajaba sola. No estaba bien visto, acechaban tantos peligros… Y después, cuando las mujeres ya viajaban solas, yo ya no estaba para viajes. Y menos ahora”.

 

   Los dos sonrieron. Él recordó aquellas risas locas de adolescente, corriendo con su amigo tras ella y su amiga. Muchos años después, la misma sonrisa. Día tras día, hora tras hora de conversación, la confianza que dan las ideas compartidas y expresadas, hizo nacer en ellos una sana amistad, algo que ninguno de los dos había comprendido hasta ese momento, algo que creían que no era posible: la amistad entre un hombre y una mujer.

              1. “¡Podías haber viajado con tu marido!”, le dijo él de corazón.

 

   Ella lo miró con ternura.

              1. “No tuve marido. Soy soltera, nunca estuve casada”.

 

   Él no esperaba aquella respuesta. No sabía por qué, pero jamás se le hubiera ocurrido pensar que aquella maravillosa mujer no se hubiera casado.

              1. “No te habrás casado porque tú no has querido. Estoy seguro de que habrás tenido montones de pretendientes”.

 

   De nuevo ella lo miró con ese gesto característico suyo, quitándose la gafas cuando quería ver algo de cerca.

              1. “Puede que sí, pero no estoy segura. Las cosas no siempre suceden porque una quiera o no quiera; es mucho más complicado. La vida, las circunstancias, el momento, el tiempo, las obligaciones, los deseos… todo se hace una amalgama cuyo resultado es lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos”.

 

   Él permaneció pensativo tratando de digerir lo que acababa de oir. Difícilmente se podía explicar con menos palabras lo que somos, la vida.

              1. “Supongo que llevas razón. Todos somos producto de nuestras circunstancias, pero qué pena que no podamos rebobinar y volver atrás para corregir los errores que cometimos”.

 

              1. “No sé si eso será posible alguna vez –dijo ella-. Quizás futuras generaciones… no sé, desconozco cuáles son los límites de la ciencia. Lo que está claro es que ni tú ni yo lo vamos a ver. Por cierto, ¿tú si te casaste, verdad?
              2. “Sí, yo sí me casé. Tuve la suerte de compartir más de cuarenta años de mi vida con una mujer maravillosa, que me dio dos hijos también maravillosos, una hija y un hijo”.

 

              1. “Estoy segura de que fuiste muy dichoso, todo lo dichoso que tú te mereces”.

                              …………………..oooooooo……………….

   Era ya mediado el mes de Julio y el verano se manifestaba con todo su rigor sobre la plaza. Ellos seguían viéndose allí dos veces cada día: por la mañana, cuando los rayos del sol aún no se habían apoderado de la plaza y al atardecer, cuando ya se habían retirado a descansar a ese horno del cuan deben provenir. A veces daban un corte paseo por los alrededores o se sentaban en la terraza de una cafetería en la misma plaza.

   Estaba claro que ella no tenía la más remota idea de que él era una de los dos chicos que la perseguían a ella y a su amiga al final de aquel lejano curso en el Instituto. A lo mejor aquello no supuso nada para ella y ya ni lo recordaba. Pero él no sabía por qué extraña razón no se había atrevido a hablarle de ese asunto. Quizás pensaba que aquel episodio podía deteriorar la imagen que ella se había hecho de él. Pero no, no podía ser así. No eran más que unos adolescentes, ignorantes de lo que la vida nos tiene reservado. Fantasmas que ahora, al final, de nuevo paseaban por su mente intentando resucitar viejos deseos e ilusiones que ya jamás podrían ser realidad.

              1. “No sé, pero enfrentarse a un nuevo invierno es un obstáculo que no todos podemos superar”, le dijo ella una tarde.

 

              1. “¡Tonterías!. Estoy seguro de que yo me iré antes que tú. Y demos por terminada esta conversación que no me gusta en absoluto”.

                                          …………….oooooooo…………….

   Al día siguiente, ella no apareció. Ni tampoco el siguiente, ni el siguiente… En el interior de la cafetería de la plaza, resguardado del frío, el ojeaba un periódico atrasado. En él vió la esquela con su nombre. No tenía noticias de que ella tuviera ningún familiar. ¿Quién se habría encargado de ponerla?

   De nuevo, las fuerzas del abismo lo empujaban. Pero él sabía que tampoco esta vez iba a caer y aunque parecía que el destino de nuevo le encomendaba la tarea de ver él sólo los cambios en la plaza, confiaba en que quizás la próxima primavera obrara en él otro milagro.

 

                                                           José Eloy del Río Bueno

 

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                                               STEVE JOBS

      

     En este espacio dominical en el que llevo ya más de un año escribiendo y que puede ser al mismo tiempo un modo de terapia para otros o tratamiento autoaplicado para mí mismo, según se mire, he procurado tratar sobre temas muy variados (aunque autoimponiéndome yo mismo el veto a la política) y mezclando artículos, relatos y comentarios sobre algunos personajes que por algún motivo me han parecido interesantes.

   Así, sobre estos últimos, recuerdo haber escrito sobre Manuel Elkín Patarroyo, Leopoldo Abadía, Valentín Fuster, Vicente del Bosque y mis amigos Pedro Cabrera y Juan Antonio “Turu”. Por razones de cercanía y amistad y porque conozco bien lo que hacen, mis dos amigos han sido los más entrañables.

   Hoy quiero dedicar de nuevo este espacio a otro personaje que en las últimas semanas ha hecho correr auténticos ríos de tinta en todo el mundo y ha acaparado el protagonismo de la mayoría de los medios de comunicación audiovisual. Y lo ha hecho por el triste motivo de su muerte. Como ya se imaginarán, me estoy refiriendo al norteamericano Steve Jobs, uno de los cofundadores de la empresa Apple.

   Podría decirse que con este hombre ha ocurrido algo similar a lo que sucedió con el Cid Campeador, pues si el valeroso guerrero ganó su última batalla después de muerto, creo que Steve Jobs también le ha hecho la mayor campaña publicitaria a su compañía después de abandonar este mundo.

   Y llegado este punto, les tengo que decir que si hace diez días me hubieran preguntado quién era Steve Jobs, sinceramente no hubiera sabido responder. Incluso si hubiese visto una fotografía suya, tampoco hubiese sabido identificarlo. Sin embargo, hoy todo el mundo sabe quién es Steve Jobs, tal es la fuerza de los medios de comunicación.

   Si me hubieran dicho que Steve Jobs fue el cofundador de Apple, una poderosa empresa de informática americana y me hubiese quedado sólo ahí sin hacer más indagaciones, mi idea sobre ese hombre hubiese sido la de un avispado empresario que tuvo el acierto de fundar una exitosa empresa y que posteriormente se hizo multimillonario. Hasta ahí nada diferente a la de otras historias de personas que se han enriquecido a través de los negocios. Pero hoy día, gracias a Internet, es muy fácil recabar información sobre algo o sobre alguien, acceder a archivos audiovisuales y a variado tipo de material informativo. Y puedo decirles que  después de las indagaciones que he hecho, detrás de este hombre había algo más que un buen olfato para los negocios.

   Pero tampoco seamos extremistas. Quizás porque la muerte exacerba los elogios, he leído cómo se le ha comparado con Einstein o con Leonardo da Vinci y tampoco es para tanto. Este hombre no era un científico. Era una persona extremadamente inteligente y un gran tecnólogo y empresario, con una gran visión de futuro, pero no otras muchas cosas con las que ahora se le ha comparado.

   Como se podrán imaginar, en Internet hay infinidad de información sobre él. Sin embargo, oyendo la radio (siempre la radio, mi inseparable compañera) el día de su muerte alguien habló de su famoso discurso de graduación de 2005 en la Universidad de Standford. Por desgracia, estamos hartos de oír discursos totalmente vacíos de contenidos, ante los cuales supone una auténtica pérdida de tiempo el escucharlos. Pero también es cierto que ha habido algunos discursos en la historia de la humanidad que han sido capaces de cambiar el discurrir de la mente de las personas y de cambiar también el propio curso de la historia. Léanse, por ejemplo, alguno de los discursos de J. F. Kennedy o de Marthin Luther King.

   Sin que mis expectativas acerca del susodicho discurso de Steve Jobs en Standford llegasen a tanto, pero ya que algunos de mis comentaristas radiofónicos preferidos lo recomendaban, me dispuse a buscarlo en Youtube. Lo encontré con suma facilidad. Les aseguro que no me defraudó por su contenido, por su amenidad y por su brevedad.

   Aunque lo mejor que pueden hacer ustedes mismos es oír el discurso del propio Jobs (está en Youtube traducido al español), a lo largo de este artículo voy a tratar de hacer un resumen de los contenidos que considero más importantes. Lo haré en primera persona, a modo de modesto homenaje póstumo a este hombre desconocido para mí hasta hace unos pocos días.

   “Quiero comenzar diciéndoles que nunca me he graduado en una Universidad y que este acto es lo más cerca que he estado de una graduación. A lo largo de este discurso quiero contar tres historias sobre mi vida.

La primera historia habla sobre conectar los puntos. Mi madre biológica era una estudiante universitaria joven y soltera que me dio en adopción porque tenía claro que mis padres debían ser titulados universitarios. Al final las cosas se rodearon de tal forma que mis padres adoptivos no fueron universitarios, sino que mi padre era un humilde electricista. Sin embargo, cumplieron su promesa de que yo iría un día a la universidad, aunque la dejé al cabo de seis meses y acabé abandonándola definitivamente a los dieciocho meses, después de que mis padres hubieran gastado todos sus ahorros en mi matrícula.

   Después de eso, dormía en el suelo de las casas de mis amigos, recogía botellas de Coca-Cola para ganar los cinco centavos que pagaban por cada una de ellas y comía una vez a la semana en el templo de los “Hare Krishna”. Durante ese tiempo me dediqué a hacer cosas que todas calificaban como estúpidas, como estudiar caligrafía, pero que a mí me interesaban. Me gustaba estudiar cómo escribir letras bonitas, con una caligrafía realmente bella. Diez años después, cuando estaba diseñando el primer ordenador Mac, me fue de gran utilidad para construir un ordenador con ese tipo de caligrafía.

   No puedes conectar los puntos mirando hacia delante, sólo puede hacerlo mirando hacia atrás. Por tanto, tienes que confiar en que los puntos se conectarán alguna vez en el futuro. Creer que los puntos se conectarán te dará la confianza de creer en tu corazón. Esta forma de confiar nunca me ha dejado tirado y ha marcado la diferencia en mi vida. Ese es el resumen de la primera historia que les quería contar.

   La segunda historia es sobre el amor y la pérdida. Junto con mi compañero Steve Wozniak, fundé Apple en la cochera de mis padres. Tenía veinte años y en diez años la compañía pasó de ser sólo nosotros dos a valer veinte mil millones de dólares y tener cuatro mil empleados. Sin embargo por una serie de situaciones rocambolescas que ocurrieron, con treinta años el Consejo de Administración acabó despidiéndome. Tuve que comenzar de nuevo y ahora me doy cuenta de que echarme fue lo mejor que me pudo pasar.

   Era de nuevo un principiante liberado para entrar en uno de los periodos más productivos de mi vida. Creé dos empresas y me enamoré de una mujer maravillosa que después se convirtió en mi esposa. Una de las empresas es ahora la principal empresa de animación por ordenador y la otra es actualmente el corazón de Apple. Volví de nuevo a Apple y fundé una maravillosa familia. Nada de eso hubiese ocurrido si no me hubiesen echado de Apple.

   Fue una medicina horrible, pero el paciente la necesitaba. A veces la vida te da en la cabeza con un ladrillo. No pierdas la fe. La única cosa que me mantuvo en marcha fue el amor por lo que hacía. Tienes que encontrar qué es lo que amas y esto vale tanto para el trabajo como para la vida personal. Sigan buscándolo hasta que lo encuentren, no se conformen.

   La tercera historia es sobre la muerte. Cuando tenía diecisiete años leí una cita que decía más o menos que si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón. Desde entonces, cada mañana me he mirado al espejo y me he preguntado: si hoy
fuera el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?. Y si la respuesta era no durante demasiados días seguidos, sabía que necesitaba cambiar algo.

   Saber que voy a morir pronto es la herramienta más importante para tomar las decisiones más importantes de mi vida. Frente a la muerte todo se desvanece: las expectativas de los demás, los proyectos, el orgullo, el miedo al ridículo o el fracaso, dejando sólo lo que es verdaderamente importante.

   Recordar que vas a morir es la mejor forma de evitar la trampa de creer que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. Cuando hace un año me diagnosticaron un cáncer de páncreas incurable con una esperanza de vida de tres a seis meses, me aconsejaron que lo dejara todo y me fuera a casa a descansar, a prepararme para morir. Sin embargo, tras ese diagnóstico atroz, me operaron y ahora me encuentro bien.

   Nadie quiere morir, ni la gente que quiere ir al cielo. Sin embargo, la muerte es el destino que todos compartimos y quizás sea el mejor invento de la vida, porque retira lo viejo para hacer sitio a lo nuevo, es el agente de cambio de la vida. No gasten el tiempo viviendo la vida de otros, no se dejen atrapar por el dogma que es vivir según los resultados de la vida de otro. No dejen que el ruido de las voces de los demás ahogue sus propias voces interiores. Tengan el coraje de seguir su corazón y su intuición. Ahora que ustedes se gradúan, les deseo una cosa: sigan hambrientos, sigan alocados”.

   Hasta aquí el resumen que he intentado hacer de ese discurso de Steve Jobs con motivo de la Graduación de los alumnos de la Universidad de Standford en 2005. En definitiva, son sólo ideas pero ya hemos visto muchas veces que son las ideas las que transforman y mueven el mundo.

   Definitivamente, creo que Steve Jobs no era un simple empresario de éxito. Detrás había, al menos en la última parte de su vida, un hombre con un pensamiento preocupado en cuestiones profundas: la felicidad, el destino, la muerte, la conjunción de las cosas, la intuición, escuchar al corazón, ser fiel a tus ideas… No sé si fue así durante toda su vida o en los últimos años la dura lucha que mantuvo con la enfermedad lo hizo ser así.

   Todos los días por la mañana al levantarme oigo los comentarios que sobre algún tema hace Antonio García Barbeito en Onda Cero. Con su peculiar acento y gracejo sevillano, rebosan inteligencia y sensibilidad. El día en que murió Steve Jobs dijo de él: “Quizás Dios se lo ha llevado pronto con Él para que meta todo el contenido del cielo en la pantalla de un ordenador”.


    En Ceuta, 10 noviembre 2011

                                                 José Eloy del Río Bueno- Artículo dominical-

 

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                                            LA ÚLTIMA CONVERSACIÓN

 
   Esta fue la última conversación que mantuve con alguien muy especial, con quien conviví muchos años en un tiempo ya lejano. Era una conversación que sabía que tenía que llegar y que yo temía. Fue intensa, pero cuando terminó tuve la impresión de que había aprendido muchas cosas nuevas sobre la vida.
                                   …………….oooo…………….
    Alguien me dijo que le quedaba poco tiempo, que si no me daba prisa quizás no volvería a verla…Me dirigí a su encuentro una tarde de noviembre, de esas en las que el sol hace un postrero esfuerzo por brillar tratando de emular los alardes de meses anteriores. Iba algo nervioso, inseguro. No sabía cómo iba a reaccionar, hacía varios años que no la veía. Tampoco sabía cómo debía actuar, pero tenía que ir. Mi conciencia no me dejaría en paz cuando supiera que ella ya no estaba y que no había ido a verla por última vez.
    La encontré donde siempre y casi como siempre, aunque más vieja y deteriorada. Percibió mi presencia antes de verme, no había perdido ni un ápice del sexto sentido ni de la inteligencia que siempre había conocido en ella. Me miró fijamente y en su gesto quise interpretar algo así como “te esperaba”. Así comenzamos nuestra última conversación…
   -“Sabía que vendrías. Nadie me lo había dicho, pero lo sabía”.
   -“Eso me ha querido parecer cuando me has mirado. ¿Cómo lo sabías?”.
   -“Te conozco bien. No eres de los que dejan que alguien esté próximo a su fin sin darle unas palabras de consuelo, un rato de compañía”.
   -“¡No te hagas la víctima –le dije tratando de quitar dramatismo-. Te veo muy bien”.
   -“Déjate de tonterías. Los dos sabemos que me queda muy poco. Aunque podría aguantar un poco más, sé que ha llegado mi hora”.
    Se me hizo un nudo en la garganta y pensé que no debía haber ido a verla.
   -“Pero cambiemos de tema, no quiero que te arrepientas de haber venido. ¿Cómo estás?. ¿Cómo está tu familia?”.
    Parecía no guardarme rencor a pesar de que yo había dejado pasar mucho tiempo, demasiado tiempo sin verla.
   -“Estamos bien. Bueno, siempre hay pequeños problemas de trabajo, de estudios de mis hijos, pero nada que no se pueda solucionar”.
   -“Lo sé, sé que estás bien. No hay más que verte para darme cuenta de que la vida te ha ido bien. Y no me refiero sólo a lo material sino, principalmente, a lo interior, a la satisfacción contigo mismo y con los tuyos”.
De nuevo me volvía a demostrar que a pesar de los años, a pesar de su deterioro, mantenía la mente clara y expresaba las ideas de manera nítida.
   -“La verdad es que no me puedo quejar, he tenido suerte en la vida”
   -“No, no digas suerte –me replicó con energía-. La suerte apenas existe. Recurrimos a ella con frecuencia, pero sólo puede explicar una parte ínfima de los acontecimientos. La suerte está llena de recovecos, de coincidencias, de casualidades… Alinearlos todos para que coincidan es muy difícil. Sabes que he visto y conocido a mucha gente y lo que ha ocurrido en sus vidas no ha sido fruto de la suerte. Yo creo en las ideas, en su defensa firme y convencida, en el trabajo, en el esfuerzo, en la ilusión… pero no en la suerte”.
    Hablaba como siempre, con vehemencia y convicción, con la misma arrolladora seguridad que te hacía dudar de tus ideas y poco a poco te iba llevando a su terreno, convenciéndote de las suyas.
   -“Pero no me negarás –le dije tímidamente- que hay personas que nacen con estrella y otras que nacen estrelladas”.
   -“¡Qué simple es esa opinión!. ¡No se pueden sacar conclusiones de tan pocas premisas!.  Hay que observar, analizar, interpretar, razonar antes de concluir, de juzgar. Tú siempre me has parecido una persona que piensa, por eso me ha extrañado que hables de la suerte como causa de las cosas, de la vida…”
    -“Sé que llevas razón – le dije-  yo también he pensado mucho sobre la suerte y otras cuestiones. Quizás hablamos a la ligera, sin calcular bien lo que decimos, porque vamos muy deprisa y no nos paramos a reflexionar sobre las palabras. Siempre te he admirado por la mesura que tienes en todo lo que dices”.
    -“No me hagas la pelota, que te sale muy mal. Sabes que siempre he tenido una gran ventaja: el tiempo. Eso me ha permitido observar muchas situaciones y analizarlas. Pero quiero hablar de otra cosa que para mí es importante. No tengo muchas ocasiones de dialogar con alguien como tú”
    -“Ahora eres tú la que me hace la pelota” –le dije riéndome.
    Ella se contagió de mi risa y hubo una pausa en la que los dos nos miramos, como nos mirábamos muchos años atrás, cuando yo era un niño que volvía del Colegio o un adolescente que llegaba del Instituto y ella me esperaba, ansiosa de que le contara las cosas que había aprendido ese día.
    -“¿De qué otro tema quieres hablar?” – le dije mientras se borraba mi sonrisa.
    -“De la felicidad”.
    -No me lo esperaba. Yo temía que quisiera hablarme de la muerte, del final.
    -“Sí, de la felicidad –me volvió a repetir con seguridad-. He pensado mucho sobre ella y quiero saber tu opinión, contrastarla con la mía. Dime ¿eres feliz?”.
    -“Sí. Creo que soy feliz si tenemos en cuenta lo relativa que es la felicidad, lo fácil que es pasar de ella a la tristeza o a la amargura. Caminamos sobre la inestable cuerda floja de la felicidad y en cualquier momento nos podemos caer”.
   -“No sabes cuánto me alegro de oírte,  porque  eres feliz y porque coincides en gran parte con mi idea de la felicidad”
   -“Pero explícame –le dije intrigado-. Explícame esto último que has dicho”.
   -“Te lo explicaré. Creo que no hay persona más feliz que aquella que se cree feliz, aunque objetivamente no tenga motivos para serlo. La felicidad es algo subjetivo, personal e íntimo y la única interpretación infalible es la que hacemos de nosotros mismos. Cada uno está en posesión de esa única verdad”.
   Hizo una pausa, reflexionaba antes de continuar. Yo la esperaba con interés.
    -“Pero ¿qué es la felicidad? –me dijo. He pensado mucho sobre la felicidad y ¿sabes a qué conclusión he llegado?”.
   Yo moví la cabeza negativamente sin decir una palabra.
    -“La felicidad no es nada, es sólo tiempo, trocitos de tiempo. Trocitos de tiempo que pasan ante nosotros y que tratamos de apresar, de retener. Pero se nos escapan inevitablemente por entre los dedos. A veces conseguimos atraparlos momentáneamente pero al final siempre acaban escapando”.
    Nuevamente hizo una pausa, dándome tiempo para que yo reflexionara.
    -“Nunca había oído nada parecido. Comparas la felicidad con trocitos de tiempo…”
   -“No –me interrumpió- no la comparo. La felicidad es sólo tiempo,  trocitos de tiempo. Nuestra vida es tiempo y la felicidad es una pequeña parte de nuestra vida. Luego la felicidad no es más que tiempo, pequeños trocitos de tiempo”.
    -“Me parece una definición bonita e interesante –le dije-. Y tú, ¿has sido feliz?”.
    -“Mucho –contestó- pero yo no podía ser feliz por mí sino por los demás, por vosotros. Yo era feliz cuando veía que vosotros erais felices y era desgraciada cuando os veía sufrir. Seguro que te pasa algo parecido con tus hijos”.
    -“Sí, es cierto. Ellos son mi principal fuente de felicidad y de tristeza”.
    -“Eres afortunado, tienes hijos que te hacen sufrir y que a la vez te hacen feliz. A través de ellos perpetuarás tu obra y tu recuerdo, dejarás huella de tu paso por el mundo.  ¿Sabes lo importante que es dejar huella?. ¿Qué sentido tiene la vida si no dejamos alguna huella de nuestro paso?. ¿Qué queda de nosotros?”.
     Planteado de esa forma parecía duro, muy duro y terrible. “¿Qué queda de nosotros?”, me pregunté mientras ella me miraba esperando una respuesta. No me atreví a contestar. Después de unos segundos de silencio, ella continuó.
    -“Sólo queda nuestro recuerdo. Y puede ser bueno o malo. Los que te conocieron te pueden recordar con cariño, añorarte… O pueden odiarte y alegrarse de que hayas abandonado este mundo. Sólo por el hecho de dejar un buen recuerdo, creo que merece la pena hacer el bien mediante cosas sencillas, haciendo lo que cada uno tiene a su alcance. No es necesario hacer cosas extraordinarias. Todos podemos hacer el bien mediante actos sencillos”.
     Hizo una pausa mientras yo reflexionaba con la mirada perdida.
     -“Tú ya has dejado huella a través de tus hijos y un buen recuerdo tuyo perdurará en ellos, que a su vez lo transmitirán a su descendencia, hasta… Bueno, no sé hasta cuando. Pero yo en cambio, ¿qué quedará de mí?”.
    De nuevo la conversación había llegado a un punto complicado.
“Creo que lo mismo que has dicho: tu recuerdo en todos los que hemos estado bajo tu cobijo. El recuerdo de tu calor en las noches frías, de tu aliento en los momentos difíciles. No creas que eso se olvida. En mi caso te puedo decir que todos los días recuerdo alguno de los momentos que pasé contigo, los buenos y los malos. Y tú siempre estabas ahí…”
    -“Tus palabras me reconfortan y me dan esperanza. No sabes cuánto he pensado sobre esto atormentada, sin saber si alguna vez alguien se acordaría de mí. Quizás ahora el final me resulte un poco más sencillo”.
    Seguimos hablando hasta el anochecer. Hablamos de muchas cosas. Ella me había visto nacer y sabía cosas de mí y de mi familia que ni yo mismo sabía. Cuando llegó la hora de despedirnos, me dijo:
    -“Vete tranquilo. Yo estaré bien porque ahora sé que permaneceré en tu recuerdo. Háblales de mí a tus seres queridos, introduce un trocito de mí en sus cabezas. Cuéntales algunas de las cosas que te he contado y que te han hecho reír. No te lleves esta última imagen de mí, llévate la imagen de otro tiempo, de cuando yo era joven y fuerte y podía acogeros a todos, protegeros del frío y del calor, compartir vuestras alegrías y confortaros en la tristeza”.
    Me di la vuelta para marcharme, con un nudo en la garganta, pero ella de nuevo me llamó.
    -“Por favor, prométeme una cosa. Nunca dejes de valorar esas cosas sencillas,  a las que la mayoría no da importancia e incluso menosprecia. Precisamente en eso radica el secreto de la felicidad: disfrutar con cosas que los demás no comprenden. Sácale jugo a cada minuto de tu vida, trata de convertirlo en sesenta segundos de felicidad. Por favor, no lo olvides”.  Por fin, me marché.
                                  …………….oooo…………….
   Esta fue la última conversación que mantuve con mi antigua casa, la casa donde nací. La casa que mi abuelo Eloy construyó en un solar de 61,20 m2 que previamente había comprado al Ayuntamiento de Ceuta en 1946, en la Barriada de “El Morro”, por 703 pesetas con 80 céntimos. Allí nacimos cuatro hermanos, de los que sólo sobrevivimos dos. Allí crecimos con nuestros padres y abuelos maternos hasta que estos fallecieron. Allí vivió mi madre durante cincuenta y cuatro años hasta que se tuvo que mudar a otra casa con condiciones más adecuadas para su edad. Allí vivimos mi hermano y yo hasta que nos casamos. Allí pasé una buena parte de los mejores años de mi vida…
    Esta última conversación no fue ficticia, la viví de manera real en mi mente, junto a ella, cuando fui a verla poco antes de que la derribaran. Ella entendía lo que yo le decía y me contestaba. Fue muy duro saber que me estaba despidiendo de ella, que la estaba viendo por última vez. Pocos días después volví y ya la habían derribado. En el lugar que ella ocupaba, ahora hay una gran casa de tres plantas. Pero antes de que la hicieran, pude introducirme entre sus escombros, recorrer cada uno de esos rincones y llevarme un preciado tesoro que guardo como oro en paño: una vieja loseta de cada una de sus habitaciones. A veces las saco y las miro. Recuerdo muchos de los momentos que pasé entre sus paredes y de golpe vienen a mi mente recuerdos imborrables de mi infancia y adolescencia. 

   En Ceuta, 10 noviembre 2011

                                                    José Eloy del Río Bueno- Artículo dominical-

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                     UNA HISTORIA DE NAVIDAD



    No había tenido tiempo de darse cuenta de que ya estaban en vísperas de Navidad. Su chófer había encendido la radio del coche y fueron los niños de San Ildefonso con la entrañable cantinela de todos los años los que le hicieron reparar en que se celebraba el sorteo de Navidad y que estaban, por tanto, a veintidós de diciembre.

   Atravesaba la ciudad desde su chalet de las afueras a su despacho del piso diecisiete en el centro de la gran ciudad. Bajó el cristal blindado que separaba las plazas delanteras de las traseras de su flamante Mercedes 500 azul marino.

   - "¡Pascual!".

   - "Dígame, Don Enrique".

   - "¿A qué estamos hoy?".

   - "Es miércoles, veintidós de diciembre, Don Enrique".

   - "Me acabo de dar cuenta. ¡Joder!. No sé ni en el día que vivo. Con tantos follones y con el trabajo que he tenido, no me he acordado de que hoy era el sorteo. Debo de ser de los pocos españoles que no juega ni una mísera participación".

   - "Todavía no ha salido "El Gordo". Si quiere, le doy una participación de mi décimo, Don Enrique".

   - "No, no se preocupe, es igual. Era sólo por seguir la tradición".

   Era cierto que era sólo por seguir la tradición. No lo hacía, como la mayoría, por la ilusión de que le tocara y llevarse unos millones. Si había algo que realmente no necesitaba, era el dinero. No sabía cuánto tenía. Era Presidente, Consejero-Delegado o principal accionista de varias empresas y en cuestión material tenía todo cuanto un humano podía desear. Pero sólo en lo material.

   Por otro lado, también era la única tradición de la Navidad que aún seguía: comprar lotería. Y ese año ni siquiera eso. A sus cincuenta y dos años, llevaba cinco separado. Sus dos hijos, al adquirir la mayoría de edad, habían optado por vivir con la madre. Por algo sería. El mismo reconocía que no había sido precisamente un modelo de buen padre y esposo y, mirándolo fríamente, no le extrañaba la decisión de sus hijos, ni que ellos ni su exmujer apenas lo llamaran ni, mucho menos, se les ocurriera organizar la cena de Nochebuena o la comida de Navidad para estar todos juntos. Pero, a pesar de eso, siempre que quería no le faltaba compañía, especialmente femenina. Sin embargo, echaba de menos que alguien desinteresado lo apoyara en los momentos difíciles, como cuando volvía a casa cansado y preocupado tras largas horas de trabajo, tras interminables reuniones o después de difíciles negociaciones con sindicatos o con otras empresas. O que se preocupara por él y lo cuidara cuando empezaban a insinuársele algunos adelantos de lo que un día no muy lejano sería la vejez.
     Pero aunque a veces lo acosaban pensamientos como éstos, nunca le temblaba el pulso, no se ablandaba por nada. Era temido cuando la otra parte se enteraba de que era el encargado de llevar una negociación y tomaba las decisiones que creía convenientes sin que consideraciones al margen consiguieran hacerle cambiar de opinión. Era, a la vez, admirado y despreciado.

   Precisamente los días previos habían sido especialmente duros. Como Presidente de una empresa inmobiliaria, había decidido desalojar a diez familias que habitaban como inquilinos un inmueble que iba a ser arrendado a una importante empresa de telecomunicaciones, de la cual él era también accionista. Había tenido duros enfrentamientos con algún que otro miembro del Consejo de Administración contrario a la medida de desahucio contra las familias. Fernández había sido especialmente crítico con esta medida y se habían intercambiado duras expresiones en la última sesión del Consejo. Aún recordaba el último cruce de palabras:

   - "Fernández, así no irá usted a ninguna parte. Con esa sensiblería no podrá aspirar a presidir nunca una empresa".

   "Don Enrique, si presidir una empresa significa no tener corazón ni humanidad, estaré muy contento de no poder presidirla nunca".

   Aquellas palabras lo descolocaron durante unos segundos. Pero sólo unos segundos. Enseguida se reafirmó en su decisión:

   - "Se les ha dado el tiempo legalmente estipulado para que busquen una nueva vivienda. El plazo se agota el veinticuatro de diciembre y ese día deben abandonar el inmueble".

   Fernández hizo un último intento:

   - "Don Enrique, son gente honrada, humilde pero honrada. Jamás han dejado de pagar un solo mes. Están dispuestos a que se les suba el alquiler hasta donde llegan sus posibilidades. Jamás han dado problemas y siempre han mantenido las casas en buen estado y han cumplido con todas sus obligaciones. Apelo a su sensibilidad para que se les permita seguir viviendo en ese edificio que, por otra parte, no nos es indispensable que alquilemos a esa empresa por la que usted muestra tanto interés. A no ser que usted defienda algún interés personal que yo desconozca".

   A estas palabras siguieron unos segundos de tenso silencio. Por fin, sonó de nuevo la voz de Don Enrique:

   - "El día veinticuatro termina el plazo y deben desalojar el edificio".

   Cerró su portafolios, se levantó y abandonó la sala ante la atenta mirada de los Consejeros. Unas miradas que reflejaban disparidad de opiniones. Unas parecían decir:

   - "Así se hace. ¡Ole un tío con un par de pantalones bien puestos!. Esa gentuza lo que necesita es mano dura".

   Pero otras parecían reflejar desprecio, indignación o pena. Parecían decir algo así como:

   - "Es un pobre hombre digno de lástima. No es capaz de sentir misericordia hacia los demás y tampoco los demás la sentirán por él".

   Recluido en su lujoso coche, se sentía atormentado y confuso ante estos pensamientos. En momentos como esos era cuando más echaba de menos el apoyo de alguien que desinteresadamente lo escuchara y lo confortara. Finalmente se rehizo. La vida es dura y a algunos les toca tomar decisiones aunque a veces éstas sean dolorosas para los afectados.

   El coche entró en el garaje. Se despidió de Pascual indicándole que lo recogiera a la hora de costumbre y subió al ascensor que lo conducía directamente hasta su despacho. Una vez allí, colocó el portafolios sobre su mesa y se quedó de pie mirando a través de los grandes ventanales. Era un día frío y soleado y allá abajo como diminutas hormiguitas, la gente iba y venía afanosamente. Unas al trabajo, otras de compras, otras paseando... Unos suaves golpecitos en la puerta lo devolvieron a la realidad.

   - "Pase".

   - "Buenos días, Don Enrique".

   Era Ángela, su secretaría. Una mujer de unos treinta y cinco años, muy atractiva, con la que tiempo atrás había vivido una apasionada aventura. Pero aquello ya pasó. Ahora su relación con ella era estrictamente profesional.

   - "Hola Ángela, buenos días. ¿Qué tenemos para hoy?".

   - "Pues casi la misma rutina de siempre: asistir a un par de reuniones y firmar varios documentos que le traerán sus abogados dentro de un rato".

   - "Ha dicho casi toda la rutina de siempre. ¿Hay algo que se salga de ella?".

   - "Bueno, unos que dicen venir en representación de los afectados por el desalojo de no sé qué edificio han solicitado entrevistarse con usted a las doce. Les he dicho que tenía que consultar su agenda de trabajo. Usted dirá".

   Pensó durante unos momentos y concluyó que la decisión estaba tomada y no había por qué dar marcha atrás. Entrevistarse con ellos no iba a servir para nada. Incluso podían darle más quebraderos de cabeza.

   - "No los voy a recibir. Dígales que he tenido que ausentarme por una reunión urgente. Me marcho ahora mismo".
- "Pero, ¿y las reuniones de hoy?. ¿Y los documentos que tiene que firmar?".

   - "Nada de eso es urgente. Dígales que pasado mañana firmaré y en las reuniones, que decidan por mí. Ya va siendo hora de que vayan aprendiendo a dar algunos pasitos sin que yo los tenga que llevar de la mano. Me tomo dos días libres. Volveré pasado mañana. ¡Ah! llame a Pascual y dígale que no venga esta tarde y que pase a recogerme a mi casa pasado mañana a la hora de costumbre".

   Abandonó el despacho ante la extrañada mirada de su secretaria, con las manos en los bolsillos y refunfuñando algo.

   Bajó a la calle y anduvo sin rumbo entre la gente que iba y venía sin parar. De vez en cuando le llegaba alguna musiquilla navideña o el eco de un villancico. Pero, sobre todo, le venía la cantinela de los niños de San Ildefonso cada vez que pasaba por delante de un comercio. Había momentos en que la conjunción de todos esos factores lo transportaba en el tiempo, a otras navidades pasadas, cuando era un niño y se pasaba horas y horas en la cocina "ayudando" a su madre a hacer los dulces de Navidad. Parecía que podía oler el aroma del aceite frito y de la matalahúva y parecía sentir en los dedos el tacto del trocito de masa que su madre le daba para que se entretuviera haciendo y deshaciendo figuritas que nunca acababan en la sartén. Le parecía verse con un grupo de chiquillos como él, cantando villancicos en la calle y recorriendo las casas de los vecinos para que les dieran un rosco o un polvorón. Y parecía sentir, como en aquel tiempo lejano, ese cosquilleo que salía de la barriga y le recorría todo el cuerpo, inundándolo de entusiasmo y emoción.

   Se pasó así el resto de la mañana, recorriendo calles sin orientación ni sentido, entrando en comercios, mirando escaparates, sorprendiéndose ante luces que centelleaban o ante diminutas figuritas que, con más o menos acierto, intentaban reproducir lo que hace dos mil años ocurrió en Belén.

   Al mediodía pareció volver de nuevo a la realidad. Cogió un taxi que lo llevó al chalet de las afueras. La criada se extrañó un poco al verlo.

   - "Don Enrique, no sabía que iba a venir usted a comer. Enseguida le preparo algo".

   - "No se moleste, no voy a comer nada".

   Subió las escaleras que conducían a la primera planta y se encerró en su despacho-biblioteca. Se pasó toda la tarde allí, leyendo y reflexionando sobre si tenía sentido su forma de vida. Por un momento se interesó, incluso, en pensar qué sería de esa gente que iban a echar a la calle el día de Nochebuena. Afortunadamente, su conciencia lo tranquilizó. Había actuado con arreglo a la ley, si no habían querido buscar con tiempo otra vivienda era problema suyo. Habían tenido plazo más que suficiente. Bajó a la hora de cenar, vio un poco la televisión y se acostó.

   Al día siguiente, como se lo había tomado libre, se levantó después de las diez. Pasó todo el día recluido en la casa, hojeando viejos álbumes de fotografías o leyendo antiguas tarjetas de felicitación. Ya no recibía ninguna, a excepción de las frías e impersonales felicitaciones que se intercambiaban entre sí los presidentes de empresas,  pero aquello no transmitía ningún afecto, no tenía ningún valor. Se imaginaba que un día como ése habría mucha gente haciendo preparativos para celebrar la cena de Nochebuena, para reunirse la familia o los amigos e intercambiar unas horas de grata conversación y compañía de manera entrañable y afectuosa. Pero él no tenía ningún plan. Podría buscar compañía fácilmente, como lo había hecho otras veces. Sólo era cuestión de pagar y eso no era para él ningún problema. Pero esta vez no le apetecía. Al mediodía se marcharía la criada y él se quedaría sólo en la casa y así pasaría la Nochebuena, tomando la cena fría que le dejara preparada y viendo un rato la televisión. Sabía reconocer las cosas y ese era el precio que debía pagar por toda su trayectoria en la vida. Una existencia basada sólo en la consecución de objetivos materiales sin haber sabido mostrar ningún afecto hacia los demás, ni siquiera hacia sus familiares más directos. Asumía esto perfectamente. Así que se rehizo y se mentalizó para afrontar una Nochebuena más solo, pero acudiendo antes al trabajo y, como siempre, haciendo lo que tenía que hacer.

   Se levantó a las ocho, se duchó y se vistió impecablemente. Hizo un desayuno fuerte y leyó un rato el periódico hasta que a las nueve y cuarto la criada le avisó de que Pascual lo esperaba en la puerta con el coche.

   - "Buenos días, Don Enrique".

   - "Buenos días Pascual".

   - "Recibí el avisó de su secretaria diciéndome que ayer no iba  usted a trabajar y que viniera a recogerlo hoy. Era así, ¿no?".

   - "Sí, así era. Ayer me quedé todo el día trabajando en casa".

   - "¿A qué hora lo recojo del trabajo?".

   - "Es Nochebuena y no quiero hacerle llegar muy tarde a su casa. Venga a las cinco. Creo que a esa hora ya habré terminado".

   - "Muy bien Don Enrique".

   El trasiego de gente por las calles era aún mayor que los días anteriores. La mayoría de los comercios cerraban al mediodía y nadie quería que le faltara algún detalle para la cena familiar. Pensó que en ese aspecto él era afortunado. Nunca le habían gustado las aglomeraciones y prisas de última hora, el desasosiego por si se  había olvidado comprar algo. No tenía nada que comprar, ninguna cita con nadie, nadie a quien felicitar.

   Cuando llegó a su despacho vio que su secretaria había puesto un pequeño arbolito de Navidad y unos adornos en la puerta. No le hizo mucha gracia pero fue lo bastante prudente como para no hacerle ningún comentario.

   - "¿Qué tenemos para hoy Ángela?".

   - "Sobre la mesa tiene los documentos que le trajeron ayer sus abogados para que los revise y los firme. Tiene una reunión a las doce y media, vendrán a verlo unos promotores que quieren proponerle un proyecto para la construcción de unas viviendas. Ayer vino a verlo el Sr. Fernández y quedó el volver hoy a las once y media".

   - "Bien, ¿es todo lo que hay?".

   - "Sí, sólo eso".

   - "Bueno, tendremos un día tranquilo, Cuando termine la reunión con los promotores se puede marchar. Avíseme cuando llegue el Sr. Fernández".

   - "Muy bien Don Enrique".

   La secretaria se marchó y él y se quedó solo y pensativo en el despacho. Otra vez iba a venir a importunarlo el maldito Fernández. El muy imbécil no se daba por vencido. ¡Estaba apañado si creía que le iba a hacer cambiar de opinión!. Lo malo es que iba a tener que perder un buen rato y, lo peor de todo, iba a conseguir ponerlo de mal humor. Era Nochebuena y aunque ni sentía ni iba a celebrar nada especial, al menos quería que lo dejaran tranquilo. Se puso a revisar los documentos que tenía que firmar e intentó olvidarse del asunto. A las once y media en punto sonó el interfono.

   - "Don Enrique, está aquí el Sr. Fernández".

   - "Bien, que espere diez minutos y después hágalo pasar".

   A los diez minutos, unos golpecitos sonaron en la puerta.

   - "¡Adelante!".

   - "Buenos días Don Enrique".

   Apareció Fernández. Vestía un impecable traje azul, camisa blanca y corbata también azul; zapatos negros muy brillantes y llevaba un abrigo sobre el brazo izquierdo. Su semblante era risueño y cordial. No se diría que venía buscando bronca.

   - "Vine a verle ayer y me dijo su secretaria que no había venido a trabajar. ¿Estuvo usted enfermo?".

   - "No, nada de eso. Simplemente me llevé la documentación de los asuntos pendientes a casa y me quedé trabajando allí".

   - "Me alegro de que sólo fuera eso. Me imagino que sabrá por qué vengo".

   - "Me lo imagino".

   - "Hoy es Nochebuena Don Enrique, y parece que en un día como hoy todos nos hacemos más humanos, más comprensivos. Somos capaces de ayudar, de solidarizarnos con los que sufren, con los necesitados. Usted tiene una magnífica oportunidad de hacer algo bueno por diez familias que siempre se lo agradecerán. Olvídese por una vez del beneficio material que puede obtener con la operación que quiere realizar. Ni usted ni la empresa lo necesitan. Ambos tienen unos beneficios muy altos y unas cuentas más que saneadas. Para usted no supone nada y para ellos es mucho. Hágalo Don Enrique, no se arrepentirá. Se sentirá feliz, dormirá más tranquilo, será un hombre nuevo. Hágalo, por favor".

   La respuesta de Don Enrique no se hizo esperar.

   - "Pierde usted el tiempo Fernández y me lo está haciendo perder a mí también. Le repito lo que le dije en la última sesión del Consejo. Se ha obrado legalmente, ellos no han buscado otra vivienda y hoy termina el plazo. No hay más remedio que desalojarlos".

   - "Lo siento Don Enrique. Tenía la esperanza de poder hacerle cambiar de opinión, pero veo que me he equivocado. Lo siento por esas familias y también por usted. Ojalá que el espíritu de la Navidad pueda imbuirlo alguna vez y le ablande el corazón. A pesar de todo le deseo feliz Navidad, Don Enrique".

   Fernández se marchó y él se quedó de nuevo solo y pensativo en el despacho. Un sentimiento como el que había sentido dos días atrás comenzó a apoderarse de nuevo de él. Afortunadamente, los promotores llegaron al poco rato y enfrascado en nuevos proyectos que auguraban grandes ingresos, consiguió olvidarse del maldito asunto.

   Los promotores se marcharon sobre la una, entonces llamó a su secretaria y le dijo que se marchara.

   - "Muchas gracias Don Enrique, ¡feliz Navidad!".

   - "Feliz Navidad, Ángela".

   La mujer se marchó y él se quedó solo en la oficina. Todos los demás empleados también se habían marchado. Bajó a la calle y se dirigió a una casa de comidas donde a veces solía comer cuando los compromisos de trabajo le impedían ir a su casa o no podía comer en un restaurante de mejor calidad. Apenas había tres o cuatro personas comiendo. Los días corrientes siempre estaba repleto, pero un día como aquél se notaba que la gente se había marchado a sus casas para reunirse con la familia. También se veía que los propietarios y empleados se estaban preparando para cerrar en cuando se marcharan los escasos comensales que aún quedaban.

   Pidió el menú del día, pero apenas probó bocado. Las palabras de Fernández le habían hecho mella. Sin duda se estaba haciendo viejo. En otro tiempo no hubiera tardado más de cinco minutos en olvidar totalmente el asunto. En cambio ahora, aunque se mantenía firme en su decisión, no se encontraba a gusto consigo mismo.

   Volvió andando hasta su despacho. Recorrió las desiertas oficinas que un rato antes rebosaban vida y alegría en los empleados que se felicitaban e intercambiaban buenos deseos. Nunca se había mezclado con ellos en días como éste. Todo le parecían palabras huecas y meros formulismos vacíos de contenido que se dicen sin saber lo que en realidad significan. Se metió en su despacho y decidió aprovechar el tiempo preparando documentos que iba a necesitar en breve. Así adelantaba el trabajo y además mataba el tiempo hasta las cinco. Con el trabajo, el tiempo se le hizo más corto. A las cinco menos cinco bajó al garaje. En el sitio de costumbre estaba Pascual esperándolo con el coche. Se introdujo por la puerta posterior izquierda.

   - "Buenas tardes Pascual".

   El cristal blindado estaba subido y el micrófono debía estar desconectado, por eso Pascual no le contestó. El coche salió del garaje y se encaminó por la amplia avenida que ahora estaba casi desierta. Un sentimiento de vacío y soledad lo invadió de nuevo. Mucha gente estaría ahora preparándose para celebrar la Nochebuena y él se preparaba para pasarla un año más en soledad. El coche siguió avanzando unos minutos y se desvió por una de las calles de la derecha. Al principio no lo advirtió, pero después se dio cuenta de que aquél no era el camino que habitualmente seguía. Intentó bajar el cristal y hablar con Pascual, pero el botón no respondía. Conectó el micrófono y habló a través de él.

   - "Pascual, debe usted mirar qué pasa con el botón del cristal. Parece que está averiado. ¿Por qué ha cogido este camino?".

   Pascual no respondió. Golpeó el cristal para llamar su atención, pero siguió conduciendo sin inmutarse. Un sentimiento de terror lo invadió. Golpeó con todas sus fuerzas el cristal pero el chofer siguió conduciendo sin reaccionar. Ya no había duda: lo habían secuestrado, el chófer no era Pascual. Por el pequeño espacio que le proporcionaba el espejo retrovisor vio un rostro con gafas oscuras, barba y bigote que probablemente eran postizos. Intentó abrir las puertas para tirarse en marcha pero estaban bloqueadas. Intentó romper los cristales de las ventanillas, pero olvidó que eran blindados. No tenia escapatoria, estaba a merced de su secuestrador. El coche se dirigía hacia un barrio de la periferia y al cabo de unos minutos se acercó al bordillo de una acera y paró, con el motor al ralentí. El desconocido cogió el micrófono y comprendió que le iba a decir algo.

   - "No se asuste Don Enrique, esto no es un secuestro. No le va a pasar nada. Tenemos poco tiempo. A las seis menos cuarto recibirá una llamada a su teléfono móvil y poco antes debo dejarlo libre. No le voy a hacer ningún daño, sólo quiero que vea algo".

   La voz le quiso parecer conocida, pero el efecto distorsionador del micrófono le impidió aventurar un juicio. El desconocido desconectó el micrófono y el coche se puso de nuevo en marcha. Siguieron andando unos diez minutos hasta que, por fin, pararon delante de un edificio que él conocía bien. Era el que había ordenado desalojar. Había unos cuantos policías que parecían custodiar el trabajo de una empresa de mudanzas cuyos operarios se afanaban en sacar lo más rápidamente posible a la calle los muebles de las viviendas. Un grupo de unas treinta personas observaban impasibles el espectáculo. Se deducía que no había habido ninguna violencia ni resistencia por parte de los inquilinos. Entre éstos había algunos niños pequeños de la mano o en brazos de sus padres. Ninguno de ellos era gente con mal aspecto, sino personas honradas de clase media que se ganaban la vida no para permitirse grandes lujos pero sí para vivir de forma digna. Su único delito era estar ocupando una inmueble que iba a ser objeto de la especulación y que a él le iba a permitir ganar mucho dinero. Por esto, ahora se veían el día de Nochebuena en la calle, a  la  intemperie. Quizás habían pensado que los dueños iban a cambiar de opinión a última hora y les iban a permitir seguir viviendo allí. Pero ahora veían que la cosa iba en serio. Ya no había solución, cuando pasaran las fiestas tendrían que ponerse a buscar una nueva casa, guardar mientras los muebles en algún almacén y buscar un alojamiento provisional. Pero ahora no cabía otro remedio que pasar la noche en la calle, vigilando los muebles.

   El desconocido cogió de nuevo el micrófono.

   - "Creo que ya ha visto bastante. Aún está a tiempo de hacer una buena obra. Si lo hace, recibirá una recompensa. Salga del coche, tengo que dejarlo aquí".

   - "Pero, ¿cómo me va a dejar aquí?. Esa gente me puede agredir en cuanto me vea".

   - "No lo harán, no lo conocen. Recuerde que se negó a recibirlos. Si quiere ayudarles puede dirigirse discretamente a aquel funcionario del Juzgado que está dirigiendo el desahucio. Identifíquese y dígale que vuelvan a colocar los muebles en su sitio y a las familias que vuelvan a sus casas. A las seis menos cuarto su chófer lo llamará al móvil. Dígale dónde está y vendrá a recogerlo. Vamos, salga de aquí, me tengo que marchar".

   La puerta se abrió automáticamente y salió del coche con paso tembloroso. Inmediatamente el coche se puso en marcha y desapareció en la lejanía. Se quedó parado unos minutos observando a aquella gente. No sabía qué hacer. Hasta ese momento lo había tenido todo muy claro, pero  al verlos allí en la calle, con los niños en brazo o de la mano, se vio envuelto en un mar de dudas.

   Al final acabó haciendo lo que le había dicho el desconocido: se acercó al funcionario y se identificó. Le dijo que paralizara el desahucio, que colocaran de nuevo cada uno  de  los  muebles en la vivienda correspondiente y que  comunicara  a  los inquilinos que podían volver a sus casas. Pero que todo eso lo hiciera cuando él se hubiera alejado.

   A una prudencial distancia  observó cómo se desarrollaban las maniobras ante la sorpresa  general  de  aquellos hombres, mujeres y niños que  con  inusitada alegría eran testigos del milagro que acababa de producirse. De pronto sonó el móvil. Como le  había  dicho  el desconocido, era Pascual.

   - "Don Enrique, me llamó su secretaria para decirme que no fuera a recogerlo a la hora convenida. Pero me dijo que lo llamara a esta hora. Usted dirá".

   Le dijo dónde estaba y que viniera a recogerlo lo antes posible. Mientras esperaba a Pascual, siguió mirando a aquellas personas. Un sentimiento que ya casi había olvidado, después de muchísimos años, lo invadió. Era esa especie de cosquilleo que le salía de la barriga y que se extendía después por todo el cuerpo llenándolo de entusiasmo y emoción. Al momento llegó Pascual.

   - "¿Qué ha pasado Don Enrique?. Estaba preocupado".

   - "Nada Pascual, ha sido maravilloso. Lléveme a mi casa. ¡Feliz Navidad!".
Por el retrovisor vio que Pascual lo miraba con cara de extrañeza e incredulidad.

   - "¡Adiós Pascual, hasta el lunes!. ¡Feliz Navidad!".

   Salió del coche dando unos saltitos y unas cortas carreritas. Parecía tararear un villancico.

   La criada ya se había marchado dejándole una cena fría sobre la mesa del salón. La soledad de la casa lo devolvió a la dura realidad. Pero las cosas ya no eran ni volverían a ser como antes. Se sentía orgulloso de sí mismo, por fin había hecho algo bueno, había abandonado un objetivo material por hacer algo que no le reportaría ningún beneficio pero cuyos resultados anímicos habían sido magníficos.

   A estos pensamientos estaba entregado cómodamente sentado en su sillón favorito cuando sonó el teléfono. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

   - "Papá".

   Era la voz de Enrique, su hijo mayor. No pudo disimular su extrañeza.

   - "¿Eres tú, Enrique?".

   - "Sí, soy yo papá. Mamá quiere hablar contigo. Se va a poner".

   No podía dar crédito a lo que oía. Su mujer y su hijo lo llamaban el día de Nochebuena.

   - "Enrique soy yo, Irene. A lo mejor te extrañas de que te llame precisamente hoy".

   - "Pues sí, la verdad es que sí".

   - "Nuestros hijos y yo nos preguntábamos si te gustaría venir a cenar con nosotros. No hemos preparado gran cosa, pero al menos estaríamos los cuatro juntos. ¿Qué dices?. ¿Aceptas?".

   - "Por supuesto. Será la mejor cena de Nochebuena de mi vida. Dentro de un par de horas estaré ahí".

   Se arregló con la misma emoción que cuando era un adolescente y mejor que cuando tenía que ir a cenar con gente importante. El cosquilleo de la barriga lo invadió de nuevo. Llamó un taxi y lo esperó con la misma ilusión que esperaba a su mujer cuando eran novios.

   Era un hombre nuevo. En verdad que el desconocido del coche no se había equivocado. Su buena acción había  sido recompensada con creces.

    Ceuta 24 de diciembre de 2011

                                                          Por José Eloy del Río Bueno

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                          LOS MEJORES REYES DE MI ABUELO

 

   Los mayores decimos que los Reyes Magos no existen, pero yo me resisto a sumarme a esa opinión. Reconozco que no visitan todas las casas esa noche mágica del seis de enero, pero yo creo que aparecen donde estiman que es necesaria su presencia. No se explica de otro modo lo que ocurrió una maravillosa Noche de Reyes cuando yo tenía cuatro años. La historia que voy a contar la he reconstruido a base de mis propios recuerdos y de lo que me han contado otras personas. Algunas escenas parecen envueltas en una especie de nebulosa por el paso del tiempo, pero los detalles que he oído de mis padres y de mis tíos me hacen recordarlas con más claridad.

   Mi abuelo todavía cojeaba. Se había caído hacía un mes cuando paseaba un día que llovía. Tenía setenta y nueve años y a su edad una caída como aquélla le podía haber originado graves consecuencias. Pero tuvo suerte y sólo le produjo pequeñas contusiones en un brazo y la inflamación de la rodilla derecha. Por eso esa pierna aún le fallaba un poco, tenía poca fuerza. Como cada día se dirigía al Colegio para recogerme a mí, el menor de sus cuatro nietos, que entonces tenía cuatro años. Faltaba poco para la Navidad y pronto me darían las vacaciones.

  Andrés, que así se llamaba mi abuelo materno, había enviudado hacía ocho años, cuatro antes de que yo naciera. La ausencia de su esposa le hizo caer en una profunda depresión, perdió las ganas de vivir, el interés por todas esas pequeñas cosas que tanto había valorado a lo largo de su vida. Su mujer y sus tres hijos (mi madre, una hija y dos hijos)  siempre habían dicho de él que era un "niño grande", un niño que se había negado a crecer, a abandonar la infancia y de esta forma se había convertido en un niño con cuerpo de hombre, o en un hombre con mente de niño. No se explicaba de otra forma que todos los años, después de Reyes, fuera él el que acabara jugando más con los juguetes de los hijos que los propios hijos. O que a menudo comprara juguetes de construcción o reproducciones en maqueta de coches o de aviones, con el pretexto de que eran para los hijos varones cuando en realidad era él el que jugaba con ellos. O libros de cuentos y de aventuras, impropios de su edad, que leía a sus hijos al acostarse y que, una vez dormidos éstos, continuaba él leyendo hasta altas horas de la madrugada.

   Pero Don Andrés, que así le llamaban, además de éstas y otras conductas que podrían parecer extrañas en un adulto, no era ni mucho menos un irresponsable. Siempre había sido un marido y padre atento a las necesidades de su familia. Y en cuanto al trabajo, fue un funcionario ejemplar en la Oficina de Correos donde trabajó durante cuarenta y cinco años.

   La verdad es que a su lado, su familia siempre fue muy feliz. Todo lo magnificaba, lo convertía en una fiesta: un paseo, una excursión al campo o a la playa, un pequeño viaje, una tarde en el cine, un cumpleaños... Todo era motivo de una ilusión y alegría que transmitía y contagiaba a cuantos estaban junto a él. Y algo que lo entusiasmaba por encima de todo lo demás: la Navidad. Era tanta la ilusión que transmitía en esas fiestas que todos en su casa quedaban apesadumbrados cuando terminaban.

   Cuando se acercaban esas entrañables fechas y al volver del trabajo ponía sus discos de villancicos, la familia sabía que para él había comenzado oficialmente el tiempo de la Navidad. Y comenzaba el ritual de esas pequeñas cosas que durante casi un mes inundaban la casa de un ambiente especial que también hacía cambiar su fisonomía: montar el Belén, adornar el Árbol, comprar los dulces, hacer los roscos y los pestiños (en lo que toda la familia participaba), preparar las cenas de Nochebuena y de Año Viejo, tomarse las uvas,... Todo lo envolvía en una especia de magia que hacía vibrar de emoción a su mujer y a sus hijos. Y la Noche de Reyes, para la que cada año inventaba algo nuevo. Cuando mi madre y mis tíos eran pequeños, él mismo se vestía de Rey Mago y los despertaba al amanecer provocándoles una desbordante emoción. Pero cuando se fueron haciendo mayores y temía que lo reconocieran o preguntaran que dónde estaba papá, dejó de vestirse y se pasaba casi toda la noche escondiendo los regalos por toda la casa, con una serie de notas estratégicamente colocadas para que fueran descubriendo pistas que los llevaran a cada uno de los regalos que, casi siempre, primero eran falsos y finalmente éstos conducían a los verdaderos.

   Él disfrutaba como un niño viendo correr a sus hijos en pijama y descalzos de un lado a otro por toda la casa, nerviosos, decepcionados ante el falso regalo y finalmente sorprendidos y entusiasmados al hallar el auténtico.

   Cuando los hijos se hicieron mayores, supo mantener en ellos la ilusión. Y cuando nacieron sus nietos, continuó haciendo cosas similares con éstos. Pero todo lo abandonó al morir mi abuela. Drásticamente se convirtió en una persona distinta,  triste y solitaria, que rehuía el trato con los demás. El aspecto de su cara cambió y un rictus de inexpresividad y ausencia lo acompañaba permanentemente.

   Su situación se agravó aún más porque mis tíos se marcharon a vivir a otras ciudades, de forma que ya apenas veía a sus tres nietos, que eran los únicos que aportaban un poco de alegría a su vida. Cerca de él sólo vivía mi madre, que ya estaba casada pero que aún no tenía hijos.

   Fueron unos años difíciles. Daba pena verlo habiendo sido quién fue. Se recluía en su casa y se pasaba días y días sin querer ver ni hablar con nadie. A menudo mi madre se asustaba cuando lo llamaba por teléfono y no contestaba. Rápidamente acudía a su casa y lo encontraba sentado en el sillón donde se pasaba el día, ausente y con la mirada perdida.

   - "Papá, me has dado un buen susto. ¿Por qué no has cogido el teléfono?".

   - "No lo he oído", respondía lacónicamente.

   Ella se enfurecía.

   - "¿Cómo no lo vas a oír?. Tienes el oído perfectamente y el teléfono a tu lado".

   Pero ya no obtenía más respuestas de mi abuelo.

   Cuando por Navidad venían mis tíos su situación no mejoraba. Ya ni los nietos conseguían arrancarle una sonrisa. Cuando se reunían en su casa para cenar en Nochebuena, inevitablemente comparaban el recuerdo de lo que había sido aquella casa en otros tiempos y lo que era ahora. La mujer que iba dos veces por semana se ocupaba de que todo estuviera limpio y en orden, pero no había nada que indicara que estaban en Navidad. Ni un adorno, ni un pequeño arbolito, ni un diminuto pastorcillo... Cuando terminaba la cena, mi abuelo se levantaba silenciosamente y sin dar ninguna explicación se dirigía a su habitación y se acostaba.

   Los hijos no sabían qué hacer. En vano intentaban animarlo, llevarlo a sitios, darle alguna responsabilidad, crearle alguna ilusión. Pero todo era inútil. Sabían que su padre se iba apagando poco a poco, pero no podían hacer nada. Lo llevaban al médico, le hacían análisis, radiografías,... Todos los resultados eran normales.

   - "Para su edad está como un roble", decían los médicos.

   Pero los hijos sabían que mi abuelo se moría. Se moría de una enfermedad que no está diagnosticada, que no tiene tratamiento médico. Se moría de pena, de tristeza.

   Pero para una persona como él que siempre había vivido de ilusión, el tratamiento, el antídoto contra ese veneno maligno y cruel existía, y se podía presentar en cualquier momento, con el hecho más sencillo. Y afortunadamente, se presentó. Un día de primavera mi madre le dijo:

   - "Papá, creo que vas a ser abuelo otra vez".

   Él la miró con la inexpresividad a la que ya la tenía acostumbrada y movió afirmativamente la cabeza sin decir nada. Pero al día siguiente, a media mañana, se presentó en casa de su hija.

   - "Hola papá. ¿Qué haces por aquí a estas horas?".

   - "Ayer me dijiste que iba a ser abuelo otra vez. ¿Cuándo nacerá el niño?".

   La hija se quedó sorprendida. Lo encontraba muy raro, parecía que hablaba con soltura, como si hubiera salido del letargo en el que había estado sumido durante años.

   - "Pues creo que nacerá en Diciembre".

   - "¡Nacerá en Navidad!", dijo el padre.

   - "Puede que sí, pero no es seguro. Todavía es pronto".

   Confirmó la primera impresión. El padre reaccionaba, tomaba la iniciativa en la conversación. Sus ojos habían abandonado la mirada inexpresiva que se instaló en ellos durante años y brillaban de nuevo. La miraba con atención, expresaba sentimientos. En ese momento se diría que estaba muy interesado.

   - "¿Será niño o niña?".

   - "Aún no se puede saber. Es demasiado pronto".

   Desde aquel día mi abuelo se convirtió en otro hombre. Aunque sin alcanzar al que era cuando vivía su esposa, se convirtió en un hombre ilusionado que de nuevo recobró la iniciativa para hacer cosas: leer, pasear, reunirse con los pocos y viejos amigos que aún le quedaban, comprarse algún juego de construcción de los que tanto le habían gustado, invitar a comer a mis padres, ver partidos de fútbol por televisión, etc. Y sobre todo, estar atento a la marcha del embarazo de su hija. Diariamente iba dos veces a verla, una por la mañana y otra por la tarde. Le preguntaba qué le había dicho el médico en la última visita, cómo estaban los análisis, si se tomaba las vitaminas, si andaba un poco como le habían recomendado,... Pero, sobre todo, la pregunta que más repetía:

   - "Bueno, ¿sabes ya si es niño o niña?".

   - "Papá, ya te dije esta mañana que no. Todavía es pronto".

   - "Perdona hija. Soy un viejo desmemoriado y dentro de un rato ya no me acordaré de lo que me has dicho. Pero yo creo que será un niño y que nacerá en Navidad".

   Su mayor ilusión era que el próximo nieto fuera un niño y que naciera en Navidad. Y la primera parte del deseo se cumplió en Septiembre cuando mi madre estaba en el sexto mes de gestación y una tarde, ya casi noche, se presentó en casa de mi abuelo acompañada de mi padre.

   - "Hoy ha podido verlo bien el médico con la ecografía y dice que es un niño".

   Mi abuelo se levantó como un resorte del sillón y entonces fue cuando mi madre volvió a ver en él algo que hacía muchos, muchos años que no veía pero que identificó de inmediato: su amplia y cálida sonrisa. Aquella que aprendió a reconocer de niña y que lo caracterizó en sus momentos de mayor ilusión: la que había visto cuando montaba el Belén o adornaba el Árbol, la que siempre aparecía mientras ella y sus hermanos corrían descalzos por la casa el día de Reyes. Después de tantos años había vuelto con él, y era la criatura que llevaba dentro la que había obrado el milagro.

   Desde aquel día mi abuelo acrecentó su ilusión y durante los tres últimos meses de embarazo iba  tres y cuatro veces diarias a ver a su hija. Hablaba del futuro nieto, de que él les ayudaría a criarlo, se quedaría con él cada vez que fuera necesario, lo llevaría y recogería del Colegio, jugaría con él para distraerlo, le ayudaría a hacer los deberes. Incluso decía que ya le había comprado varios juegos de construcción para cuando fuera más mayorcito.

   - "Ya lo creo, papá. Y seguro que ya estás jugando tú con esos juegos".
Él se reía y la abrazaba. Mis padres estaban doblemente contentos: por el nacimiento de su primer hijo y por el maravilloso cambio experimentado por su padre y suegro. Mis tíos también eran sumamente felices. Pese a no vivir junto a ellos, estaban perfectamente informados de la transformación de su padre y casi a diario lo llamaban por teléfono y hablaban con él. Ambos se preparaban para viajar y pasar juntos la Navidad y, si fuera posible, estar presentes cuando naciera el responsable de que su padre hubiera recuperado las ganas de vivir.

   Y el segundo deseo de mi abuelo también se cumplió. No nací en Nochebuena ni en Navidad, pero sí el 28 de diciembre, un día que a mi abuelo también le había hecho siempre mucha ilusión y en el que, en otro tiempo, disfrutaba gastando "inocentadas" a la familia y a sus amigos. Aquella Navidad, de nuevo volvió la alegría a su casa. Con el recién nacido apenas podían salir a la calle y esto hacía que estuvieran todos mucho más unidos. Mi abuelo se encargaba de entretener a los nietos, mientras los mayores charlaban o veían tranquilamente la televisión.

   Pasaron las fiestas y mis tíos se marcharon, pero mi abuelo no se entristeció. Se volcó en ayudar a mis padres en todos los cuidados que un recién nacido necesita. Aprendió a cambiar pañales, a preparar y dar biberones, a hacer los purés, hasta a bañarme... Lo que no había hecho de joven con sus hijos lo hizo ya de mayor conmigo. Me convertí en el centro y la razón de su vida y, según me dicen, yo supe corresponder al cariño que él me profesaba. Pasábamos mucho tiempo juntos y estábamos muy unidos. Él era mi mejor juguete y yo la mejor diversión del "niño grande" que había vuelto a ser mi abuelo.

   Y poco a poco, sin darnos cuenta, fueron pasando los meses y los años y llegó la hora de que Andresito (que así me pusieron) empezara a ir al Colegio. Y de nuevo mi abuelo cumplió lo que había prometido y se hizo cargo de llevarme y recogerme todos los días. Como es típico en las personas de esa edad, más de una hora antes de que yo saliera, ya estaba él en la puerta del Colegio esperándome.

 A menudo entablaba animada conversación con otros abuelos, padres o madres que también esperaban, y el corto trayecto desde el Colegio a la casa era aprovechado para que yo le contara todas esas pequeñas cosas cotidianas que los padres a veces no tienen tiempo de escuchar y que son motivo de gran interés para los abuelos.

   La vida transcurría de forma sencilla y apacible para mi abuelo y hasta tal punto volvió a recuperar la ilusión que una idea de otro tiempo muy lejano empezó a rondarle la cabeza. Los otros nietos ya eran un poco mayores, pero yo estaba en la edad ideal. Quería volver a vestirse de Rey Mago y entregarme los juguetes.

   Un día a principios de octubre, se lo dijo a su hija:

   - "¿Sabes qué me gustaría hacer la próxima Navidad?".

   - "Pues no tengo ni idea". ¿Qué es papá?".

   - "Me gustaría vestirme este año de Rey Mago y darle los juguetes a Andresito".
- "¡No me digas!. ¿Estarías dispuesto a volver a hacer eso?".

   - "¡Ya lo creo!. Es la mayor ilusión que tengo. Sabes lo que siempre han significado los Reyes para mí y que una de mis mayores ilusiones hubiera sido que realmente hubieran existido. Pero ya que esto no es posible, siempre he disfrutado intentando hacer creer que existen. Si me visto y Andresito cree que le está entregando los juguetes un Rey Mago, para él realmente existirán y yo seré inmensamente feliz contribuyendo a ello".

   - "Pues creo que has tenido una magnífica idea. Pero ahora tendrás que buscar un traje de Rey Mago".

   - "Eso no es problema. Aún tengo guardado y en perfecto estado el que usaba cuando vosotros erais pequeños".

   Mi abuelo sacó del armario su viejo traje de Rey Mago. Habían pasado muchos años y el tiempo lo había deslucido un poco. Pero él le dio unos retoques que lo dejaron de nuevo impecable, listo para ilusionar a su nieto. Estaban ya a mediados de octubre y con ilusión infantil iba contando los días que faltaban para hacer realidad su sueño.

   Con destreza y meticulosidad fue también alimentando y haciendo crecer en mí la llama de la ilusión. Cada día, cuando me llevaba o recogía del Colegio o cuando pasaba largas horas conmigo por las tardes, aprovechaba para contarme historias sobre los Reyes Magos y hacerme creer que, aunque casi nunca se ven, hay ocasiones en las que les gusta entregar personalmente los juguetes.

   - "Abuelo, ¿tú crees que este año veré a los Reyes cuando vengan a traerme los juguetes?".

   - "Pues yo creo que sí. Me da el corazón que este año vas a ver, por lo menos, a uno de ellos".

   - "A mí me gustaría que me los trajera Melchor".

   Mi abuelo temblaba de emoción al oírme. La historia se repetía: los Reyes Magos volvían a existir. Primero fue él quien les dio vida en su imaginación; después contribuyó a que sus hijos los hicieran revivir y ahora, junto a su nieto, volvía a sentir que estaban vivos. Su pequeño nieto iba a ver a uno de ellos con sus propios ojos.

   Desde aquel momento no tuvo más pensamiento que preparar los detalles para aquella mágica noche. A veces se daba cuenta de que yo me ponía tan nervioso con las cosas que me contaba, que tenía que parar un poco.

   - "Bueno Andresito", me decía, "vamos a dejar a los Reyes Magos tranquilos un ratito y vamos a jugar a otra cosa".

   Ya había hablado con mis padres y habían quedado en que esa noche dormiría en nuestra casa. Así no tendría que levantarse muy temprano para venir desde la suya, sino que se levantaría a una hora prudencial, se pondría el traje y me despertaría con cuidado para entregarme los juguetes mientras mi padre nos hacía fotos.

   Estábamos en vísperas de Navidad y mi abuelo ya tenía todos los detalles preparados. Pero surgió algo imprevisto. El día veintidós de diciembre, el día del Sorteo de Navidad, mi madre le dijo:

   - "Papá, por motivos de trabajo, Antonio tiene que ir a Madrid los días cuatro y cinco de enero. Es una reunión mitad de trabajo y mitad de ocio. La empresa quiere que los Directores de sucursal y sus familias se conozcan y que lleven a sus esposas. Así estaremos juntas mientras ellos trabajan y todas las parejas se reunirán en los almuerzos, cenas y otras actividades. Dicen que es una experiencia nueva que ya llevan tiempo haciendo algunas empresas para crear vínculos entre los empleados y aumentar su rendimiento".

   Pero mi abuelo no reparó en las consecuencias de aquello.

   - "Ah, pues está muy bien. Las empresas deben ponerse al día. ¡Ojalá en mis tiempos hubieran hecho lo mismo con tu madre y conmigo!".

   - "Sí, pero hay un problema papá. La reunión terminará con una cena el día cinco y no saldremos de vuelta hasta el día seis por la mañana. Es decir, que no estaremos aquí la Noche de Reyes. He hablado con mis hermanos para ver si alguno de ellos se podía quedar aquí contigo y con Andresito, pero ellos se tienen que marchar el día uno. Antonio ha preguntado a la empresa si nos podemos llevar al niño y le han dicho que sí".

   La expresión de mi abuelo cambió. Entonces comprendió que aquello significaba que no podría pasar con su nieto la Noche de Reyes.

   - "No por favor, hija. No me hagáis eso".

   - "Pero papá, es que las cosas han venido así. Tú todavía no te has recuperado de la caída y no estás en condiciones de hacerte cargo del niño. Lo aplazaremos hasta el año que viene".

   - "Pero es mi ilusión. Ya lo tengo todo preparado, y Andresito también está muy ilusionado pensando que este año los Reyes Magos le van a dar los juguetes. El año que viene no sé si estaré vivo".

   - "Nosotros también estábamos muy ilusionados, pero este año no va a poder ser. Es una responsabilidad demasiado grande para ti".

   Mi abuelo se sentó en un sillón con la mirada perdida. Su cara perdió la expresión de alegría y de nuevo apareció aquella sombra tenebrosa que tan malos recuerdos traía. Ya no dijo palabra alguna. Ni siquiera yo conseguí alegrarlo.

   - "Abuelo cuéntame alguna historia de los Reyes Magos".

   Me miró de forma inexpresiva, se levantó y se marchó sin decir nada. Nunca lo había visto así.

   - "¿Qué le pasa al abuelo, mamá?. Le he hablado y no me ha contestado".

   - "Es que está un poco enfermo. Le duele mucho la cabeza y la garganta".

   Llegó a su casa y se quedó mirando el traje de Rey Mago, que ya estaba planchado y extendido sobre su cama. Lo metió en un plástico, lo colgó en una percha y lo guardó en el armario. Después se sentó en el sillón con la mirada perdida. El teléfono sonó varias veces, pero él no lo cogió.

   Al día siguiente llegaron mis tíos. Mi madre los puso al corriente.

   - "En cuanto terminé de decirle que no podría pasar la Noche de Reyes con el niño, dio un cambio radical y se puso como estaba antes de que naciera Andresito".

   - "Pues tenemos que hacer algo", respondió mi tío. "En ese estado no vivirá mucho tiempo. Papá vive de ilusión y si lo privamos de eso que nos parece una tontería, le habremos quitado su principal razón para vivir".

   Entonces intervino mi otro tío:

   - "Nosotros no podemos quedarnos y vosotros tenéis que ir a ese viaje. Pero no veo razón por la que papá no pueda quedarse con Andresito. Tiene setenta y nueve años, pero físicamente está bastante bien y su cabeza funciona perfectamente. No es uno de esos viejos que ya no sabe lo que hace. Yo creo que si se les deja todo lo necesario pueden apañarse perfectamente los dos".

   - "Pero aún no está bien de la caída. La pierna derecha le falla. Di tú que se vuelve a caer y le pilla sólo con el niño. ¿Qué iban a hacer?".

   - "Podemos dejar a la señora que le hace las tareas de la casa a papá el encargo de que esté aquí todo el día si es preciso. Le pagaremos lo que sea entre los tres. Si ocurriera algo, ella sabría cómo actuar y os avisaría a vosotros".

   Mi madre se quedó pensativa, como dudando qué hacer. Entonces intervino de nuevo mi tío.

   - "De todas formas creo que Antonio y tú tenéis la última palabra. En definitiva es vuestro hijo el que se va a quedar con papá. Pensadlo y tomad una decisión, pero mi opinión es que debemos hacer lo que sea para que papá no vuelva a caer en ese penoso estado. Es difícil que ocurra dos veces el mismo milagro".

   Aquella noche mis padres estuvieron hablando largo rato sobre el problema.

   - "Creo que mis hermanos tiene razón", dijo mi madre. "Si dejamos que mi padre caiga de nuevo en la depresión, no vivirá mucho. Se alimenta de ilusión y ahora su único interés es ser el Rey Mago de su nieto".

   - "Yo también creo que tienen razón", dijo mi padre. "Si les dejamos todo preparado y le encargamos a la señora que le hace las tareas domésticas que esté pendiente de ellos esos dos días, creo que no habrá ningún problema".

   - "Me da un poco de miedo pero creo que no hay otra solución. Mañana se lo dirá a papá. Espero que no sea demasiado tarde".

   A la mañana siguiente llamó a mi abuelo por teléfono pero nadie respondió. Se arregló lo más rápido que pudo y corrió hacia su casa. Estaba deseando y temiendo llegar pues pensaba que podía haber pasado lo peor. Se reprochaba a sí misma no haberse decidido antes. Abrió con su propia llave y empezó a llamarlo.

   - "Papá, papá, ¿dónde estás?".

   Nadie contestó. Recorrió todas las habitaciones hasta por fin lo encontró sentado en su sillón favorito del salón.

   - "Oh, gracias a Dios que estás bien".

   El siguió con la vista hacia delante, la mirada perdida y el rostro inexpresivo. Parecía no haberse dado cuenta de que su hija estaba a su lado.

   - "De nuevo me has dado un buen susto, pero no importa. Vengo a decirte que he hablado con mis hermanos y con Antonio y hemos decidido que no nos llevaremos al niño. Te quedarás con él y pasareis juntos la Noche de Reyes".

   Mi abuelo volvió lentamente el rostro hacia mi madre y un esbozo de sonrisa apareció en su cara. Después se incorporó y la abrazó.

   - "Gracias hija. Serán los mejores Reyes de mi vida".

   Aquellas Navidades fueron muy buenas. Estuvimos todos juntos y mi abuelo derrochó alegría y buen humor: celebramos con gran alegría la cena de Nochebuena y el almuerzo del día de Navidad. Nos atragantamos con las uvas en Nochevieja y después de las doce campanadas organizamos una fiesta donde mi abuelo cantó y bailó haciendo las delicias de todos. Nos acostamos después de las cuatro de la madrugada. Al día siguiente nos levantamos muy tarde y después de comer, mis tíos y mis primos se marcharon a sus lugares de residencia. A mí me dio un poco de pena pero, por otro lado, estaba muy contento porque ya faltaba muy poco para el Día de Reyes y mi abuelo se encargaba de entusiasmarme cada día más. No sé quién estaba más ilusionado, si él o yo.

   La mañana del cuatro de enero, mi abuelo llegó muy pronto a casa. Yo hacía como que dormía, pero me estaba enterando de todo. Lo vi pasar por el pasillo, al lado de mi madre, camino del salón. En una mano traía un bolso con todas sus pertenencias y en la otra una gran bolsa de plástico. Oí la conversación que mantuvo con mi madre.

   - "Papá, ¿por qué vienes tan cargado si sólo vas a estar aquí dos días?".

   - "Hay que ser previsor y he traído todo lo que puede hacer falta en una urgencia".

   - "¿Y qué traes en esa bolsa tan grande?".

   - "¡Pues qué voy a traer!. ¡El traje!".

   "El traje", "¿el traje de qué?", pensaba yo al oír a mi abuelo. También oí cómo mi madre le daba las últimas indicaciones y le explicaba dónde estaba cada cosa.

   - "Vamos, daos prisa. Tenemos que coger el avión a las diez y se hace tarde", dijo mi padre.

   Terminaron de despedirse y después mis padres entraron en mi habitación y me dieron un beso. Cuando se cerró la puerta tras ellos, oí los pasos de mi abuelo que se dirigían a mi habitación. Se quedó parado en la puerta intentando acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Después, con cuidado de no hacer ruido, cogió una silla y se sentó junto a mí. En la oscuridad yo veía cómo me miraba fijamente y una dulce sonrisa iluminaba su cara. A su lado, mientras él creía que yo estaba dormido, me sentía muy a gusto y me quedé dormido de verdad.

   Aquellos dos días con mi abuelo fueron maravillosos. Con el paso de los años he comprendido que los abuelos tienen el tiempo y la paciencia que a los padres les falta. No paramos de hacer cosas agradables: jugar con los juegos de construcción, ver películas de dibujos animados,  salir al parque, ver tiendas de juguetes, hacer y colorear dibujos que después colocamos por toda la casa,... Mi madre no paraba de llamar por teléfono para saber cómo estábamos.

   - "Estamos perfectamente", le decía mi abuelo. "Quédate tranquila. Además, aquí está Doña María que se encarga de hacernos la comida y de todo lo que necesitamos".

   Por fin, la tarde del cinco de enero mi abuelo me dijo:

   - "Bueno, los Reyes ya están en la ciudad. He oído que han llegado esta mañana. Tenemos que arreglarnos para salir a ver la Cabalgata".

   El gran momento tantas veces anunciado por mi abuelo, había llegado. Los Reyes Magos, los auténticos, ya estaban aquí. Y uno de ellos vendría esa noche a traerme los juguetes.

   Disfruté como nunca con aquella Cabalgata. Mi abuelo no paraba de contarme detalles al paso de las carrozas y a mí se me ponían los vellos de punta pensando que dentro de unas horas uno de esos personajes estaría en mi casa, junto a mí. Terminaron de pasar los Reyes y volvimos a casa.

   - "Vamos a cenar antes de que se enfríe lo que nos ha preparado Doña María", dijo mi abuelo. "Tenemos que acostarnos temprano".

   Vimos un poco la tele y me acosté. Mi abuelo se sentó junto a mi cama y me contó una última historia. Se dio cuenta de que yo no tenía ninguna gana de dormirme.

   - "Bueno Andresito, me voy a mi cama porque si no me temo que no te vas a dormir".

   - "Quédate un ratito más. Cuéntame otra historia".

   - "No puede ser. Si no te duermes pronto, los Reyes no vendrán".

   - "Está bien. Me dormiré".

   - "Ya sabes que estoy en la habitación de al lado. Si necesitas algo, llámame. Duérmete y sueña con los regalos que te van a traer".

   Me dio un beso y se marchó. Desde el umbral de la puerta se volvió y me miró con una amplia sonrisa.

   - "¡Duérmete!".

   Yo estaba muy nervioso, pero al cabo de un rato me dormí. El que no se podía dormir era mi abuelo. Daba vueltas y más vueltas, escuchaba su pequeña radio intentando coger el sueño... Recordaba antiguas y lejanas Noches de Reyes, cuando mi madre y mis tíos eran pequeños y él se pasaba la noche preparando las sorpresas para cuando despertaran. Aunque su cuerpo era viejo y la pierna derecha le fallaba, en la habitación de al lado había un niño de cuatro años que esperaba a los Reyes Magos, y él iba a hacer realidad ese sueño.

   Después de más de una hora dando vueltas, por fin se durmió. Había puesto su despertador a las cinco, para levantarse y vestirse con tiempo y estar preparado cuando yo me despertara. En el armario estaban guardados los juguetes y el traje de Rey. Había dejado enchufada una pequeña lucecita que le permitía ver sin necesidad de encender la luz de la habitación, para no llamar mi atención. Había pensado en todos los detalles. Era la noche más hermosa y él no podía fallar.

   A las cinco en punto sonó el despertador. Estaba dormido profundamente y se sobresaltó un poco. Se levantó con cuidado para no hacer ruido. Notó que la pierna derecha le dolía, quizás una mala postura o la cama que era mucho más dura que la suya. Se dirigió despacio hacia el armario para sacar el traje y en ese momento la pierna derecha se dobló por completo y él cayó primero de rodillas y después sobre el lado derecho. Se dio un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido unos segundos. Cuando lo recobró, sintió que toda la pierna derecha le dolía, sobre todo la rodilla. Intentó ponerse de pie sin conseguirlo. A duras penas se arrastró hasta la cama y pudo tumbarse en ella. De nuevo intentó incorporarse, pero no podía. La pierna derecha debía estar dañada, no podía sostener el peso del cuerpo. Apenas apoyaba el pie en el suelo, un dolor insoportable salía de la rodilla y se extendía por toda la pierna. Hizo varios intentos pero todos fueron inútiles. Se dio por vencido y se tumbó en la cama. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Pensaba que era un viejo inútil que en el momento más inoportuno había metido la pata. Le había fallado a su nieto, no podía vestirse de Rey ni entregarle los juguetes.

   Esos pensamientos lo angustiaban. Miró el reloj: las seis y media. Pero de pronto, miró hacia el pasillo y vio luz. Parecía que la luz de mi habitación estaba encendida. Escuchó con atención, parecía que se oía hablar.

   - "Andresito ya se debe haber despertado", pensó.

   Lo raro era que no lo llamara. Siguió escuchando con atención, se oía mi voz, pero... ¡Había otra voz!. No entendía lo que decían, hablaban en voz baja, pero comprendió que yo estaba hablando con alguien. Se asustó. Intentó levantarse de nuevo, pero otra vez se cayó. Menos mal que esta vez fue a caer en la cama y no se hizo un daño mayor. El pánico lo invadió.

   - "¡Andresito!. ¡Andresito!".

   Nadie contestó. Mi abuelo gritó de nuevo.

   - "¡Andresito!".

   Por fin respondí.

   - "Abuelo estoy con el Rey. Me ha traído los juguetes".

   Me oyó perfectamente, pero me volvió a preguntar.

   - "¿Qué dices? ¿Con quién estás?".

   - "Con el Rey Mago. Me ha traído todo lo que le pedí. Ven a verlo".

   - "¡Ven aquí ahora mismo!", gritó con todas sus fuerzas.

   - "Espera un momento abuelo. Dice que se va a marchar. Ahora voy".

   Transcurrieron unos minutos que a mi abuelo se le hicieron eternos. La pierna le dolía cada vez más y no se podía mover de la cama. Por fin, escuchó unos pasos que se alejaban por el pasillo y la puerta de la casa que, primero, se abría y después se cerraba.

   - "¡Andresito, ven por favor!".

   - "Ya voy abuelo. El Rey ya se ha marchado".

   Al cabo de unos instantes aparecí yo. Estaba en pijama, con las zapatillas y llevaba en las manos el coche rojo que él mismo me había comprado.

   - "Mira lo que me ha traído el Rey. ¿Por qué no has venido a verlo?".

   - "Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién estaba en tu habitación?".

   - "Pues el Rey Mago. Ven a ver todo lo que me ha traído".

   - "Un momento Andresito. Abre ese armario".

   Lo abrí y mi abuelo se incorporó un poco sobre la cama.

   - "Está vacío, abuelo. No hay nada".

   - "Es verdad, no hay nada".

   Al mediodía llegaron mis padres. Me encontraron en mi cuarto rodeado de todos los juguetes que habían estado en el armario y a mi abuelo en la cama con la rodilla derecha rota. Nadie podía explicar lo que había pasado.

   Yo sólo recuerdo, entre nebulosas, que un Rey Mago me visitó aquella noche. No sé quién era. Sólo sé que me dio los juguetes y estuvo un rato hablando conmigo. También recuerdo sus últimas palabras:

   - "Espero que recuerdes esta noche toda tu vida. Cuéntaselo a tu abuelo, a él también le hará mucha ilusión".

   Mi abuelo ya no se recuperó de la caída. Murió quince días después. Pero en ese tiempo no se cansó de repetir que era el hombre más feliz del mundo porque ya sabía con certeza que los Reyes Magos existían. Mis padres decían que al final de su vida había perdido la cabeza. Era lógico que pensaran eso porque los dos únicos testigos de aquella historia éramos un viejo de casi ochenta años y un niño de cuatro. No obstante, mi madre siempre dio gracias a Dios por haberle dejado vivir su mejor Noche de Reyes.

 

                                                                     José Eloy del Río Bueno

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