Tierra de Levante y Mar de Poniente

 

  ESTAMPA INFANTIL                                    

"Quien no es capaz de amar sus recuerdos, no alcanzará nunca ser dueño de su destino" (leido por ahí...)


 

    En el rió Guadalete es pleamar. Se ha liberado la barra de arena para las “bacas” que ascienden raudas con las bodegas repletas de pescado y contrabando. Vienen “del moro”, pues aquí no se dice Marruecos, basta con el término anterior para designar esa mar y esa costa, providencial para estos pescadores levantinos afincados acá, en Puerto de Santa Maria. Traen naranjas de Larache, rojas como la sangre, pan blanco de Arcila, café de Ceuta y bagatelas tangerinas para la prole de críos exaltados por el griterío del vecindario que avista la llegada de los barcos desde las azoteas en las que aúllan los gatos intuyendo el festín anunciado. Estamos en España y corren tiempos de interminable posguerra. Comer es una gracia; comer manjares africanos es un don reservado a los  nautas. Cada arribada de los barcos es una fiesta que culmina y rige su particular calendario pescador.
La llegada a casa de estos héroes, hace a toda la familia ricos por un día, es una eclosión de alegrías y afectos. La narración de sus aventuras, mar adentro o en tierra de infieles, es el momento mas esperado por mi y también por las mujeres de la casa en torno a la mesa repleta pues ambos, las mujeres y los críos, estamos exentos de conocer ese otro lado abracadante: ¡El moro!, reservado a los hombres que salen a la mar. Solo los abuelos, patriarcas curtidos de sol y de sal, se atreven a restarle importancia a los eventos referidos y bromean con ellos, lo que a mi me parece irreverente pero callo, como corresponde a mi condición del mas pequeño de la casa. Mi padre huele a petróleo y pescado cuando me abraza pero para mi son como el aroma del ámbar o el almizcle y me duele su ausencia.
Luego, pasan unos días y la fiesta termina. Lo sé cuando una voz tremebunda suena a la puerta de casa, entrada la noche:" ¡Juanito! ¡Jaime! ¡Qué nos vamos!” El detestable Llamador, Antonino, no cesa de repetir la cantinela hasta que desde el interior apacible de las habitaciones le contesta alguno de los demandados, perros incluidos. Los pañuelos enormes, hechos de tela cuadriculada, anudados con cuatro picos, conteniendo las mudas de ropa de mahón, el tabaco, un par de botas enormes y poco más. Otra vez los besos y los abrazos; el aroma del café caliente que se esparce, las recomendaciones de cuidados y los temores de las mujeres que vuelven a quedarse solas, sin marido; ni solteras ni casadas. Cuando se han marchado los hombres, con un golpe seco del portón, al rato se oyen crepitar los motores de las barcas en el puerto y todo se termina con un ruido rítmico, descendente, que se aleja rió abajo hasta perderse. Ahora sólo queda el sueño. Sueño de una tierra, tantas veces referida de la que yo hago una tierra prometida y alimento con los relatos de mis próceres, tiñéndola con  imaginación y a sabiendas ya que mi Destino me conduciría a ese, para mi, fantástico país. Sabía que para descubrirlo sólo tenia que esperar pacientemente, mientras soñaba con los ojos abiertos. Y esperé…

           En la mar, 19 julio de 2007



D´Alacant

 

 

 

FOTOGRAFIA CALPINA

 

    En el extremo norte de un largo parque de palmeras que bordea el puerto de Alicante se ubica la Estación de ferrocarriles, de vía estrecha, que parten hacia los pueblitos y villas costeros, de hasta cerca del limite provincial de Valencia. Tan pronto el tren sale de los linderos de la ciudad el terreno se torna muy abrupto. Macizos imponentes de color ocre o amarillo, desprovistos de vegetación, que se precipitan al mar y dan lugar a calas, ensenadas y playas de singular belleza. El viaje es corto; Calpe se descubre inesperadamente, a la salida de uno de esos túneles que jalonan la ruta, tras bordear el barranco llamado “El enmascarado” el tren se detiene en la falda de Oltá, una montaña cuadrada  que se alza al poniente. Todavía desde la estación, los pasajeros han de bajar un tramo por un camino pedregoso que conduce a la entrada de la villa que se asienta sobre una colina suave y tiene el aspecto de las medinas árabes de antaño; no lejos, hacia levante, el mar; de él surge, presidiéndolo todo, El Peñón de Ifach, emblema inequívoco de Calpe y sus gentes. A los pies de este, abrigándolo, el pequeño puerto pesquero. En su conjunto, la comarca aquí da lugar aun paraje semicircular, una cala enorme rodeada de montañas salvo por su parte norte, en dirección a Benisa, siguiendo la costa, en que el terreno se hace más suave y amable. Hay algo en esta construcción de la naturaleza, del paisaje calpino, que evoca lo recóndito y aislado; lo apartado y lo inalcanzable; y de tal manera es así que diríase que se quiere así mismo singular, y se esfuerza en ello animado por esta geografía que se levanta como una fortaleza abocada al mar.
La escasa tierra de labranza está en las faldas de los montes y es poco agradecida; un sistema agrícola de “bancals” –escalones- del tiempo de los moros o quizás antes, muy laborioso, da algún producto hortícola, diminuto y rico de sabor pero insuficiente siempre para cubrir las necesidades de la población; luego almendros, higueras, algún bellotero y poco más; lentiscos y matorrales donde anidan los conejos y las comadrejas y sobrevuelan aves que viven en las alturas próximas.
La tierra se reparte, entre el vecindario, en forma de minifundios. Cada familia suele tener su trozo o su parcela, con su casa o habitáculo sito en ella, en donde se hospeda la familia el tiempo corto de labranza o recolecta de sus cosechas que faenan ellos mismos. La mar, que tampoco fue nunca muy generosa en sus pesquerías, aporta el resto de recursos alimenticios para la austera población calpina. Por tanto sus naturales alternan los oficios de labriego y pescador en muchos casos. La mayoría son propietarios del terruño y la barca, y lucen con orgullo su condición de autónomos; está mal visto, se considera desgracia trabajar para otros…
Las familias calpinas son muy cohesionadas y se proyectan y alargan, como en círculos concéntricos o tangenciales, según que casos, que giran alrededor de la memoria de algún vetusto Patriarca que las fundó y prolongó, cuya epopeya se conserva en la tradición oral y alcanza el ámbito de lo local y familiar. Esta estructuración social, que recuerda a la antigua forma tribal, es algo endogámica y patriarcal. Su eje económico, los medios de producción, suelen estar en manos del Jefe de familia que vela por los intereses de todos y luego lega hacienda en sus hijos que le suceden en el cargo. Cada grupo de familias recibe su nombre o apodo que las distingue de las otras y cuentan con sus rasgos psicológicos específicos que se les atribuyen, su historia particular y su lugar en la jerarquía social que todos observan. A continuación, proyectándose lo mentado, viene, como un diagrama de la villa, las crónicas sociales donde se recogen, en un rico entramado, los sucesos y relaciones  de estos grupos familiares, entre ellos, sus enemistades recalcitrantes, sus pleitos, sus “vendetas” y también sus pactos, matrimonios y hasta crímenes habidos. Todo parece, increíblemente consignado y detallado, como en un Cuaderno de Bitácoras que maneja, comenta y enriquece cada poblador, según puede comprobarse en estas crónicas orales.
El segmento de población foránea es siempre aquí poco numeroso y de no fácil integración con los autóctonos, muy refractarios hacia todo lo que viene de fuera, personas incluidas. Por su geografía, su carácter (sobrio como su paisaje) y su historia, la villa de Calpe se permite durante mucho tiempo, disfrutar o padecer un, hasta cierto punto, mundillo propio. Intocados e intocables por otras gentes y culturas, incluso similares y próximas se perpetúan idénticos así mismos por un tramo largo de tiempo.
Desde luego, este Calpe que trato de trazar con letras hoy, se corresponden a un tiempo situado a menos de la primera mitad del siglo veinte. Y puede resultar como una de esas fotografías familiares de color sepia que algunos guardan celosamente para que duerman en un Álbum casero, un tanto olvidadas pero rescatadas en momentos puntuales a modo de rito y de raíz.

 

    En la mar,  Agosto de  2007

 

                                                                         D´Alacant

                   

      
      

                          ZILIS, JULIA CONTANCIA, ASILAH, ARCILA.

                                              “… y es que se ama a una ciudad cuando se ama a uno solo de                                                    sus habitantes.”( Lawrence Durrell)

    Blanca de cal, verde de eucaliptos con algún toque ocre de los acantilados meridionales, habitados por palomas. Asomada al océano de los atlantes, por su ancha playa mirando al poniente. El minarete, el campanario o la almena lusa, destacan por igual en su paisaje urbano y ya insinúan algo acerca de esta ciudadela, vetusta y novísima a la vez que se extiende al sur del río Tahaddart, no lejos de Tánger, equidistante casi, con Larache. Fundada y refundada tantas veces por unos y otros, su origen se pierde en la noche de los siglos.
     Hoy es una urbe moderna, animosa, viva, engalanada, que acoge a esa última forma de invasión llamada turismo que la ha hecho suya sin dejar de ser ella misma. No es la primera vez que Asilah ejerce su seducción sempiterna sobre propios y extraños; los fenicios ya se prendaron de ella; ídem los cartagineses; los romanos que estuvieron en todas partes, árabes imparables, luego acogió moriscos en su diáspora, los lusitanos la disputaron también; Sebastián de Portugal, ese ventiañero coronado, la visitó camino de su martirio en la batalla de los Tres Reyes; después El Raisuni, héroe o villano, según para quien, la hizo su sede y plantó en ella sus palacios que permanecen aún.
     Alguno de sus hijos fueron ministros del Reino. Las huellas de estos hombres, pueblos y culturas, claman en su arquitectura; en su medina pulcra, recoleta, o sus castillos artillados, sus madrazas coránicas; un zoco con aroma a hierbabuena; en la brisa de algas que sube del mar cada tarde, acompañando a los pescadores en su vuelta a casa; acaso, por último, clama en el carácter de sus naturales, cosmopolitas; carácter que tanto recuerda al de los andaluces del otro lado del Estrecho, a sus pueblos blancos; andaluces que ahora la visitan numerosos y se afincan por doquier allí, no lejos de casa.

  
     Río Martín, septiembre de 2009.

                                                                         D´Alacant



  
     
                                          LARAICH, LARACHE


    En la ribera norte del río Lucus aún permanecen los restos del Lixus fenicio tostados por el sol de los milenios; en la ribera sur, allí donde los ejércitos árabes plantaron sus campamentos de asedio, en el siglo VIII, dio lugar al nacimiento de la ciudad. Encaramada en los suaves acantilados ya se va configurando la urbe, con su barrio pescador tintado en azules mirando hacia el puerto, atestado de barcos, artes y enseres desparramados por la explanada arenosa en la que faenan rederos, marineros, porteadores, pescaderos. Un gentío afanoso de labradores del mar.
    
    Viniendo por la carretera de Tánger y tras ascender una suave colina ya urbanizada, hay que desviarse, ligeramente, a la derecha y continuar recto hasta darse con la antigua plaza de España, hoy de la Libertad, que antecede a la balconada que asoma la ciudadela al Atlántico, resguardada por punta Nador, al sur, con su faro encalado en blanco.

     Larache, codiciada por los monarcas españoles y lusitanos, defendida por los lugareños, su historia es convulsa. El esperpéntico Príncipe Ali Bey, Domingo Badía, fue aquí embarcado-expulsado, rumbo a su país, tras sus largos periplos marroquíes que ilustraron libros. La ocupación española hizo de ella Comandancia y tras la definitiva independencia de 1956 se convirtió en capital de provincia. En Larache reposa, voluntariamente, Jean Genet, dramaturgo y escritor universal, que la habitó en sus días postreros. Larache les albergó a todos, venidos de todas partes, como hoy lo sigue haciendo con quien a ella arriba.

    Río Martín, septiembre de 2009.

                                                                              D'Alacant



       

                                                     CEUTA-1966-

                                                      “No conozco castigo mayor que volver a los lugares                                                                      donde se ha sido feliz.” Albert Camus.

   

     Ciudad meca de la pesca y el cabotaje; mástiles que apuntan al cielo en el puerto repleto de barcos muestran pabellones exóticos y prometen rutas indecibles: Itacas a precio de saldo. Kavafis espera, escribiendo mentiras bellas en su Alejandría tres cabos más allá; más acá, en Oran, guitarras españolas, tocadas por manos morenas, resuenan en la música raï. Los ojos azabaches de una morisca nos miran al pasar con los labios abiertos... Esta noche a las doce, se rumorea en el “Marrajito”, zarpa una lancha rápida para Gibraltar; porta esperanzas feroces y contrabando a la par; se busca a un Ulises caballa que la patronee.
     Al buque-correo ruso, que atraca en España por vez primera, las autoridades, le han puesto guardias civiles y luces rojas en su muelle   pero nadie resiste la tentación y se acercan abigarrado público a ver a los demonios rubios con los ojos azules y la piel muy blanca. Lugareños, pescadores de caña, en el muelle  Cañonero Dato se hacen sitio entre los pescadores de verdad al atardecer. Broncas por un noray. Insultos trilingües. Portuarios uniformados con ínfulas de general ponen orden en las numerosas reyertas de diferentes tribus pescadoras entre pactos que se hacen y deshacen en ratos  en las cantinas del puerto.
    En el barrio de “Las Latas” hay queso de bola holandés, latas rojas de “Gravena” y pastillas de jabón “Lux” a precios increíbles; manjares y lujos impensables en los lugares de origen de estos nautas que regresan cargados a bordo mostrando su botín de bagatelas y chuchearías que ofrendaran a su familia al regreso a casa. Hoy, por primera vez, se han subido a un “Mercedes”. En un taxi de ricos han paseado la ciudad fanfarrones y chulos, silbando a las mozas. “Almenta”, no lejos del puerto, vende tabaco y cariocas cocinados en su concha para acompañar cervezas espumeantes que borran malos tragos.
    En el mercado central, hoy sirven en “La Fuentecita” corazones de pollo, con especias moras y tinto valenciano con su toque dulzón; más arriba, por la calle Real, pasteles en La Campana meriendan señoras encopetadas con el pelo plateado y un broche dorado en la solapa de su abrigo beig, sentadas junto a sus maridos que de impecable uniforme, rememoran viejas glorias que no tienen a quien contar y referir ya. Té en el Príncipe por la tarde, chumberas entre muros y champaña en Hadú para los más avezados entrada ya la noche; un grumete ha fumado kifi por vez primera y se ha quedado dormido en una casapuerta con macetas y flores. Amores de alquiler; el alba se precipita y enseguida ginebra que aclare el paladar en las proximidades del puerto pesquero, antes de regresar a bordo para culminar la densa jornada de unos marineros que pisan  tierra y se enamoran pero no saben de qué o quien.  Todos los pescadores venidos de mi tierra proclaman tener una novia en Ceuta sin saber que la verdadera novia es la ciudad y las otras solo son sus artimañas.
    Hoy, rica, cruel y artificiosa, despojada de su belleza de antaño, rodeada de vallas; amedrentada por una suerte incierta, nosotros, con el paso cortado por la ira hacia cualquier forma de nostalgia, alborotamos en el actual escenario ¿banquete, entierro? en donde exigimos vela y lugar. Nuestro emblema es el azul de mahón; nuestro oropel unas botas de agua y la dignidad intacta. Sobrados de orgullo, decimos: “¡Nosotros también fuimos  a Ceuta!”  Ni siquiera sus hijos más legítimos pueden disputarnos nuestro lugar y tapar nuestra boca, nuestra voz desgañitada; viudos de unas bodas, sin cura, clandestinas, que nunca se celebraron a la luz del día; agoreros inoportunos; aguafiestas de una modernidad bárbara, perniciosa y fea,  pasamos desapercibidos hoy entre las nuevas dinastías que  ignoran que esa Ceuta existió y nosotros, venidos del Levante, fuimos su sal y algo de su alma...

     
     En la mar, 20 de septiembre de 2011

                                                                       D'Alacant

              
   

    

                                               ALTAMAR -desde el puente de gobierno-

                                                   “¿Quien te hizo marinero siendo tu padre pastor?¿La                                                      avaricia del dinero hace al hombre pescador?”(Dicho popular)

 

     En los trópicos, de madrugada ya y no cesa el calor que cae de la bóveda del cielo negra y gris en la que puntean plateados los astros. Duermen los alisios que traían del norte bocanadas de aire fresco. Por todo horizonte una línea circular, imperceptible, en donde empieza y termina la mar resplandeciente, densa. La costa, en la lejanía,  solo puede adivinarse, escondiendo peligros silenciosos, mudos. No se otean los faros, ningún buque en cercanía. La vista se pasea incansable por el vasto paisaje sin encontrar un asidero a donde agarrarse. Percepción de enormidad y libertad al mismo tiempo. Silencio roto por el constante crepitar de las maquinas; vibración, ruido, forcejeo. Balance intermitente, cansino, del buque que embiste la marea, escorado ligeramente a estribor, jalando de sus aparejos, como un animal de tiro a punto de desplomarse. A popa los cables de tracción tensos como las cuerdas de un laúd arrastran las artes mortíferas, cegadoras de vida ¿pescar es aniquilar?

     En el interior del puente luz de penumbra. Aromas esparcidos de café y tabaco. Ligero desorden en el cuarto de derrota; cartas de navegación, diarios, almanaques, cuadernos de bitácora; utensilios náuticos. La fotografía enorme, descolorida, muestra un desnudo de mujer. Las butacas trincadas al piso. Tintineo monótono de la brújula corrigiendo incansable su rumbo que le escapa. Pantallas que muestran letras y cifras que nadie parece mirar. El radar dibuja-desdibuja, una y otra vez, la costa en verde luminoso sobre negro. La sonda pinta perfiles coloreados del fondo que discurre a centenares de metros bajo la quilla. El equipo de radio habla en la lengua de Shakespeare. Y las horas pasando, siempre tan lejos de casa.


     Altamar, una jornada cualquiera. 2001.

                                                                         DÀlacant
 




        
                                                               ABUELOS


     Con esta palabra se nombra en la lengua de Castilla al padre de tu padre o de tu madre pero un Abuelo, en el brillante ejercicio de su cargo, es bastante más…

     Un Abuelo es como un faro de luz centelleante y tornasolada que orienta la ruta familiar desde su experiencia indiscutible.

     Un Abuelo es como un Capitán de barco, demasiado viejo ya para navegar y que como farero nutre sus nostalgias saladas. Restos, rasgos de su antiguo oficio podrían ser esa Autoridad y Jerarquía que respiran; una autoridad traicionada por su propia ternura y una jerarquía solo del espíritu que le es inherente.

     Un Abuelo es, para terminar, el primero y mejor Maestro que el nieto admite y busca porque su pedagogía llega envuelta en amor.

     Siempre ha llamado mi atención la relación especial que suele establecerse entre estos dos infantes: abuelos y nietos. Su facilidad para compartir secretos y complicidades al margen de la prole: un vínculo que solo se da entre iguales.

     Me dicen que en España ya no existen los Abuelos ¿Será cierto? O al menos que no ejercen como tales. A veces me han referido historias muy tristes de la ausencia de esta figura y de este faro que me niego a aceptar. En todo caso Ellos habrán cambiado de forma y de expresión, pero estoy seguro que siguen ejerciendo su función sagrada donde les hayan arrinconado.

     Confieso haber oteado yo mismo el horizonte en su busca y descubierto alguno en lugares insospechados. Es cierto que tienen otro aspecto y hablan otra lengua; que les encuentro raros, desposeídos de sus atributos ancestrales pero son Ellos…

     Tu abuelo Joaquín fue tu Maestro primero y hasta mi mismo alcanzaron sus enseñanzas… Con esto se comprueba la fuerza y eficacia de su pedagogía. Mi abuelo Vicente no me enseñó a leer; no creo que él supiera hacerlo. Me regalaba siempre almendras, que es un fruto seco y amargo… De mayor descubrí su simbolismo. Es el amargor de las almendras lo que mejor prepara al paladar para los sabores más dulces…

    ¡Qué el Misericordioso les bendiga allí donde estén!


           Rió Martil, Marruecos. 2010

                                                                D’Alacant.

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