VIAJERO AL AYER
  

- Presentación y carta a Manolo - El Narci, un niño diferente - La primera bicicleta del barrio -

  


   
     Pepe me remitió una carta en la que me decía que le costaba trabajo recordar su infancia; pero al final apuntaba:   En fin, seguiré descubriendo con cariño y emoción esa niñez perdida." Y fue prominitorio su frase, porque al día siguiente, recibí su primer escrito de su olvidada infancia. Principiaba a afectarle el síndrome de la "Nostalgia" de "ceutaenelcorazón" -nuestraWeb-; de tal manera que no me quedó más remedio que construirle su propía página, donde irá exponiendo -como un ceutacorazoncense más-, las vivencias acaecidas en su niñez...
     Y a nosotros, solamente nos queda darte la enhorabuena por subir a bordo de nuestro buque, y convivir con todos los tripulantes una nueva aventura; la aventura de dejar escrito sobre unas cuartillas los hermosos recuerdos que guardabas en el alma...¡¡¡Pi... pi,pi,pi, Pi....¡¡¡ -silbato de ordenes que da el cuerpo de guardia en el portalón-: nuevo tripulante a bordo... Y desde todos los rincones del buque se grita: ¡¡¡Hurra por Pepe Sevilla...!!!

He ahí su carta:

Hola Manolo:
Sí que recibí el otro correo y ya he visto las fotos con los dos muchachos de la Puntilla, jajaja...
Manolo, estoy leyendo el libro y he de confesarte que estoy muy sorprendido por la capacidad que tienes para recordar todo con ese nivel de detalles, es admirable. Yo me pongo a pensar en mi niñez y no soy capaz de vislumbrar más allá de algunos pasajes sueltos. Siento envidia sana a la vez que preocupación, ¿por qué no puedo recordar casi nada de aquellos años?
Es genial, Manolo, como rememoras esa infancia. Por ejemplo, cuando hablas de las naranjas de cañadú. Te confieso que no pude evitar reírme a carcajadas limpias solo en casa.
Hay muchos pasajes de esa infancia tuya que desconocía. No sabía, por ejemplo, la etapa de Santa Pola. Ni siquiera sabía que tuvieses ascendientes valencianos.
En fin, seguiré descubriendo con cariño y emoción esa niñez perdida.

Un fuerte abrazo, amigo poeta.

Pepe Sevilla.


  <---Volver arriba



     
                                 “EL NARCI”, UN NIÑO DIFERENTE…


      
     Narciso Domínguez Polonio, “El Narci” era un niño único y sus ideas, a la hora de concebir el juego, siempre estaban un poco más allá de lo que para el resto de los niños del barrio suponía no traspasar la barrera de lo normal. Tenía espíritu de líder travieso y siempre se le estaban ocurriendo cosas que se salían de lo normal, siempre estaba inventado, ideando fechorías.
    Aquella tarde de primavera estábamos jugando por la zona de los gallineros; mi hermano Antonio, Él, un servidor y no recuerdo quién más.  Nos entreteníamos con nuestras “lastiqueras” (tirachinas)  dedicándonos a dar chinazos, a diestro y siniestro, a todo aquello que se movía, y también a lo que no se movía. Pero se conoce que el juego al Narci no le divertía mucho porque, de repente se dirigió a todos y nos dijo: «A que no tenéis “güevos”» de subir a la piscina a pegarle una pedrada a los cristales de la Residencia”.
    Pues nada, allá que fuimos todos los niños detrás del Narci. Subimos al monte por la pequeña vereda que partía junto a la tienda de Francisca, cruzamos la alambrada de espinos que separaba la zona prohibida de la permitida e iniciamos el ascenso trepando por la pendiente del monte hasta el mismo borde del muro de la piscina. Allí, escondidos  entre los cipreses que formaban la línea de separación entre el monte y la Residencia y, justo cuando comenzaba a oscurecer, Él, El Narci, nos dijo: ¿”Veis aquella ventana, la segunda de la derecha que está iluminada”? (Eran una bonitas ventanas, altas, esbeltas, compuestas a base de un mosaico  de pequeños cristales y rematadas en un arco de medio punto). Todos asentimos. “A esa es a la que tenemos que darle”, nos dijo, y sin más, se dirigió a mí y me ordenó: “Pepe, tu eres el primero”. Sin tiempo para pensarlo, saqué uno de las chinas que llevaba en el bolsillo del pantalón corto, armé la “lastiquera”, tensé las gomas, apunté a la ventana y disparé con el corazón en un puño. Agazapados todos y protegidos por la oscuridad de la noche, dirigimos las miradas a la ventana iluminada esperando el resultado. Tras un rato de tensa espera, ¡nada, no pasó nada!, por lo que al instante volvió a ordenar: “Tu, Antonio”, le dijo a mi hermano, “te toca a ti”. Antonio realizó la misma operación que yo con el mismo éxito. Entonces, Él, El Narci, adoptando esa mirada de niño travieso que le caracterizaba,  armó su “lastiquera” con una enorme, redonda y reluciente china blanca y, dirigiendo esa pérfida mirada hacia la ventana, disparó su arma. Esta vez sí, el impacto fue terrorífico; la ventana saltó hecha añicos y fue tan estruendoso el ruido producido por el estallido de los cristales que, presas del pánico, salimos todos corriendo pendiente abajo, rodando y dando vueltas con nuestros cuerpos hasta casi quedar atrapados al final  entre la alambrada de espinos. Traspasada esta, continuamos nuestra huída en tropel, cada uno por un lado, amparados por la oscuridad de la noche. Cuando llegué al portal de mi casa, subí los escalones que me separaban de la segunda planta de dos en dos,  entré en la misma, me encerré en mi cuarto, me metí debajo de la cama y ahí me quedé asustado como nunca antes lo había estado.
    Ni que decir tiene que la repercusión de la gamberrada fue tremenda y trascendió más allá de nuestro barrio. Una vez pasado el susto y, cuando volví a salir a la calle (estuve dos días sin salir de casa), me contaron que hasta la guardia civil había estado en el barrio practicando indagaciones. Por lo visto, la ventana contra la que impactó la china del Narci, correspondía al comedor de la Residencia y, en el momento del incidente, se encontraba repleto de comensales. Por lo que contaron, se llevaron un susto de muerte.
    Afortunadamente aquello quedó entre nosotros y nuestros padres jamás llegaron a enterarse de la gamberrada, sino, ¡uf!, sólo de pensarlo me pongo a temblar…
Pues eso fue lo que aconteció aquel día con el Narci y sus diabluras. Todavía hoy en día, cuando rememoro aquella escena y  me acuerdo de lo que podía haber ocurrido si se hubiese enterado mi padre, me dan auténticos escalofríos, jajaja…

    Ceuta, primavera de 2011

                                                 Pepe Sevilla Gómez


  <---Volver arriba



                                                                               

      
      
                                          LA PRIMERA BICICLETA DEL BARRIO

   
    Pequeñita -no levantaría más de 30 o 40 centímetros del suelo-, sin marca, sin guardabarros, sin frenos, de  color verde oscuro y de un aspecto entre vetusto y añejo. Así era la primera bici  que recuerdo en el barrio. Sí, era muy antigua,  pero estaba poseída de ese don mágico de hacer soñar y despertar las ilusiones de todos los chiquillos del barrio.
    Sus  propietarios eran los hermanos Mesa: Manolín y Santiago Mesa. Vivían en la vivienda nº 1 del bloque 3º. Manolín, el mayor de los dos, la utilizaba poco; era el más pequeño, Santiago -también conocido como “El Santi” o “El Ti”-, el que más uso le daba. Se le podía ver por las tardes, después del colegio, como se paseaba con su bici por los pabellones entre la envidia y miradas de asombro del resto de los niños. “Santi, ¿me dejas una vuelta?”, era la frase que más se oía entre la chiquillería. Y Santi siempre respondía lo mismo: ¡Noo! ¡Noo! ¡Noo!... ¡Joder, qué duro era el "Ti”!
    Pero los niños no desistíamos en nuestro empeño y utilizando el ingenio -otra cosa no teníamos pero eso sí- conseguimos encontrar la forma para que el Santi accediera a nuestros deseos.
    El "Ti”, que ya entonces apuntaba buenas maneras de futuro “bróker de las finanzas”, se avenía a razones cuando, a cambio de una vueltecita en la bici, le ofrecíamos algunas de las monedas al uso por entonces. No recuerdo si era “La Chica” (5 céntimos), “La Gorda” (10 céntimos), los Dos Reales -50 céntimos, con el agujero en el centro- o La Peseta. Alguna de ellas era la que aceptaba como moneda de cambio por prestarnos la bici. 
    Qué ilusión, qué felicidad poder subirte y pedalear por todo el barrio en esa pequeña y desvencijada bicicleta. Era como hacer realidad un sueño. Pero lo era aún más cuando, en un alarde de generosidad, “El Ti” te autorizaba a salir del circuito que conformaba el perímetro alrededor de los pabellones,  y te dejaba subir, ¡nada más y nada menos que la carretera de la hípica!, para, una vez arriba, dejarte caer a toda velocidad hasta llegar, por la propia inercia del descenso, hasta las mismas puertas de entrada al muelle de la Puntilla. ¡Qué felicidad! ¡Qué gozo! ¡Qué sensación de libertad sentías cuando notabas en el descenso la frescura  del aire golpeándote  en el rostro! Ciertamente era una experiencia extraordinaria.
     En realidad esta historia la tenía que haber llamado "Las primeras bicicletas del barrio", en plural, porque, en el fondo,  los hermanos Mesa eran unos niños afortunados.
    No recuerdo el tiempo que pasó hasta que sus padres decidieron jubilar definitivamente la pequeña bicicleta y sustituirla por otra nueva; pero en cambio  sí que recuerdo perfectamente  el día en que se la llevaron a su casa -es una de esas imágenes que se te quedan grabadas en la memoria de forma imperecedera-. Llegó en un camión del comercio que, por entonces, era el único que suministra bicicletas en Ceuta: Comercial Molina era su nombre, y estaba ubicado en la esquina del edificio, entre El paseo del Revellín y la calle Méndez Núñez -posteriormente se denominó Bazar Tokio, y en la actualidad creo que su nombre es Stradivarius-. Dos operarios la bajaron del camión y la depositaron junto a la casa del Ti. Cuando le quitaron el embalaje de cartón que la cubría apareció ante los rostros atónitos  de los chiquillos, una preciosa y reluciente bicicleta roja. Era de un tamaño mediano, no muy grande pero tampoco pequeña, y esta sí que tenía guardabarros y frenos; éstos últimos de varillas de metal cromado reluciente; y marca, también tenía marca: “Súper Cid” era el nombre comercial del modelo, nombre éste que jamás olvidaría por motivos que quizás en otra ocasión me atreva a contar.
   Todos los niños allí presentes, en silencio y con la boca abierta de admiración, asistimos al ceremonial de presenciar como el "Ti” tomaba posesión de aquella flamante bicicleta.
    No debería haber más de 15 metros de distancia entre la puerta de su casa y la verja de madera de la entrada al huerto de Ramona, todo ello dentro del recinto interior que denominábamos “La Terraza”. Así fue como “El Ti” estrenó su bici: desde su casa a la puerta de Ramona y vuelta, una y otra vez, cien y doscientas veces, toda la tarde, el día siguiente, y el otro, y el otro… No sé cuánto tiempo estuvo sin salir de ese angosto circuito que conformaba la terraza. Y los niños allí, todos sentaditos  en el poyete que separaba la terraza del exterior,  girando la cabeza de un lado  a otro, como si de un partido de tenis se tratara, presenciando como “El Ti” daba una vuelta a la terraza y otra, y otra, y otra…
     Aquella bici la cuidó el "Ti” como una joya, y ni las más generosas ofertas sirvieron para que nos la dejase probar. Aquello era como un sueño imposible. Los niños de por entonces a lo máximo que podíamos llegar era a soñar despiertos y lo hacíamos cuando, en circunstancias muy excepcionales, nuestros padres tenían que desplazarse a Ceuta -al centro- por algún motivo y nos llevaban con ellos. Nos montaban en “La Camioneta”, y una vez allí, si teníamos la suerte de pasar por la tienda de Molina, podíamos presenciar, a través del gran escaparate  de la esquina de la tienda, las bicicletas colgadas del techo a modo de exposición. Las había de todos los colores y tamaños: azules, rojas, verdes... Pegaba mi rostro al cristal del escaparate para poder verlas bien y recuerdo perfectamente esa sensación de entre frío y humedad que el mismo me producía en la cara. No había quién me despegara del escaparate, podía pasarme horas enteras contemplando las bicicletas y viajando con la imaginación, hasta que mi padre o mi madre terminaban cogiéndome del brazo y diciéndome aquello de: "niño, vámonos ya".
   El "Ti” fue un niño excepcional en el barrio. Melancólico a veces, místico otras y siempre enamoradizo y apasionado. Pero sobre todo, Santi era un niño muy inteligente. Un niño que marcaba las distancias, un niño que destacaba por encima de los demás.
    Se enamoró perdidamente de una niña del colegio de Villa Jovita -¿qué edad podíamos tener, 8, 10, 12 añitos?, no lo sé- , y todas las tardes, cuando volvía del mismo, nos hablaba de ella y nos contaba historias apasionadas que solo tenían cabida en su privilegiada mente. El nombre de la chiquilla era un secreto, y en su celo por no compartirla con nadie, llegó a inventarse una especie de idioma secreto que utilizaba para escribir su nombre en clave en las paredes pintadas de cal de los pabellones: “TiAn”, TiGe”, “TiLí”. Ese era el nombre en clave de la niña, y así aparecía grabado  por todas las paredes del bloque tercero de los pabellones, utilizando para ello puntas de piedras o de cristal a modo de punzón. Su nombre era Angeli y él le anteponía su sobrenombre a modo de prefijo: “Ti”.  TiAn, TiGe, TiLí.
    ¡Qué recuerdos! ¡Qué tiempos aquellos!
    Un abrazo para todos y en especial para el "Ti", mi inseparable, admirado y querido amigo de la infancia.   

      Ceuta, otoño de 2011
          
                                                       Pepe Sevilla -“El niño Roque”-

 
  <---Volver arriba
  
<---Volver a la página principal