LA PRIMERA BICICLETA DEL BARRIO
Pequeñita -no levantaría más de 30 o 40 centímetros del suelo-, sin marca, sin guardabarros, sin frenos, de color verde oscuro y de un aspecto entre vetusto y añejo. Así era la primera bici que recuerdo en el barrio. Sí, era muy antigua, pero estaba poseída de ese don mágico de hacer soñar y despertar las ilusiones de todos los chiquillos del barrio.
Sus propietarios eran los hermanos Mesa: Manolín y Santiago Mesa. Vivían en la vivienda nº 1 del bloque 3º. Manolín, el mayor de los dos, la utilizaba poco; era el más pequeño, Santiago -también conocido como “El Santi” o “El Ti”-, el que más uso le daba. Se le podía ver por las tardes, después del colegio, como se paseaba con su bici por los pabellones entre la envidia y miradas de asombro del resto de los niños. “Santi, ¿me dejas una vuelta?”, era la frase que más se oía entre la chiquillería. Y Santi siempre respondía lo mismo: ¡Noo! ¡Noo! ¡Noo!... ¡Joder, qué duro era el "Ti”!
Pero los niños no desistíamos en nuestro empeño y utilizando el ingenio -otra cosa no teníamos pero eso sí- conseguimos encontrar la forma para que el Santi accediera a nuestros deseos.
El "Ti”, que ya entonces apuntaba buenas maneras de futuro “bróker de las finanzas”, se avenía a razones cuando, a cambio de una vueltecita en la bici, le ofrecíamos algunas de las monedas al uso por entonces. No recuerdo si era “La Chica” (5 céntimos), “La Gorda” (10 céntimos), los Dos Reales -50 céntimos, con el agujero en el centro- o La Peseta. Alguna de ellas era la que aceptaba como moneda de cambio por prestarnos la bici.
Qué ilusión, qué felicidad poder subirte y pedalear por todo el barrio en esa pequeña y desvencijada bicicleta. Era como hacer realidad un sueño. Pero lo era aún más cuando, en un alarde de generosidad, “El Ti” te autorizaba a salir del circuito que conformaba el perímetro alrededor de los pabellones, y te dejaba subir, ¡nada más y nada menos que la carretera de la hípica!, para, una vez arriba, dejarte caer a toda velocidad hasta llegar, por la propia inercia del descenso, hasta las mismas puertas de entrada al muelle de la Puntilla. ¡Qué felicidad! ¡Qué gozo! ¡Qué sensación de libertad sentías cuando notabas en el descenso la frescura del aire golpeándote en el rostro! Ciertamente era una experiencia extraordinaria.
En realidad esta historia la tenía que haber llamado "Las primeras bicicletas del barrio", en plural, porque, en el fondo, los hermanos Mesa eran unos niños afortunados.
No recuerdo el tiempo que pasó hasta que sus padres decidieron jubilar definitivamente la pequeña bicicleta y sustituirla por otra nueva; pero en cambio sí que recuerdo perfectamente el día en que se la llevaron a su casa -es una de esas imágenes que se te quedan grabadas en la memoria de forma imperecedera-. Llegó en un camión del comercio que, por entonces, era el único que suministra bicicletas en Ceuta: Comercial Molina era su nombre, y estaba ubicado en la esquina del edificio, entre El paseo del Revellín y la calle Méndez Núñez -posteriormente se denominó Bazar Tokio, y en la actualidad creo que su nombre es Stradivarius-. Dos operarios la bajaron del camión y la depositaron junto a la casa del Ti. Cuando le quitaron el embalaje de cartón que la cubría apareció ante los rostros atónitos de los chiquillos, una preciosa y reluciente bicicleta roja. Era de un tamaño mediano, no muy grande pero tampoco pequeña, y esta sí que tenía guardabarros y frenos; éstos últimos de varillas de metal cromado reluciente; y marca, también tenía marca: “Súper Cid” era el nombre comercial del modelo, nombre éste que jamás olvidaría por motivos que quizás en otra ocasión me atreva a contar.
Todos los niños allí presentes, en silencio y con la boca abierta de admiración, asistimos al ceremonial de presenciar como el "Ti” tomaba posesión de aquella flamante bicicleta.
No debería haber más de 15 metros de distancia entre la puerta de su casa y la verja de madera de la entrada al huerto de Ramona, todo ello dentro del recinto interior que denominábamos “La Terraza”. Así fue como “El Ti” estrenó su bici: desde su casa a la puerta de Ramona y vuelta, una y otra vez, cien y doscientas veces, toda la tarde, el día siguiente, y el otro, y el otro… No sé cuánto tiempo estuvo sin salir de ese angosto circuito que conformaba la terraza. Y los niños allí, todos sentaditos en el poyete que separaba la terraza del exterior, girando la cabeza de un lado a otro, como si de un partido de tenis se tratara, presenciando como “El Ti” daba una vuelta a la terraza y otra, y otra, y otra…
Aquella bici la cuidó el "Ti” como una joya, y ni las más generosas ofertas sirvieron para que nos la dejase probar. Aquello era como un sueño imposible. Los niños de por entonces a lo máximo que podíamos llegar era a soñar despiertos y lo hacíamos cuando, en circunstancias muy excepcionales, nuestros padres tenían que desplazarse a Ceuta -al centro- por algún motivo y nos llevaban con ellos. Nos montaban en “La Camioneta”, y una vez allí, si teníamos la suerte de pasar por la tienda de Molina, podíamos presenciar, a través del gran escaparate de la esquina de la tienda, las bicicletas colgadas del techo a modo de exposición. Las había de todos los colores y tamaños: azules, rojas, verdes... Pegaba mi rostro al cristal del escaparate para poder verlas bien y recuerdo perfectamente esa sensación de entre frío y humedad que el mismo me producía en la cara. No había quién me despegara del escaparate, podía pasarme horas enteras contemplando las bicicletas y viajando con la imaginación, hasta que mi padre o mi madre terminaban cogiéndome del brazo y diciéndome aquello de: "niño, vámonos ya".
El "Ti” fue un niño excepcional en el barrio. Melancólico a veces, místico otras y siempre enamoradizo y apasionado. Pero sobre todo, Santi era un niño muy inteligente. Un niño que marcaba las distancias, un niño que destacaba por encima de los demás.
Se enamoró perdidamente de una niña del colegio de Villa Jovita -¿qué edad podíamos tener, 8, 10, 12 añitos?, no lo sé- , y todas las tardes, cuando volvía del mismo, nos hablaba de ella y nos contaba historias apasionadas que solo tenían cabida en su privilegiada mente. El nombre de la chiquilla era un secreto, y en su celo por no compartirla con nadie, llegó a inventarse una especie de idioma secreto que utilizaba para escribir su nombre en clave en las paredes pintadas de cal de los pabellones: “TiAn”, TiGe”, “TiLí”. Ese era el nombre en clave de la niña, y así aparecía grabado por todas las paredes del bloque tercero de los pabellones, utilizando para ello puntas de piedras o de cristal a modo de punzón. Su nombre era Angeli y él le anteponía su sobrenombre a modo de prefijo: “Ti”. TiAn, TiGe, TiLí.
¡Qué recuerdos! ¡Qué tiempos aquellos!
Un abrazo para todos y en especial para el "Ti", mi inseparable, admirado y querido amigo de la infancia.
Ceuta, otoño de 2011
Pepe Sevilla -“El niño Roque”-